Cuando abrí los ojos me pareció que en la enorme bañera del final del cuarto alguien me observaba y pensé que de nuevo había pillado a una pareja haciendo guarradas. Follar siempre me parecía una guarrada si no era yo misma la que follaba, o al menos, si no estaba del humor adecuado para entender a quien lo hacía. Pero allí había algo raro, la cortina no mostraba el menor movimiento y al entrar no había escuchado ningún rumor, mucho menos jadeos. Y la luz estaba apagada cuando abrí la puerta; al encenderla, alguna expresión de sorpresa debería haber provocado a quien estuviese allí, a no ser que durmiese. Aunque si dormía, con más razón, ya que lo habría despertado.
Me acerqué a la bañera y corrí lentamente la cortina.
Entonces grité. Al menos abrí la boca y traté de que algún sonido saliese de ella. Mientras trataba de salir de allí, aunque sin conseguir desplazarme, vi mi imagen en el espejo: tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, pero de ella no salía ningún sonido. Abrí la puerta, me apoyé en el marco y lo intenté de nuevo. Entonces lo conseguí, solté un alarido que hubiese hecho palidecer de envidia a una actriz de reparto en una película de terror.
A la mujer que yacía en la bañera con una fea y enorme herida en el cuello por la que la vida se le había ido escapando mientras se desangraba no la impresionó en absoluto.
Me dio la sensación de que el rumor de las conversaciones, abajo en el salón, se atenuaba. Grité de nuevo, entonces cesaron del todo.
MARTAYo lo escuché perfectamente porque en aquel momento estaba al pie de la escalera que conduce al primer piso. Empezó como un jadeo ascendente, algo así como uno de esos orgasmos que hombres de vergas enormes, en las películas porno, provocan a rubias rasuradas que han olvidado quitarse las medias y los zapatos de tacones afilados. Algo que, en mi opinión, debe de ser incomodísimo, aunque de utilidad si lo que pretendes es marcar a tu hombre como a una res. Cuando el jadeo se convirtió en un alarido agudo que parecía no terminar nunca, se me heló la sangre. Yo nunca había entendido muy bien la diferencia que hay entre gritar y soltar alaridos, aquel día lo supe sin ningún lugar a dudas.
Entonces apareció aquella chica en la escalera. Con una mano trataba de taparse la boca, aunque estaba tan nerviosa que ni eso conseguía hacer bien. Y no paraba de chillar. Al principio pensé que alguien trataba de violarla. Con tanto tío salido en aquella fiesta no hubiese sido extraño. Además, la chica estaba bien, quizás algo exuberante para resultar elegante, pero ya se sabe que a los hombres ese tipo de chica les llena de fantasías de difícil realización. Creo que he leído alguna estadística que afirma que es ese tipo de mujeres las que tienen un mayor número de posibilidades de ser objeto de una agresión s****l. Pero si alguien hubiese tratado de violarla, en aquel momento ella estaría bajando la escalera a toda prisa. Sin embargo, no se movía de sitio, parecía que alguien le hubiese soldado la mano a la baranda de la escalera. Solo chillaba. Cada vez con más fuerza.
Los chillidos histéricos de aquella chica me hicieron comprender de una forma abstracta que la idea de venir a aquella fiesta no había sido la mejor. Yo quería fastidiar a Raúl, y la ocasión era demasiado buena para desperdiciarla. Encontré deliciosa la idea de hacer convivir a Raúl y a Salvio durante un tiempo prolongado en un espacio reducido. Siempre que puedo humillarlo lo hago, y él también hace lo suyo para humillarme a mí. Díganle a Raúl que les cuente lo de Zuleima, su putilla adolescente. Quizás Salvio sea mi Zuleima, aunque si he de decir la verdad, sería más exacto decir que Zuleima es su Salvio.
Qué más da quién empezó primero.
Aunque fui yo.
Y me alegro.
