—¡Dominus! ¡Dominus! Ese eco resonaba en cada rincón del imperio, esas palabras, una y otra vez, los gritos de los esclavos golpeando las puertas de las habitaciones de sus amos. Eran cerca de las cinco de la mañana cuando un extraño rumor comenzó a extenderse por cada rincón de Roma: —¡Dominus! ¡Dominus! —gritó uno de los esclavos de la residencia de Licinius. —¡Dominus, tiene que despertar, ha ocurrido algo! ¡Dominus! Licinius se levantó dejando a Galia a su lado. La mujer se movió un poco, tenía un sueño pesado como para no levantarse con el ruido que los esclavos estaban haciendo fuera. Colocó un batón de seda y abrió la puerta encontrándose con un grupo de esclavos consternados. —¿Qué ha pasado? ¿Por qué gritan de esta forma? —preguntó haciendo un gesto de molestia pues acababan d

