Me quedé inmóvil. No podía evitar decir la verdad cada vez que me preguntaba, pero me dije a mí misma que tenía que ir con más cuidado si no quería que me echara de su vida.
— ¿Qué tal tu día? — me anticipé a preguntar para no darle margen a que me dijera algo que no quería oír.
— Digamos que me alegro mucho de que hayas venido a verme.
— Puedo venir siempre que quieras.
— ¿Hasta cuándo?, ¿hasta que te aburras? — preguntó no sin cierta ironía.
— Dudo mucho que me aburra.
— Por supuesto que sí, terminarás aburriéndote.
Negué imperceptiblemente con la cabeza, optando por permanecer callada. La seguí en silencio hasta la puerta de entrada y me situé detrás de ella mientras metía la llave en la cerradura.
— Ya sé que me ves como a una cría, pero tú no eres ningún capricho para mí — volví a hablar más de la cuenta, no podía evitarlo.
— El problema es que ya no sé cómo te veo — suspiró.
— ¿Prefieres que me vaya?
Miró hacia atrás por encima de su hombro.
— No, prefiero que te quedes a cenar conmigo. Por cierto, no sé qué tengo para comer.
— Da igual, tampoco tengo mucha hambre. Lo que tengo es frío.
Giró sobre sí misma en el amplio hall y me cogió los dedos, que asomaban por la escayola, atrayéndome hacia ella para que entrara.
— Estás helada — exclamó cuando tocó mi mano—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí fuera?
— No lo sé, un rato.
— ¿Cuánto es un rato para ti? — comprobó la hora en el reloj.
— No importa.
— ¿Cómo qué no? ¿Quieres pillarte una pulmonía o qué?
Me encogí de hombros.
— Si me ingresan y me cuidas tú, no me importaría. Así te vería todos los días.
— Ya me ves todos los días.
— No lo suficiente.
— ¿No lo suficiente para qué?
— Para no echarte de menos.
Clavó sus ojos del color de la miel en los míos.
— Dime, ¿qué voy a hacer contigo?
No pronuncié una palabra, aunque pensé — lo que quieras—. Sin embargo, no conseguí evitar que mi propio pensamiento se reflejara en mi cara.
— No hace falta que contestes. Era una pregunta retórica — aclaró con rapidez en cuanto interpretó mi mirada.
— No iba a hacerlo —me reí.
— Kara...
Me desprendí de la mochila y le entregué mi abrigo cuando me hizo una señal para que me lo quitara.
— La verdad que tienes mérito. Nunca te he oído quejarte y aún no sé cómo puedes ir a clase escayolada, cargando con la mochila y la muleta.
— Es fácil. Que me atropellara Cat es lo mejor que me ha pasado en la vida, te conocí a ti. Y si me quedo en casa convaleciente no podría estar ahora contigo. ¿De qué iba a quejarme? Todo es perfecto.
— Definitivamente, lo tuyo es increíble — suspiró.
Miré a mí alrededor. Desde el recibidor se divisaba el amplio salón y un pasillo grande con muchas puertas. Las molduras eran blancas, al igual que las puertas, que contrastaban con el azul grisáceo de las paredes.
— Tienes una casa preciosa, en consonancia con la dueña — añadí con cautela—. ¿Podría ir al cuarto de baño, por favor?
— En consonancia con la invitada, diría yo — precisó señalando la puerta más cercana.
Salí del cuarto de baño y vi la luz de la cocina encendida. Avancé hacia allí, deteniéndome en el umbral de la puerta. La visión de Lena en su propia casa me había vuelto a cortar la respiración. La observé en silencio. Apoyada en el fregadero frente al grifo abierto, parecía ausente además de cansada. Se llevó una pastilla a la boca y bebió un largo trago de agua, del que la había visto servirse en un vaso directamente del caño.
— ¿Te duele la cabeza? — entré en la cocina. Se sobresaltó ligeramente cuando me oyó y miró en mi dirección —. Perdona, te he asustado.
— No pasa nada — sonrió.
— ¿Te duele la cabeza? — volví a preguntar, cuando estuve a su lado.
— Un poco, pero no es nada.
Me fijé en la piel oscurecida bajo sus ojos. La luz de la cocina era blanca e intensa, permitiéndome verla con nitidez por primera vez aquella noche.
— Estás cansada, es mejor que me vaya.
— No, de verdad, me apetece que te quedes.
