CAPITULO 2

1397 Palabras
Su padre la miró con frialdad y respondió: —Mi esposa me contó que te has portado muy mal, y por eso no hay regalos para ninguno de ustedes. La niña comenzó a llorar desconsoladamente. Mariana y Carlos, más conscientes de su mala situación, permanecieron en silencio, sabiendo que cualquier protesta sería inútil. —Mariana, lleva a Isabella al dormitorio hasta que se calme, se merecen no recibir nada —ordenó su padre con voz autoritaria. Mariana tomó a Isabella en brazos y la llevó de regreso al dormitorio. Mientras la consolaba, sentía una mezcla de tristeza e impotencia. Entendía que su padre nunca los trataría con el mismo cariño que a sus hijastros, porque ellos le recordaban a su esposa quien lo abandono por una vida mejor. Aunque Mariana no disminuía el dolor de ver a sus hermanos sufrir. En la habitación, Mariana abrazó a Isabella y le susurró palabras de consuelo, asegurándole que en algún momento todo sería distinto. Carlos se acercó y también abrazó a su hermana, formando un pequeño círculo de apoyo y amor en medio de la adversidad. Mientras su padre estaba en casa, Mariana y sus hermanos se mantenían en el dormitorio, tratando de evitar cualquier confrontación. La madrastra no paraba de ponerlos en mal, inventando situaciones que nunca ocurrieron y exagerando cualquier pequeño error que cometieran. Mariana, conociendo lo malvada que era su madrastra, no podían confiar en ella, así que intentaba mantener a sus hermanos a salvo. Cada vez que había sobras de comida, Mariana se las ingeniaba para robarlas sin ser vista. Esperaba a que todos estuvieran distraídos y, con movimientos rápidos y silenciosos, tomaba lo que podía. Luego, corría al dormitorio y se encerraba con sus hermanos, repartiendo las escasas porciones entre ellos. —Aquí está, coman con rapidez —les dijo, intentando ocultar, su hambre. Carlos e Isabella aceptaban la comida con gratitud, sabiendo que su hermana mayor hacía todo lo posible por cuidarlos. Mientras comían, Mariana les contaba historias para distraerlos de la difícil realidad que enfrentaban. Les hablaba de un futuro mejor, donde podrían vivir juntos sin miedo ni hambre. —Algún día, todo esto será solo un mal recuerdo —les prometía, acariciando el cabello de Isabella. Quien termino durmiéndose. A pesar de las dificultades, esos momentos en el dormitorio eran un refugio para ellos. Mariana se sentía responsable de mantener la esperanza viva, aunque a veces la desesperación amenazara con consumirla. Entendía que no podía rendirse, no mientras sus hermanos dependieran de ella. La situación se volvía cada vez más tensa. La madrastra seguía inventando mentiras y manipulando a su padre, quien parecía más distante y frío con cada día que pasaba. Mariana tenía conocimiento de que debía buscar una solución pronta, antes de que las circunstancias se tornen más complejas. Una semana sin poder trabajar porque su madrastra le amenazó que sus hermanos sufrirían si salía mientras su padre estaba en casa. Su padre se había vuelto violento, y Mariana temía por la seguridad de Carlos e Isabella. Cada día era una lucha constante para mantenerlos a salvo y alimentados con las escasas sobras que lograba conseguir. Finalmente, cuando creyó que era seguro dejarlos por unas horas, se dirigió al café con la esperanza de recuperar su trabajo. Al llegar, su jefe la miró con una mezcla de lástima y determinación. —Mariana, lo siento, pero estás despedida —le notificó con voz firme. —Por favor, no me despida. Necesito este trabajo —rogó Mariana, con lágrimas en los ojos. —Es el reglamento del sitio. No podemos hacer excepciones, faltaste al trabajo sin excusa alguna y sabes que las reglas hay que respetarlas —respondió su jefe, encogiéndose de hombros. Mariana sintió cómo el mundo se derrumbaba a su alrededor. Sin trabajo, no sabía cómo iba a mantener a sus hermanos. Salió del café con el corazón pesado y comenzó a caminar desorientada por las calles. Entraba a cada restaurante que veía, preguntando si necesitaban empleados, pero la respuesta siempre era la misma: no contrataban a menores de edad. El sol comenzaba a ponerse y Mariana seguía sin encontrar una solución. Se sentó en un banco del parque, sintiendo la desesperación