VARIOS DÍAS DESPUES:
REINO DE TALISIA - CASTILLO DE CRISTAL
"Se dice que la princesa se va a casar..."
"¿Ya lo oíste? El rey ese, la bestia del reino de Pyrion la ha solicitado..."
"Si, es una bestia, dicen que es un gigante que devora a sus enemigos..."
"¿La princesa? ¿Con el rey del Reino de Fuego?"
"No puedo creerlo, es como unir el agua y el aceite, eso no tiene ningún sentido..."
Esos y más murmullos inquietos recorrían los pasillos del castillo de cristal de los Elfos mientras Brielle corría con bastante prisa. Sus pasos, ligeros como siempre, apenas se escuchaban mientras su larga cabellera de color azabache ondeaba tras ella como un estandarte oscuro. En ese instante, los rumores crecían a su paso, pero ella parecía no notarlos ya que sus enormes ojos azules permanecían fijos al frente mientras esquivaba a sirvientes y cortesanos elfos, quienes se apartaban con reverencias apresuradas ante la princesa de piel pálida como la nieve recién caída, en marcado contraste con su melena oscura.
A sus recién cumplidos dieciocho años, Brielle brillaba en el reino de Talisia por su calidez natural. Ella tenía un don especial para hacer que todos se sintieran cómodos a su alrededor, siempre ofreciendo una sonrisa sincera o una palabra amable cuando alguien lo necesitaba. Su dulzura contrastaba con el ambiente frío de su tierra natal, como si llevara consigo un rayo de sol a donde quiera que fuese. Los habitantes del reino valoraban esa cualidad en ella, ese don para iluminar incluso los días más oscuros con su presencia.
Sin embargo, esa mañana, tras la llegada de las aves de hielo con varias cartas, algo más urgente que su habitual paseo matutino la impulsaba.
—¡Princesa Brielle! —la llamó una doncella—. ¡El rey ha solicitado que no se le moleste!
Brielle simplemente le dedicó una sonrisa fugaz sin detener su marcha. Las reglas nunca habían sido obstáculo para ella, menos aun cuando presentía que algo importante se debatía tras las puertas del salón del trono y que según los rumores, tenía que ver con ella.
Entonces, al llegar al gran corredor que precedía la enorme Sala Real, aflojó el paso y respiró hondo para recuperarse de su carrera. Frente a ella se alzaban las imponentes puertas del Gran Salón, cerradas como solo ocurría durante reuniones importantes, custodiadas por dos guardias Elfos con armaduras plateadas y rostros serios.
—Su Alteza —saludaron al unísono, inclinando levemente sus cabezas al ver a la hermosa princesa frente a ellos.
—Necesito ver a mi padre —declaró Brielle con esa voz dulce que no podía evitar, aunque a veces intentara sonar seria o firme, simplemente no le salía.
—Lo lamentamos, princesa —respondió uno de los guardias—, pero el Rey ha dado órdenes estrictas de no ser interrumpido, especialmente por usted. Está en reunión con el príncipe heredero Dael.
—Ah, comprendo... —susurró Brielle, con un brillo astuto en su mirada.
Si su hermano estaba allí, el asunto debía ser realmente serio. Al comprender eso, ella asintió sin insistir más.
—Bueno, volveré más tarde. Gracias —dijo, dando media vuelta mientras los guardias volvían a hacerle otra reverencia en despedida.
A simple vista, todo indicaba que Brielle aceptaba la situación: se alejó del Gran Salón caminando con pasos lentos, silbando despreocupadamente con las manos tras su espalda. Sin embargo, al doblar el recodo del pasillo, se escabulló por un corredor lateral como quien trama algo. Ella conocía el castillo como la palma de su delicada mano: cada rincón, cada pasaje secreto, cada cámara oculta. No en vano había pasado su infancia explorando hasta el último recoveco de su hogar, el palacio real, mientras escapaba de sus tutores y de las obligaciones típicas de una princesa.