— Yo preparo la cena entonces.
— La preparo yo, tú eres la invitada.
— ¿No te fías de mí? Cocino mejor que en tu clínica, ya lo verás.
— Eso no es difícil de superar.
— Lo sé — me reí—. Por eso lo digo, ven conmigo — cogí su mano y la guie fuera de la cocina.
— ¿Dónde me llevas?
— Al salón, ¿es aquí, verdad?
Encendió la luz con la mano que le quedaba libre antes de cruzar la entrada. Aquella sala era espectacular, pero mis ojos se dirigieron al piano n***o de cola que lucía poderoso en una esquina.
— Guau, ¿es un Steinway & Sons? — exclamé.
Me miró con sorpresa.
— ¿También sabes de pianos?
— ¿Lo es? — insistí.
Asintió con una sonrisa.
— Era de mi madre.
— ¿Tocaba el piano?
— Sí, era pianista.
— ¡Qué genial! ¿Tú lo tocas? — pregunté cuando llegamos junto al sofá blanco en forma de ele.
— No. Siempre quiso que aprendiera, pero yo nunca tuve mucho interés. Apenas recuerdo lo que me enseñó cuando era pequeña y ahora, cada vez que lo miro, no sabes cuánto me gustaría haberle hecho caso.
— Esas cosas pasan. Pero tiene fácil solución, puedes aprender ahora.
— ¿Ahora?
— Sí. Y no empieces con que también eres muy mayor para eso.
— No he dicho nada — se defendió.
— Túmbate y descansa un rato en lo que yo preparo la cena.
— ¡Pero que estoy bien! —protestó—. ¿Cómo voy a dejar que prepares tú la cena?
— Dejándome — le empujé suavemente los hombros para que se tumbara.
— ¿Y ahora qué haces? — preguntó dejándose caer en el sofá.
— Quitarte las botas — se echó a reír, contagiándome la risa a mí también—.
¿Puedo ver el piano?
— Por supuesto.
Caminé hasta él todo lo rápido que la escayola me permitió y lo admiré detenidamente.
— Es precioso.
— Puedes abrirlo, incluso puedes tocarlo si quieres. ¿También sabes tocar el piano, verdad?
Levanté la vista un instante y la miré desde el otro extremo del salón. Volví al Steinway y lo rodeé para apreciarlo desde todos los ángulos. Lena continuaba tumbada en el sofá, pero se había acostado de lado para seguirme con la mirada.
— Voy a preparar la cena — anuncié encaminándome hacia ella.
— No — alcanzó mi mano desde su posición y tiró de mí para que no me fuera—. Ven, siéntate.
Me giré para buscar asiento en el otro sofá, pero me lo impidió de nuevo tirando otra vez de mi mano.
— Aquí, conmigo — se movió para hacerme sitio y me senté despacio evitando tocarla. No quería que pensara que aprovechaba la más mínima oportunidad para buscar lo que estaba deseando en todo momento, su proximidad. Los latidos del corazón se me habían vuelto a acelerar desde que sintiera su mano en la mía y ahora, sentada junto a ella, me era imposible obviar su cuerpo tumbado a tan corta distancia—. La llevas puesta — dijo pasando el dedo índice por encima de la pulsera que me había regalado el día anterior.
Bajé la vista a su mano sobre la mía.
— Solo me la he quitado para ducharme. Aún huele a ti.
— Mira.
Por fin tuve el valor de mirarle a los ojos desde que m sentara a su lado.
— Detrás de ti — levantó las cejas indicándome el lugar—, tus rosas.
Efectivamente, el enorme ramo de rosas presidía la mesa situada detrás del sofá, en un jarrón blanco opaco.
— No es posible que aún no se hayan secado todas. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
— Hoy hace exactamente treinta y seis días. No he dejado de echarles aspirinas para que duraran lo máximo posible.
— Parece que lo has conseguido.
— ¿Te gustan? — me preguntó con una mirada pícara.
— Sí, son muy bonitas.
— Mentirosa — rio—, a ti no te gustan.
— Sí me gustan — me reí también— Tal vez me gusten más otras cosas, pero son bonitas.
— ¿Qué cosas?
— Tu pulsera, por ejemplo.
— ¿Y qué más?
La miré otra vez. Ella, a su vez, me contemplaba mientras esperaba a que le contestara.
— No lo sé. Me gustan muchas, casi tantas como las que detesto.