No crean a quien les hable de una ruptura sentimental sin acritud y les cuente que ella y su marido han llegado a un acuerdo con serena tristeza, un pacto tácito de no agresión. Una mierda, eso no existe, te come la ira por dentro, te descompones. Matarías para sentirte en paz. Intentar una ruptura serena es tan absurdo como pretender que el Padre Santo fiche cada mañana para empezar su trabajo. Deseas hacer daño y lo haces, pegas y encajas, buscas la yugular del otro con tal pasión que olvidas proteger la tuya. Hay momentos en los que no pretendes hacer daño de forma consciente. Da igual, lo haces de forma inconsciente, lo que importa es el sabor de la sangre del otro en tus labios.
Lo que importa es repartir el dolor.
Y cuanto más le toque al otro, mejor.
Cuando te encuentras en una situación de ruptura sentimental, los disgustos se acumulan en tu vida como los folletos publicitarios en el buzón del vecino que está de vacaciones. Y se descargan sobre tu cabeza como una mala noticia en un día ya suficientemente malo por sí mismo.
Así que si quieren divorciarse no busquen una ruptura amistosa, péguenle un tiro a su marido. Hasta él lo comprenderá.
Entonces vi a Raúl, aún mi marido, subiendo la escalera, caminaba con paso mesurado y llevaba un vaso en la mano. Raúl es médico, supongo que nadie mejor que él para atender a aquella mujer presa de un ataque de histeria. La fiesta la daba Pablo, el gerente de una multinacional de publicidad, el lugar donde yo trabajo, así que, gozando del espectáculo, no creo que hubiera muchos médicos. Aunque, si así fuera, tres cuartas partes de ellos estarían borrachos casi con seguridad.
Y Raúl es así, le encanta ir por la vida de buen samaritano, y si a quien hay que ayudar es a una mujer, se convierte en el mejor buen samaritano del mundo. Que se lo pregunten a Zuleima.
La chica de la escalera, entre alarido y alarido, observaba a Raúl y se aferraba al pasamanos señalando algo con la mano extendida y los dedos separados, una forma absurda de señalar. ¿Recuerdan aquellas películas antiguas de terror en las que una rubia pechugona con una mano en el pecho y la otra señalando hacia la puerta por donde aparecería el monstruo de turno componía una expresión aterrada poco creíble? Bueno, algo así, pero a aquella chica nos la creíamos todos.
A mi lado, un grupo de mujeres observaba a Raúl con la adoración reservada para los gilipollas que se ponen en peligro con tal de auxiliar a la muchacha desvalida. Lo tenían tan bien considerado como una jarra de fresca agua cristalina en mitad del Sahara. Un par de ellas incluso se retocaron el peinado.
—Es mi marido —les dije.
SALVIOLa loca aquella que chillaba agarrada a la baranda de la escalera era lo único que le faltaba a la puta fiesta. Marta, la mujer a quien me estaba beneficiando desde hacía algunos meses, me había pedido que la acompañase a una fiesta a la que acudiría gente interesante. En un principio me había negado porque estaba cansado y venía de una semana particularmente agotadora. Además, ese tipo de acontecimientos sociales no son los que me hacen soñar en momentos felices. Pero ella insistió de tal manera que pensé que acabaríamos antes acompañándola un rato y desapareciendo a la primera oportunidad que se me presentara.
Y estaba lo de la gente interesante.
Interesante de cojones, si hemos de ser sinceros. Su marido por ejemplo, un tipo que me sonrió con cara de no saber dónde esconderse. La misma cara que imagino estaba poniendo yo. Marta, sin embargo, era el paradigma de la felicidad y la naturalidad. Se mostraba dicharachera y radiante.
¡Hija de puta!
