Duncan llegó directo al taller de Octavio Martínez, un latino que había llegado a Detroit hacía más de veinte años y había iniciado un taller de mecánica junto a sus hijos al lado de una gasolinera. Los talleres mecánicos no eran muy populares en la época, y los propietarios de automóviles preferían chatarrizar el vehículo antes que repararlo, pero como repararlo llevaba menos tiempo y alargaba la vida del auto, se había ido popularizando el trabajo.
Ahora el viejo Octavio tenía trabajando allí a su hijo Martín, al mismo Duncan y a otro par más.
Duncan llegó y se internó enseguida en el baño para cambiarse su traje de sarga marrón por el mono azul que tenía estampado detrás el nombre del taller. Todo el tiempo, durante la entrevista, había estado escondiendo sus dedos chatos de uñas cortas y ennegrecidas. No tenía dinero para pagar una manicura cada vez que tenía entrevista, y esta vez, tampoco había tenido tiempo.
—¿Qué tal te fue? –preguntó Martín saliendo de debajo de un Ford Anglia rojo sangre.
—Lo de siempre: “ya lo llamaremos”; “me gusta su CV, estaremos en contacto”; en fin.
—¿Esta vez quién te entrevistó?
—Una mujer.
—Ah, estás fuera. Seguro el puesto te lo quita una mujer con menos experiencia, pero con más necesidad. Solidaridad de género, que le llaman.
—Yo tengo necesidad.
—Pero no eres mujer. Saliste temprano.
—Eso nunca toma mucho tiempo. ¿Dónde está mi Chevrolet?
—En su rincón de siempre, no me digas que le vas a dedicar más tiempo a esa chatarra.
—No, ahora no, o tu padre me despediría. Pero ya está casi a punto. Cuando me veas desplazarme en mi nave, no me digas nada.
—Sí, claro.
Martín desapareció de nuevo bajo el Ford Anglia. Tenía treinta años, una mujer y una hija; vivía en el edificio frente al suyo, y parecía muy contento con su vida. Hasta ahora, podía llamarse su mejor amigo, pues era con él con quien salía a beber cerveza y jugar bolos o billar de vez en cuando, y, además, era quien mejor lo conocía, luego de la misma Kathleen.
—¿Qué tal la mujer que te entrevistó?
Duncan hizo memoria mientras destapaba el capó de un automóvil que hacía cola para ser reparado.
—Pelirroja teñida. Alta, muy delgada…
—¿Pelirroja teñida?
—No parecía muy natural.
—Creí que era alguna matrona gorda y con bigote.
—No, esta no era mayor que yo. Rezumaba dinero.
—¿Por qué lo dices?
—La ropa, la ropa que usaba parecía tejida por ángeles. Y su perfume…
—Vaya, ¿te fijaste en el perfume?
—Era imposible no hacerlo.
—¿Muy fuerte?
—No, muy bueno.
—Ah. Lástima.
—¿Lástima qué?
—Que no la vayas a volver a ver. A menos que, por cosas de la vida, su carro se vare aquí frente nuestro y tengas que ir a socorrerla —Duncan se echó a reír. Sí, claro. Eso nunca iba a pasar.
La llamada llegó en la tarde. Era simplemente para decirle que lo esperaban en un salón de hotel, y que se solicitaba su presencia allí a las nueve de la noche. Debía llevar su mejor traje. Su mejor traje había sido usado esa mañana en la entrevista, pero entonces Kathleen hizo maravillas con él y lo dejó como nuevo.
—¿No te parece sospechoso que te hagan ir a un hotel a las nueve de la noche? –preguntó ella mientras le revisaba el nudo de la corbata.
—Bueno, sí. Pero es un salón, no una habitación. Además, puede que sea una reunión de nuevos empleados para una conferencia de iniciación, algunas empresas lo hacen. ¿Quién sabe?
—Sí, lo hacen, pero nunca a las nueve de la noche.
—No te preocupes, estaré bien.
Llegó al Hilton con quince minutos de anticipación, a pesar de que había tenido que tomar el metro. Al llegar, la secretaria, Edna, lo abordó inmediatamente.
—Es puntual, perfecto. Venga, acompáñeme. –Duncan la siguió un poco intrigado. La mujer parecía llevar prisa.
—¿Podría decirme para qué soy necesario aquí?
—Ya mi jefa se lo dirá. ¿Qué talla es en camisa?
—M. ¿dónde se encuentran los demás?
—En el salón. ¿Y en pantalones?
—M. ¿Para qué necesita mis medidas?
—¿Calzado?
—9. Repito, para qué…
—No esperará presentarse con esa ropa, ¿no? ¡Es una reunión muy importante!
—No pensé que viniera tan mal presentado, y que su empresa vistiera a sus empleados.
—Esto es una excepción. Ya oíste, Chloe, alista la ropa.
—Sí, señora –dijo una jovencita rubia y delgada, que desapareció de inmediato.
Duncan tomó uno de los ascensores junto con la mujer, que tomó un teléfono celular e hizo varias llamadas anunciando que él ya estaba allí. Las puertas se abrieron y se encaminaron a una habitación. Duncan empezó a ponerse nervioso, pero dentro había mucha gente, y todos, al verlos, se les abalanzaron. Uno empezó a quitarle el saco, otra la corbata, lo hicieron sentarse y entonces le quitaron los zapatos.
—¿Qué está pasando aquí?
—Lo que le dije, es una reunión importante y necesitamos que luzca lo mejor posible.
—¡Pero esa es mi ropa!
—No se preocupe, no le va a pasar nada –dijo un hombre bastante amanerado— y créame, nadie quiere quedarse con eso.
Duncan lo miró ceñudo, pero cuando vio que le pasaban una fina camisa, y luego un traje que debía ser de diseñador, no dijo nada. Se sentía tan bien, tan perfecto bajo los dedos…
—¡Por Dios! ¿¿Qué es esto?? –Gritó el amanerado.
—¿Qué pasa, Giaccomo?
—¡Sus uñas, mira qué horror! ¡No! Dile a Allegra que no serán suficientes quince minutos, necesito por lo menos dos horas para dejar esos dedos…
—No tenemos tanto tiempo. Tienen que ser quince minutos, Giaccomo.
—Nunca me habían retado tanto en mi vida. ¡¡Chloe!! –la misma rubia del lobby apareció. —Trae cloro, thinner, o lo que sea para aclarar esas uñas ya.
Duncan nunca se había sentido tan humillado. Pero se dejó atender. Luego de exactos quince minutos, Salía un nuevo Duncan… uno mejor vestido.
—Me siento en un programa concurso.
—También yo –contestó Edna, y se encaminaron al salón donde se daba una fiesta. Duncan se preguntaba qué diablos le esperaba al otro lado que fuera tan importante como para hacerle cambiar de ropa; lo único que conservaba suyo en aquel momento eran los bóxers y las medias.