— Hummm, no está mal. Yo detesto muchas más de las que me gustan.
— ¿Y cuáles te gustan además del mar, la playa y los minerales? —quise saber.
— Tus manos.
— Gracias — murmuré con timidez.
Deslizó su mano debajo de la mía.
— ¿Qué tal llevas las escayolas?
— Bien — estaba más pendiente del movimiento de sus dedos sobre mi piel que de la conversación.
— ¿Y el pecho?
— Bien también, gracias.
— ¿Te has echado la pomada?
— Sí, esta mañana.
— Tienes que echártela tres veces al día por lo menos.
— Ya, pero es que he ido a clase y luego tenía prácticas.
— La cuestión es que creo que no deberías estar yendo a clase todavía. Que te den el alta no significa que estés recuperada del todo.
— No me quiero quedar en casa.
— ¿Por qué no?
— Ya sabes el motivo.
— No, no lo sé. Dímelo.
— Porque en ese caso no podría verte.
— No me parece razón suficiente.
— A mí sí — repliqué.
— Déjame ver cómo lo tienes — dijo incorporándose en el sofá.
— Lena... no...
— No seas boba.
— ¿Qué tal va tu dolor de cabeza?
Sonrió ante mi estúpida forma de tratar de distraerla de su propósito.
— Perfectamente. Anda, déjame verlo.
— No, por favor.
— Como quieras... — suspiró y se levantó del sofá, abandonando el salón al instante.
Escuché sus pasos hasta que dejaron de oírse tras una puerta y al rato volví a oírlos de vuelta al salón. Me giré cuando entró.
— Toma, al menos date esto mientras preparo la cena — me dijo alcanzándome una cajita rectangular de color amarillo.
La acepté por el respaldo del sofá.
— No te enfades, por favor.
— Ya sabes dónde está el baño — dijo antes de volver a salir por la puerta del salón.
Seguí sus pasos hasta la cocina, donde la encontré con la puerta del frigorífico abierta.
— ¿Me ayudas por favor? — cambié de opinión tan rápido como supe que le había molestado mi negativa.
— No — respondió sin ni siquiera mirarme y continuó revisando las existencias de su nevera.
Di media vuelta de inmediato y salí por donde había entrado para dirigirme al cuarto de baño.
— ¡Kara! — noté que corría detrás de mí. Reconozco que me encantaba cuando me llamaba por mi nombre. Me giré para mirarla—. ¡Claro que te ayudo!
— Muchas gracias — esperé a que me alcanzara.
— De nada — cogió la caja de mi mano y me llevó al fondo del pasillo.
Entramos en una habitación. Supuse que era la suya, pero no hice preguntas. Había una cama muy grande de madera blanca, que resaltaba con las patas de aluminio pulido y un par de mesillas a juego. A un lado se encontraba un sofá de tres plazas tapizado en blanco frente a una mesa baja, al otro lado aparecía un espejo, en el que nos reflejábamos y que compartía la pared con un armario. Pensé que me llevaría al cuarto de baño de dentro de la habitación, pero se detuvo al borde de la cama. Reparé de nuevo en una de las mesillas. Una funda de plástico transparente protegía el retrato que le había hecho a lápiz la tarde anterior en DEO.
— Aún no he tenido tiempo de enmarcarlo —me había seguido con la mirada.
Estaba claro que era su habitación. No es que hubiera muchas dudas, pero aquello lo confirmaba. Me quité el jersey y me desabroché los botones de la camiseta hasta que se abrió por completo, dejando ver la venda que cubría mi tórax. Luego, me deshice también de la camiseta.
— Buen vendaje, ¿es tuyo?
Asentí con la cabeza. Tiré del esparadrapo sujeto a mi hombro izquierdo para liberar la venda. Fui desenrollándola al tiempo que trataba de enrollarla en mi mano, pero no conseguía hacerlo bien y aunque me ayudaba de mi otra mano, la escayolada, comencé a sentir los brazos excesivamente cansados.
— ¿Me ayudas, por favor? — me rendí y la miré. Ella me observaba sin mediar palabra, supe de su disconformidad por su mirada—. No te enfades, por favor — susurré.
Sacudió la cabeza sin disimular su absoluta desaprobación. Después, tomó la venda en sus manos y fue dejando mi piel al descubierto.
— j***r, Kara — musitó también, cuando ya no quedó venda que ocultara mi estado. Me miré, después levanté la vista hacia ella con reparo—. Esto no está bien, ¿te duele?
