La Culpa Del Tercer Día

1231 Palabras
Elisa despertó temprano, con el corazón latiendo demasiado rápido y una sensación pegajosa en el pecho, como si hubiera pasado la noche corriendo. Le tomó unos segundos recordar dónde estaba, qué día era… y por qué ese nudo en el estómago se movía como un animal inquieto. Otro día sin Elián. Pero esta vez, algo más se sumaba. Algo más pesado, más oscuro. Culpa. No por él. Por su hermana. Se sentó en la cama, respirando hondo. Quería calmarse, pero su cuerpo no respondía. El vínculo, la sangre, el vacío… todo se mezclaba en una vorágine que no le permitía pensar con claridad. —Basta —murmuró, llevándose las manos a las sienes—. No puedo seguir así. No podía permitirse seguir deseando verlo cuando su hermana, enferma y vulnerable, estaba a pocos pasillos de distancia. No podía permitirse necesitar la presencia de un vampiro más que la de la persona a la que había venido a salvar. ¿Qué clase de hermana era? Esa pregunta la apuñaló con más fuerza que el recuerdo de sus sueños con Elián. Cuando se levantó y se vistió, lo hizo con movimientos bruscos, casi torpes. Quería sacarse de encima la sensación de dependencia. Quería ser fuerte, la misma Elisa que había entrado a la mansión Thorne con un propósito claro, no la sombra frágil que se estaba convirtiendo. Pero mientras cruzaba el pasillo hacia el ala médica, la verdad la alcanzó: Su mente no dejaba de preguntar dónde estaba él. Su cuerpo anticipaba su presencia. Su pecho ardía con ese vacío absurdo. Y ella… se odiaba un poco más por ello. Su hermana estaba despierta cuando entró en la habitación. La luz tenue iluminaba el rostro pálido de la joven, que levantó los ojos al verla y sonrió con esa dulzura que siempre había tenido, incluso en los peores momentos. —Elisa… —susurró, estirando la mano. Elisa sintió que algo se rompía dentro de ella. Caminó rápido hacia la cama y tomó los dedos fríos entre los suyos. —Aquí estoy —dijo, y quiso creer que era suficiente—. ¿Cómo amaneciste? —Cansada —respondió su hermana con un leve encogimiento de hombros—. Pero quisiera estar más despierta que dormida. Una punzada de alivio la recorrió… seguida por una punzada de vergüenza. Porque lo primero que pensó fue: Elián debe saberlo. Porque lo segundo que sintió fue la necesidad de ir a buscarlo. Porque lo tercero fue el miedo devastador de que él siguiera evitándola. Se odió un poco más. —Me alegra —respondió en voz baja—, ya verás que pronto podrás estar más presente. La joven la miró con ojos entreabiertos. —¿Dormiste mal? Tienes ojeras. Elisa desvió la mirada. —Un poco. —¿Te preocupa algo? Miles de respuestas cruzaron por su mente. Pero ninguna podía decir. ¿Cómo explicarle a su hermana que la sangre, su sangre, reaccionaba al nombre de un vampiro? ¿Cómo explicarle que su cuerpo estaba empezando a necesitarlo como si fuera oxígeno? ¿Cómo explicarle que la aterraba la idea de perderlo… cuando ni siquiera debía tenerlo? No podía. Así que solo negó. —Nada importante. Su hermana frunció el ceño, pero no insistió. Elisa agradeció ese pequeño gesto más de lo que podría expresar. Pasó la mañana allí: llamó a los médicos, cambió el agua de la mesita, acomodó almohadas, acarició la frente febril de su hermana cuando la fiebre subió. Hizo todo lo que debía hacer. Pero a cada minuto, a cada respiración, algo dentro de ella tiraba en otra dirección. Hacia él. Era como un cable invisible enredado en su pecho. Como un pensamiento persistente que no se iba. Como una ansiedad que crecía con cada silencio. Y eso la hacía sentir… miserable. Mientras su hermana dormía después del mediodía, Elisa se permitió levantarse un momento para estirar las piernas. Caminó por el pasillo, sin alejarse demasiado. El eco de sus pasos sonaba… culpable. Pasó frente a una de las ventanas altas y se encontró con su propio reflejo. No le gustó lo que vio: ojos brillantes, oscuros de cansancio; mejillas pálidas; aliento rápido. Parecía alguien que huía. Se detuvo. Puso las manos sobre el frío cristal. —¿Qué me está pasando? —susurró. No obtuvo respuesta. Pero su cuerpo sí la tenía. Una oleada de calor subió repentinamente por su pecho, tan inesperada que tuvo que morderse el labio para no gemir. La vergüenza la ahogó. —No —susurró—. No ahora. No aquí. No cuando ella me necesita. Pero el deseo, la conexión… no esperaban razones. Regresó de inmediato a la habitación y se obligó a permanecer sentada al lado de su hermana durante horas. Elena dormía profundamente, ajena al torbellino emocional que consumía a Elisa. En algún momento, una enfermera entró. —Señorita Elisa, ¿está bien? Está muy pálida. Elisa apenas parpadeó. —Estoy bien. Mentira. El nudo en su pecho seguía apretando. —¿Quiere que llame al amo Elián? Quizás —¡No! —respondió demasiado rápido. La enfermera la miró sorprendida, pero Elisa bajó la voz. —No… no es necesario. Estoy bien. La mujer asintió y salió. Elisa se hundió más en la silla. ¿Por qué se sentía peor al pensar en él? ¿Por qué se sentía peor al imaginarlo en otra parte, lejos, en silencio? ¿Por qué cada pensamiento sobre él la hacía sentir… traicionera? Traicionera hacia su propia hermana. La tarde avanzó lentamente. Su hermana despertó un par de veces, siempre tranquila, siempre confiando en que Elisa estaría ahí. Y ella estaba. Presente. Pero no completamente. Cada sonrisa que le daba estaba teñida de esfuerzo. Cada palabra cargaba una sombra. Cada caricia era una disculpa silenciosa. Porque, aunque intentaba negarlo, una parte de ella estaba en otro lugar. Con él. —Perdóname… —susurró Elisa mientras peinaba con los dedos el cabello de su hermana—. No debería estar pensando en nada más que en ti. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero no lloró. Los médicos habían dicho que el estrés no ayudaría. Así que tragó el dolor, la culpa, el deseo, todo. Hasta que la garganta le ardió. Ya entrada la noche, una vibración tenue en la atmósfera la hizo alzar la vista. No lo vio. No lo escuchó. Pero lo sintió. Elián se movía en algún punto de la mansión. Su energía era como una corriente eléctrica que atravesaba los muros. Elisa se puso de pie sin darse cuenta. Su hermana dormía. Elián estaba despierto. Y ella… deseaba salir corriendo hacia él. Ese solo pensamiento la hizo llevarse la mano a la boca, horrorizada consigo misma. —¿Qué estás haciendo, Elia? —se recriminó en un susurro desesperado—. ¿Qué te está pasando? Respiró hondo, obligándose a quedarse. Sus manos temblaban. Una lágrima, esta vez inevitable, resbaló por su mejilla. —Yo vine aquí por ella… por ella… Pero el vínculo era implacable. Y la necesidad crecía. Y la culpa la estaba destrozando. Así terminó el tercer día Elisa sentada al lado de la cama de su hermana, sosteniéndole la mano mientras dormía, con el corazón dividido entre el deber… y una atracción que no podía controlar. Y por primera vez, temió seriamente que el vínculo de sangre no solo fuera una conexión… Si no una posible condena.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR