CAPÍTULO 4: LA DECISIÓN

1619 Palabras
La lluvia seguía cayendo con furia sobre Palermo, como si el cielo también llorara la traición que Lucía acababa de descubrir. Corría sin rumbo, con el corazón desgarrado y el vestido pegado a su piel, mientras las lágrimas se confundían con el agua que le empapaba el rostro. Cada paso resonaba en el empedrado mojado de las calles vacías, y su respiración entrecortada era el único sonido que acompañaba el retumbar de los truenos. El mundo se le había vuelto un abismo. Matteo, el hombre en quien había depositado su esperanza, su fe y sus sueños, ahora pertenecía a otra… a su hermana. La imagen de Alessandra recibiendo el anillo, sonriendo radiante, aún le ardía en la mente. Sentía que el pecho le dolía, como si el corazón se le desgarrara una y otra vez con cada recuerdo de aquella escena. Lucía dobló una esquina y tropezó contra un muro. El golpe la hizo tambalearse. Se llevó una mano al pecho y dejó escapar un gemido ahogado. Quiso gritar, pero su voz se perdió en el ruido del aguacero. —¿Por qué, Dios mío…? —susurró entre sollozos—. ¿Por qué me quitaste lo único que creía tener en esta vida? Las luces de la ciudad eran difusas, borrosas por la cortina de lluvia. En medio de ese caos de dolor y oscuridad, distinguió una silueta familiar: la catedral. Su edificio se alzaba entre las sombras, imponente y silencioso, como si la esperara. Lucía cruzó la plaza corriendo, resbalando, hasta alcanzar las grandes puertas de hierro. Empujó con ambas manos, y el chirrido del metal al abrirse resonó por todo el templo vacío. Dentro, el aire olía a incienso y cera derretida. Solo unas pocas velas titilaban en el altar mayor, proyectando sombras ondulantes sobre las figuras de los santos. Avanzó tambaleante por el pasillo central, dejando un rastro de agua en las baldosas, hasta que sus rodillas cedieron frente al altar. Cayó de golpe, con el rostro entre las manos, y por primera vez en su vida, sintió que su fe se quebraba. —Dios mío… —su voz se hizo un murmullo, quebrada, casi inaudible—. Ayúdame… no puedo más… Lloró largo rato. Las lágrimas caían sobre el mármol frío, y el sonido se mezclaba con la lluvia que golpeaba los vitrales. No sabía si rezaba o si simplemente se desahogaba ante la presencia divina. Lucía levantó la vista hacia la figura de Cristo crucificado. La luz de las velas temblaba sobre su rostro esculpido, y por un momento creyó que la miraba. Su alma, rota, empezó a hablarle en silencio. «Me prometió amarme. Me juró que volvería por mí. Y ahora está con ella… con Alessandra… mi hermana…» El nombre de Alessandra le desgarró la garganta. La veía en su mente, elegante, risueña, rodeada de atenciones, mientras ella —la hija de la mujer pobre, la bastarda sin apellido— quedaba relegada al silencio, al rincón, a la vergüenza. —Me lo arrebataron todo… —murmuró—. Matteo… Eleonora… Alessandra… todos… Se cubrió el rostro y lloró con tanta fuerza que sus sollozos resonaron por la nave como un lamento antiguo. Fue entonces cuando una voz suave, conocida, rompió el silencio. —Lucía… Ella alzó la cabeza, sorprendida. Entre las sombras del templo emergió una figura vestida de sotana negra. El Padre Carlo, con el rostro sereno y la mirada llena de ternura, se acercó despacio. La luz de las velas iluminó sus canas, y por un instante, Lucía se sintió de nuevo una niña buscando refugio. —Padre… —susurró entre sollozos. El sacerdote se inclinó hacia ella. —Hija, ¿qué te pasa? ¿Por qué lloras así? Lucía se lanzó hacia él sin pensarlo. Le abrazó las piernas, como si se aferrara a su última esperanza. —Ayúdeme… —suplicó—. No puedo soportarlo… El Padre Carlo se agachó con dificultad, le tomó los hombros y la ayudó a incorporarse. Su mirada, profunda y compasiva, la recorrió con preocupación. —Lucía, estás empapada. Ven, siéntate aquí conmigo. La condujo hasta uno de los primeros bancos. Lucía se dejó caer, tiritando. El sacerdote le ofreció su pañuelo, y ella lo tomó entre las manos, apretándolo con fuerza. —¿Qué te ha sucedido, hija mía? —preguntó él con voz baja. Lucía levantó la mirada, los ojos enrojecidos por el llanto. —Todo… —susurró—. Todo se ha venido abajo, padre. Matteo… él me prometió que volvería, que se casaría conmigo. Yo… yo lo esperé durante estos tres años. El sacerdote asintió, con gesto comprensivo. Sabía quién era Matteo Di Rinaldi, el joven heredero de una de las familias más poderosas de