— No.
— No me mientas.
— Un poco.
— Anda, siéntate — dijo apoyando su mano en mi hombro.
Me senté despacio en el borde de la cama.
— Quiero que dejes de ir a clase hasta que no te hayas recuperado — suspiré y bajé la vista al suelo—. Tienes que cuidarte.
— Estoy bien.
— No, no lo estás. No puedes ir por ahí haciendo tu vida normal como si no te hubiera ocurrido nada.
— Solo estoy un poco cansada, eso es todo.
— ¿Cuánto tiempo has estado ahí fuera esperándome? ¡Y no me contestes que un rato!
— Una hora y media, quizá algo más.
Suspiró.
— ¿Dónde has conseguido mi dirección?
— En la guía telefónica de Internet.
— ¿Cómo has llegado hasta aquí?
— En autobús. No le he dicho a nadie dónde vives, Alex me ha dejado en casa y allí he cogido el autobús.
— ¿Por qué no te has quedado en casa entonces?
— Porque quería verte — respondí sin levantar la vista del suelo de madera de abedul.
— ¿Por qué? — me encogí de hombros, pero no hablé—. ¿Por qué? — volvió a preguntar, aunque su tono se había suavizado.
Apoyé los codos en las rodillas y hundí la cabeza entre las manos. No sabía qué contestar más que la verdad que ella misma conocía de sobra. Pero eso prefería no hacerlo en aquel momento.
Se acercó a mí y posó su mano en mi cabeza acariciándomela.
— Te propongo un trato — su voz se había dulcificado aún más—. En lugar de ir a clase vas a venir aquí y vas a dejar que te cuide de una vez por todas. Vas a hacer exactamente lo que te pida, sin rechistar. Cuando te diga que comas, comerás; cuando te diga que duermas, dormirás; cuando te toque la cura, no pondrás excusas que retrasen el proceso. Mañana tengo que ir a trabajar, pero intentaré coger el jueves y el viernes libres para estar aquí contigo. Me deben días. Mañana a primera hora te paso a buscar y te traigo aquí. Estaré de vuelta sobre las cuatro y media como muy tarde. Durante mi ausencia quiero que descanses, que no fuerces el tórax caminando. Si te aburres, estudias. ¿Ha quedado claro?
— Clarísimo — me apresuré a contestar. Me sentí feliz.
Me cogió de la barbilla, levantándome la cara para mirarme a los ojos.
— ¿Me lo prometes?
— Te lo prometo — aseguré—. Haré todo lo que tú me digas, te lo juro.
— Más te vale — dijo—. Ahora túmbate.
La miré tímidamente mientras se sentaba a mi lado sobre la cama.
— ¿Por qué tampoco dejas a tu madre que cuide de ti?
— Para aparentar que estoy bien y que no me deje encerrada en casa.
Sonrió para sí extrayendo el tubo de la caja.
— ¿Estás obsesionada con el hecho de quedarte en casa o me lo parece mí?
— Estoy obsesionada con cualquier cosa que me impida verte.
Levantó la vista y me miró. Tenía la mirada serena, como jamás la había visto antes. Me estudió unos instantes en silencio. Le mantuve la mirada con apuro, pero conseguí no apartarla de aquellos ojos que asimilaban mis sinceras palabras, sin enjuiciarlas ni rechazarlas. Continué observándola cuando se centró en extender la pomada por mi piel amoratada. El tacto suave del edredón bajo mi espalda desnuda me daba calor y compensaba la mitad de mi cuerpo, desvestido en mitad de su habitación. Miré su pelo ondulado, que caía cubriéndole casi la mitad del pecho. Después regresé a su rostro. Había desaparecido la piel oscura bajo sus ojos y parecía menos cansada que cuando la vi en la cocina. Trataba de no pensar en su mano, libre de guantes por primera vez, sobre mi dolorida piel. Pero no me resultaba fácil abstraerme, a pesar de que el tacto directo había desaparecido por la espesura del ungüento. Contemplé sus labios carnosos, perfectamente dibujados, y no pude evitar pensar en lo afortunadas que fueron cualquiera de sus amantes anteriores teniendo el privilegio de besarlos. Era consciente de que no dejaba de mirarla. Lo había hecho siempre que me cuidaba mientras yacía en la cama de la clínica privada. Al menos esta vez ocurría en su propia cama.