apoderarse de ella. Las lágrimas corrían por sus mejillas mientras pensaba en sus hermanos, esperando en casa con hambre y miedo. De repente, una voz suave interrumpió sus pensamientos. —¿Estás bien? —preguntó una mujer mayor, con una expresión de preocupación. Mariana levantó la mirada y vio a la mujer, que llevaba una bolsa de compras. —No, no estoy bien —respondió Mariana, sin poder contener las lágrimas. Una adolescente que semejante carga sobre sus hombros. La mujer se sentó a su lado y le ofreció un pañuelo. —Cuéntame qué te pasa, tal vez pueda ayudarte —dijo con amabilidad. Mariana le contó su situación, desde la violencia de su padre hasta la desesperación de no encontrar trabajo. La mujer escuchó atentamente y, al final, le ofreció una solución inesperada. —Tengo una pequeña tienda de comestibles. No puedo pagarte mucho, pero podrías ayudarme allí y ganar algo de dinero —sugirió la mujer. Mariana sintió una chispa de esperanza. No era mucho, pero era un comienzo. Agradeció a la mujer y aceptó la oferta, prometiéndose a sí misma que seguiría luchando por un futuro mejor para ella y sus hermanos. En otro lado de la ciudad, Diego estaba cerrando un negocio que podría cambiar su vida. Había viajado a Puerto Rico hace una semana, atraído por la promesa de un socio que le ofrecía una oportunidad jugosa. Aunque tenía sus reservas, la oferta era tan tentadora que decidió arriesgarse. El negocio consistía en transportar materiales de construcción desde los Estados Unidos a la isla de Puerto Rico. Los márgenes de ganancia eran impresionantes, y Diego sabía que, si todo salía bien, podría asegurar su futuro financiero. Sin embargo, también era consciente de los riesgos involucrados. El transporte marítimo podía ser impredecible, y cualquier contratiempo podría significar una pérdida significativa. Diego se reunió con su socio en un restaurante elegante frente al mar. La brisa cálida y el sonido de las olas creaban un ambiente relajado, pero Diego no podía evitar sentirse tenso. Su socio, un hombre de mediana edad con una sonrisa encantadora, le presentó los documentos del acuerdo. —Aquí tienes, Diego. Todo está en orden. Solo falta tu firma —dijo el socio, deslizando los papeles por la mesa. Diego tomó los documentos y los revisó detenidamente. Cada cláusula, cada detalle, debía ser perfecto. No podía permitirse ningún error. Después de unos minutos, asintió con la cabeza y firmó. Estaba a punto de dar un golpe bajo a los que lo despreciaron. —Perfecto. A partir de ahora, somos socios —dijo el hombre, estrechando la mano de Diego con entusiasmo. Diego sintió una mezcla de alivio y emoción. Sabía que había tomado una decisión arriesgada, pero también confiaba en su instinto. Mientras disfrutaban de una copa de vino para celebrar, su mente ya estaba trabajando en los próximos pasos. Tenía que coordinar el transporte, asegurarse de que los materiales llegaran a tiempo y, sobre todo, mantener una comunicación constante con su nuevo socio. Esa noche, mientras caminaba por las calles de San Juan, Diego no podía evitar sentirse optimista. El futuro parecía brillante, y estaba decidido a aprovechar esta oportunidad al máximo. Sin embargo, también sabía que debía estar preparado para cualquier eventualidad. El mundo de los negocios era impredecible, y solo los más astutos lograban sobrevivir. Diego se dirigió hacia el lugar donde había dejado su auto, sintiendo una ligera brisa marina en su rostro. La noche era oscura y las calles estaban desiertas, lo que le daba una sensación inquietante. Mientras caminaba, comenzó a sentir que alguien lo estaba siguiendo. Al principio, pensó que era solo su imaginación, pero al escuchar pasos apresurados detrás de él, su corazón comenzó a latir más rápido. Aceleró el paso, tratando de mantener la calma, pero los pasos detrás de él también se aceleraron. La urgencia lo invadió y comenzó a correr hacia su vehículo. Al llegar, buscó las llaves en su bolsillo con manos temblorosas. Antes de que pudiera abrir la puerta, sintió un golpe en la espalda que lo hizo tambalearse. —¡Dame todo lo que tienes! —gritó uno de los asaltantes, mientras otros dos se acercaban rápidamente.
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