Me había contado que ella y su marido tenían un acuerdo tácito. De hecho, explícito en muchos puntos, y que no pasaba nada. Muy bien, no pasaba nada, pero en mi horizonte no figuraba la idea de entrar a formar parte de sus problemas y sus acuerdos, fueran tácitos o explícitos. No quería convertirme en accionista de aquel negocio, ni siquiera de una pequeña parte. Marta es una mujer atractiva y, aunque en la cama es un tanto reservada, nos lo pasamos bien follando. Me gustaba estar con ella, es cierto, y no tengo ningún interés en negarlo. Y quizás en algún momento aún me gustase más y entonces veríamos qué pasaba. Pero eso sería cuando tuviese que ser. Cuando me presentó a su marido me sentí como el más estúpido de los gorilas de Tanzania después de caer en una trampa y verse metido en una red colgando de la rama de un baobab a tres metros del suelo. Me hubiese puesto a gruñir como el puto gorila babeante. Estaba lleno de ira, me tentaba la idea de matar al culpable, siempre, claro está, que mi ira fuese culpa de alguien.
«De Marta, estúpido, la culpa es de Marta», me repetía una voz insidiosa en el interior de mi cráneo.
Pero, pensándolo bien, no era cuestión de matar a nadie, con largarse de la fiesta lo más pronto posible y perder de vista a Marta y a su marido la cosa estaba arreglada. La llamaría al día siguiente y le contaría que la semana había sido terrible, cierto, que tenía dolor de cabeza, falso, y que había pensado que tendido en la cama me sentiría mucho mejor, de nuevo cierto.
Un plan perfecto hasta que empezaron a pasar cosas.
La primera cosa que pasó fue la loca de la escalera dando unos gritos que erizaban el vello de la nuca. Creo que hasta el gorila se hubiese asustado.
Y entonces, camino de la escalera, pasó Raúl, el marido de Marta, el tipo que al presentarnos me había sonreído estúpidamente y daba la impresión de no saber dónde esconderse. Caminaba pausadamente y llevaba cosida a la cara una sonrisa de fulano seguro de sí mismo que no dirigía a nadie en particular. Imaginé que, llegado el caso, cualquiera serviría, son esa clase de sonrisas que te pones para que no te monden a palos si lo que estás a punto de hacer no sale como habías pensado. También llevaba un vaso en la mano. Pensé que sería algo fuerte para hacérselo tomar a la loca que daba alaridos. Pero a mitad de escalera Raúl se paró y se tomó el contenido del vaso de un solo trago. Creo que la chica que gritaba lo miró con cierto desencanto al ver que se mamaba el vaso entero.
Probablemente, él también se sentía como el puto gorila. Quizás, emborracharse no fuese tan mala idea. Podríamos hacerlo juntos.
Yo y Raúl me refiero, al gorila lo dejaríamos colgando en la red a tres metros del suelo.
Cuando llegó a la altura de la chica que gritaba le pasó un brazo por los hombros y le dijo algo que evidentemente no pudimos escuchar. Ella lo miró como si fuese el primer ser humano vivo que veía en toda la noche. Luego nos enteramos que más o menos ya era eso.
La chica dejó de gritar y extendió el brazo en dirección a un punto que no veíamos. La manera de extender la mano me pareció un tanto teatral, pero toda la escena era teatral, así que…
Raúl la tomó de la mano y trató de que ella lo condujese hacia el lugar que señalaba. Ella se separó tanto como pudo de Raúl, se aferró con más fuerza a la baranda de la escalera usando las dos manos y señaló varias veces con la cabeza el lugar que ya había señalado hacía un momento con la mano.
Raúl miró el vaso vacío, movió la cabeza con desconcierto y se dirigió hacia allí. Me llamó la atención que ni estando vacío soltase el vaso.
RAÚLMientras subía las escaleras para averiguar cuál era el problema de la chica, me bebí el resto del whisky del vaso que tenía en la mano. En cuanto lo hube hecho empezó a preocuparme la imagen que pudiera estar dando a la gente, que abajo, seguro, estaría mirando. Recordé que en una ocasión una mujer me había dicho que yo tenía un andar preciso. Evidentemente, el día que me lo dijo aún no había comenzado a beber.