La situación había cambiado favorablemente hacia mí. Hice un esfuerzo por ignorar sus dedos moviéndose por la parte inferior de mi pecho. No quería que mi cuerpo reaccionara al estímulo, aunque lo estuviera deseando. Hasta aquel instante había esquivado hábilmente esa zona. Siempre lo hacía. Esa parte de la piel la cubría cuando la aplicación estaba llegando a su fin.
— ¿Has ido hoy a DEO? — quise romper el silencio que compartíamos y desviar así su atención sobre mi cuerpo, empeñado en responder a su tacto.
— No, he estado en casa y luego he salido a hacer un recado — respondió, sus ojos no me miraron.
— Espero que no se manche el edredón — hablé otra vez, cuando sus dedos resbalaban ahora por encima de mi pecho.
— Si se mancha se lava, es una funda.
No había manera de que levantara la vista de su cometido.
— Tienes una habitación muy bonita y la cama es genial — me tensé tan pronto terminé de pronunciar estas palabras. No quería que pensara en una connotación s****l cuando le mencioné su cama.
— ¿Genial? — sonrió.
Parecía medio idiota con mis comentarios, pero la situación no me dejaba discurrir hacia nada inteligente.
— ¿Tú también ves la tele desde la cama? — otra vez volví a pronunciar la maldita palabra cuando vi el LED reflejado en el espejo—. Lo digo porque yo sí que lo hago. No te creas que desde hace mucho, solo desde que David pasa más tiempo en casa. No me suele apetecer verla con ellos en el salón.
Sus ojos me miraron al fin, a pesar de haber comenzado ya con mi otro pecho.
— ¿No te llevas bien con él?
— No lo sé, no me llevo sencillamente.
Quizá estos días en la clínica hemos mejorado.
— No era un reproche, tan solo una pregunta — aclaró interrumpiendo la aplicación.
— Lo sé — dije—. Tampoco me llevo mal. Es el novio de mi madre y yo les dejo a su aire. Pero no puedo verlo como a un padre, si es lo que pretenden. No necesito uno y menos a estas alturas. Aunque en realidad tampoco es que lo pretendan, no lo sé. Es un poco confuso todo. Supongo que querrán casarse, formar una familia y que yo sea parte de ella. Ahí es donde no sé cómo lo voy a hacer. Bueno, sí, yéndome de casa, pero entonces mi madre me diría que no se casa y yo tampoco quiero eso, porque tiene todo el derecho del mundo a hacerlo y ser feliz, infeliz o lo que sea... Total, un rollo.
— Un rollo — repitió. Sin embargo, sonó afligida.
— Toda esta movida por no ponerse una goma aquella noche.
— ¡Kara! — exclamó, pero una risa escapó de su garganta.
— Es verdad lo que digo. Con un condón todo se hubiera solucionado. Yo no estaría aquí y ya no sería ni un problema ni una carga.
— No digas eso, me apuesto el cuello a que tu madre jamás lo ha pensado. Además, de ser así, yo tampoco te hubiera conocido — dijo terminando de cubrir la piel de mi pecho.
— De eso que te libras tú también — me reí—. ¡Por Dios, ya está la cría esta quedada conmigo por aquí otra vez...! — puse los ojos en blanco, como si imitara su reacción cuando me veía aparecer.
— Yo no pienso eso — negó con la cabeza, una sonrisa de medio lado se dibujó en su rostro mientras me observaba.
— ¿Ah, no? ¿Y entonces qué piensas?
— Que eres preciosa, inteligente y divertida. Y que no tienes ni idea de lo que me alegro de que tus padres no utilizaran anticonceptivos aquella noche — dijo mirándome fijamente a los ojos. Después, besó mi hombro desnudo y se levantó de la cama.
El suave beso sobre mi piel me había erizado el vello. Giré la cabeza para seguirla con la mirada hasta que entró en el cuarto de baño. Oí correr el agua. Tenía la mirada fija en el marco blanco de la puerta y me encontré con la suya cuando apareció de nuevo en mi campo de visión, secándose las manos con una toalla. Apoyó el hombro en el marco sin dejar de mirarme.
— Y también pienso... que por qué demonios no tengo veinte años menos...
Lo sabía. No pude quitarme aquella frase de la cabeza durante toda la noche, tampoco pude olvidar la sensualidad que contenía su beso acariciando mi piel desnuda.
DEO