Es por eso que, con la habilidad de quien ha repetido el mismo camino cientos de veces, Brielle se deslizó por un pasillo estrecho, oculto tras un tapiz hecho con hilos de plata, y sin más descendió por una escalera en espiral hasta que finalmente llegó a una pequeña abertura en la pared justo al lado del Gran trono del Rey Elfo. Ahí era su escondite favorito cuando niña, ya que era un lugar donde podía observar sin ser vista, aprender sin ser notada.
«Ahora si podré saber qué es lo que están hablando y no desean que sepa», pensó la princesa Brielle acomodándose en el estrecho espacio y acercó su ojo a esa pequeña rendija que le permitía ver del otro lado.
La sala del trono se abría majestuosa ante ella, con sus columnas resplandecientes que sostenían el techo curvo donde una cantidad innumerable de cristales colgantes esparcían la luz en miles de colores. En el centro, su padre ocupaba el Trono de Invierno, que era una imponente estructura ornamentada con zafiros y diamantes que captaban y reflejaban cada rayo de luz, en tonos azulados y plateados.
Frente a él, caminando de un lado a otro visiblemente alterado, estaba el hermano mayor de Brielle, el príncipe heredero Dael.
—¡Es una locura, padre! —exclamaba Dael, ocasionando que su voz hiciera eco en la cámara vacía, porque ni los guardias estaban ahí dentro, solo ellos dos—. ¡Una completa locura! ¿Cómo puedes siquiera considerar semejante propuesta?
El Rey Elfo Adair Cristalis permanecía tranquilo, con su rostro impasible mientras observaba a su primogénito. Los largos dedos del Rey Elfo golpeaban suavemente el reposabrazos del trono mientras consideraba las palabras de su hijo.
—¿Prefieres que rechace la propuesta y nos preparemos para la guerra? —preguntó el rey Adair de manera serena—. Porque eso es exactamente lo que sucederá si decimos que no.
El príncipe Dael se detuvo, pasando una mano por su largo cabello oscuro, tan similar al de Brielle. Sus orejas, más puntiagudas que las de su hermana, se movieron ligeramente hacia atrás en un gesto que mostraba la frustración que sentía.
—¡Prefiero mil veces la guerra antes que entregar a Brielle a ese... ese monstruo! —gritó—. ¿Has oído las historias sobre el Rey Sadrac Volcaris? Lo llaman el Lobo Gigante, la Bestia de Fuego. Ha arrasado reinos enteros, padre. Es un sediento de poder que solo busca expandir sus territorios por mero capricho. ¿Y ahora quiere a Brielle de repente? ¿Qué quiere ese lobo con ella? ¡Quizás pretende usarla como sacrifico para sus… horrendos dioses de fuego!
—Lo que pretenda hacer con ella no es asunto nuestro, hijo mío —dijo de forma resignada—. Un matrimonio estratégico es la mejor opción que tenemos. Nuestra magia es poderosa, de eso no hay duda, pero el Reino de Fuego tiene un ejército diez veces mayor que el nuestro. Viven en guerra, en cambio nosotros, somos un reino de paz.
Al oír eso, el principe heredero se indignó.
—¿La mejor opción dijiste? —Dael soltó una risa amarga—. ¿Te estás escuchando, padre? ¡Estás hablando de Brielle! ¡Tu hija, MI hermana! —se señaló a si mismo—¡No es una moneda de cambio, no es un peón en tu tablero de estrategias políticas!
Al oír eso, el Rey Elfo se levantó de su trono caminando hacia donde estaba su hijo.
—Es exactamente para lo que sirve tu hermana, mi hija —declaró con frialdad—. Tú eres mi heredero, Dael. Tu deber es gobernar después de mí. El deber de Brielle como mujer… es crear alianzas mediante matrimonio. Así ha sido desde tiempos inmemoriales. Si este Rey la quiere, se la daremos a cambio de paz y alianzas, y si fuera otro rey, también. Así es la realidad.