Palermo. Sabía también de los sueños de Lucía, de su fe y de su bondad. —¿Y qué ha pasado con él? —preguntó con suavidad. Lucía respiró hondo, pero su voz volvió a romperse. —Ha vuelto, sí… pero no para mí. Se casa con Alessandra. Mi hermana. El eco de sus palabras llenó la iglesia. Por un momento, el sacerdote no dijo nada; solo le acarició la cabeza, como cuando era niña. —Hija… —murmuró—. Lo siento. Lucía tembló. —Ella lo sabía, padre. Sabía que lo amaba. Y aun así fue a buscarlo, lo sedujo… me lo quitó... ¡Ella tenía todo y yo solo tenía a Matteo, y me lo arrebató! Eleonora la animó a hacerlo. Me quitaron lo único que tenía, lo único que me daba fuerza para seguir… El Padre Carlo cerró los ojos un instante, dolido por la inocencia herida que veía frente a él. —Y ahora los odio —dijo ella de pronto, con una voz que no parecía suya—. Los odio, padre. Quiero que sufran. Quiero que sientan lo mismo que yo siento ahora. Quiero ir y quemar la casa, con todos ellos allí adentro. El sacerdote la miró en silencio. En su rostro no había juicio, sino compasión. —Lucía, no hables así —dijo finalmente—. No dejes que el dolor te oscurezca el alma. Conozco tu corazón, hija. Desde que eras pequeña y venías con tu madre a misa, te he visto rezar con una fe tan pura que conmovía a todos. No dejes que la traición te robe eso. Lucía apretó los labios. —No quiero odiarlos… —susurró—. Pero no puedo evitarlo. Cada vez que cierro los ojos los veo, riendo, besándose, burlándose de mí. —No se burlan de ti, hija —dijo el sacerdote, con voz firme pero dulce—. Se burlan de su propia alma. Y créeme, ese castigo llega solo. Lucía lo miró, con lágrimas brillando bajo la luz de las velas. —Entonces, ¿qué hago, padre? ¿Cómo dejo de sentir esto? ¿Cómo olvido? El Padre Carlo la miró largo rato. Luego se puso de pie y caminó hasta el altar. Tomó una vela, la encendió, y se la tendió a ella. —Mira esta luz —dijo—. Así arde tu alma ahora: dolida, temblorosa, pero viva. Si la apagas con el odio, todo se pierde. Pero si la entregas a Dios, Él sabrá cuidarla. Lucía sostuvo la vela, observando la llama temblar entre sus dedos. —Quiero hacerlo, padre. Quiero entregarle mi vida a Dios. El sacerdote frunció el ceño, sorprendido. —¿A qué te refieres, Lucía? Ella levantó la mirada con decisión. —No quiero volver a amar. No quiero volver a sufrir. Quiero vivir solo para Él. Ayúdeme, padre Carlo. Ayúdeme a entrar a un convento. El silencio llenó la catedral. Solo el sonido de la lluvia seguía acompañándolos, golpeando los vitrales como un eco del cielo. El sacerdote la observó, conmovido por la pureza del dolor que la atravesaba. —¿Estás segura, hija mía? Es una decisión muy grande. Lucía asintió. —Sí. Estoy segura. El amor de los hombres solo trae dolor. Dios… Él no me traicionará. El Padre Carlo guardó silencio unos segundos más, luego asintió despacio. —Entonces te ayudaré, Lucía. Pero prométeme algo: no tomes esta decisión movida por el rencor. Que tu entrega sea un refugio, no una venganza. Lucía bajó la vista, y una lágrima rodó por su mejilla. —Lo prometo. Solo quiero paz. El sacerdote le sonrió con ternura y le puso una mano en el hombro. —La encontrarás. Dios escucha a todos, incluso los corazones rotos. Lucía sonrió débilmente, una sonrisa quebrada. —Mañana hablaremos con la madre superiora del convento de Santa María delle Grazie —le dijo el Sacerdote—. Ahora ven, tienes que descansar. Puso un brazo paternal en los hombros de Lucía y la empujó hacia la casa parroquial, pero Lucía lo detuvo y lo miró. —Solo una cosa, Padre —dijo y él la miró atentamente—. No quiero que nadie, absolutamente nadie, sepa dónde voy a estar. No quiero que me busquen y perturben mi paz. Quiero olvidarme de todos ellos y que ellos me olviden. Que hagan de cuenta que desaparecí de este mundo. El sacerdote la miró por un momento, en silencio, razonando en su deseo. Sabiendo que debía respetar lo que ella quería, asintió. —De acuerdo. Nadie lo sabrá. Te lo juro ante Nuestro Amado Padre. Lucía miró hacia el altar. La figura de Cristo parecía mirarla con compasión. Hasta ese momento, desde que había huido de la mansión Mancini, sintió un leve consuelo. No una felicidad, sino una calma triste, como si el cielo le dijera que, de algún modo, todo ese dolor tenía un propósito. La vela seguía ardiendo entre sus manos. Y Lucía, entre lágrimas, decidió no apagarla.
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