Aquella noche soñé con Lena. Era muy temprano cuando me desperté con su recuerdo. Era demasiado real. Miré a mi madre, que seguía durmiendo, y cerré los ojos tratando de sumergirme de nuevo en aquel sueño que continuaba latente en mi cabeza. Un suave y cálido tacto envolvió los dedos de mi mano derecha. Giré la cabeza en esa dirección y abrí los ojos. Cuando vi a Lena junto a mi cama pensé que aquella visión era parte del sueño, luego empezó a hablar y fui consciente de que aquello estaba pasando en realidad.
— Buenos días — susurró—. ¿Has dormido bien?
— Buenos días — la miré con los ojos entreabiertos—. Sí, muy bien, ¿y tú?
— ¿Qué tal te encuentras hoy?
— Mucho mejor — dije acariciando su mano instintivamente. Cuando me di cuenta de mi propia muestra de cariño, me quedé paralizada pensando en que quizá mi gesto la habría molestado. Sin embargo ella solo sonrió y continuó con su mano en la mía.
— Siento haberte despertado, pero son casi las nueve y hay que darte la pomada. Tendríamos que habértela dado a las ocho pero me daba pena despertarte. Cierra los ojos — añadió alejándose y abriendo las cortinas.
La luz del día me cegó unos instantes. La observé mientras ella miraba por la ventana. Su pelo parecía más oscuro bajo los rayos del sol. Llevaba una camisa negra y un pañuelo alrededor del cuello, que contrastaban impactantemente con su melena negra y el color de su piel. Me quedé hipnotizada por aquella espectacular belleza. Cuando sus ojos me miraron el pulso se me aceleró.
— Tu madre ha ido a desayunar, subirá en un rato.
Asentí a modo de respuesta. Me había quedado sin voz. Sentía la garganta seca y no pensaba que pudiera pronunciar una sola palabra sin que se notaran mis palpitaciones.
— ¿Te ha comido la lengua el gato?
Negué con la cabeza y apreté con fuerza los dedos contra las escayolas en un intento por controlar el temblor.
— ¿Te encuentras bien, Kara? — preguntó acercándose a la cama otra vez.
Asentí una vez más porque seguía sin poder hablar. El pulso me latía descontroladamente en el cuello, como jamás me había ocurrido antes.
— Estás temblando — observó cuando estuvo a mi lado—. ¿Tienes fiebre? — Su mano se posó en mi frente—. No lo parece — la oí murmurar—. Tienes el pulso a mil por hora — habló otra vez.
Su mirada se movió rápida. Analizó las vías, después el gotero y de un solo golpe retiró la sábana y observó bajo la gasa. Estudió mi cuerpo desnudo y me separó el muslo derecho suavemente para mirar entre mis piernas.
— ¿Te molesta la sonda? — volví a negar con la cabeza—. ¿Te duele el pecho? ¿Tienes ganas de vomitar? Háblame, por favor, Kara.
— Estoy bien. No me duele nada — me tembló la voz. Sentía mucho calor y el sudor me empapó las sienes.
Me cubrió de nuevo cuando reparó en la tensión de los músculos de mi rostro. Se apoyó contra la cama y pasó los dedos por mi sien, secándome el sudor.
— ¿Qué te ocurre?
Cuando volvió a acariciarme me di cuenta de que sus dedos se habían humedecido con mi propio sudor.
— Nada, de verdad. Estoy bien — respondí sin mirarla.
Bajó la mano y me cogió de la barbilla girándome la cara para que la mirara.
— Me has asustado, ¿lo sabes?
— Lo siento — murmuré, pero no la miré.
Tragué saliva cuando su mano volvió a dirigirse a mi cuello. Todos los esfuerzos que había hecho para controlarme se desvanecieron para volver a sentir cómo el pulso golpeaba contra las yemas de sus dedos.
— Tranquila — susurró, y dejó apoyada la mano sobre mi cuello.
Apenas podía apreciar el peso de esta pero sí su calor, y de vez en cuando, el suave roce del pulgar contra mis palpitaciones.
— Hay que bañarte — dijo en voz baja cuando esperó a que me tranquilizara.
Antes de que me diera tiempo a reaccionar habló otra vez.
— Por cierto, ¿has ido al baño?
— No.
— Pues tienes que ir.
— Aquí no puedo.
— ¿Quieres un laxante?
— No, gracias.
— Kara, tienes que ir.
— Lena, no. No pienso hacerlo en tu turno.
— Me da igual que sea en el mío o en el de Samantha, pero lo tienes que hacer.
— Si quieres que vaya al baño iré, pero a ese de ahí — dije señalando la puerta que había detrás de ella.
— Aún no puedes levantarte.
— Haz que alguien me ayude y lo haré.
— Te morirías de dolor, Kara — suspiró.
— Prefiero morirme de dolor a que me pongas una cuña.
— ¿Pero por qué eres tan cabezota con ese tema?
— ¿De verdad hace falta que te lo explique?
Me miró fijamente a los ojos.
— Entonces no me dejas otra opción que delegar mi trabajo en otra compañera.
— ¿Me estás haciendo chantaje? — le sostuve la mirada.
— No, en absoluto. Pero yo soy tu médico y tú mi paciente, y si no me dejas hacer bien mi trabajo lo mejor será que lo haga otra persona. Tú estás aquí para ponerte bien.
— Y yo quiero que lo sigas siendo, pero no me pidas eso.
— ¿Sabes lo que tardaría cualquiera de mis compañeros en ponerte un enema? — me preguntó sin apartar la vista de mí —. Es que ni siquiera te darían la posibilidad de hablar, como te la estoy dando yo.
— De acuerdo — suspiré—. Luego, en el turno de Samantha.
— ¿En el de Samantha? — preguntó llevándose las manos a las caderas.
— Sí — respondí asintiendo al mismo tiempo.
— ¿En el mío no? — sonrió incrédula.
— No.
— Esto es increíble — exclamó—, en mi vida he conocido a alguien parecido...
La observé con aquella expresión de asombro reflejada en el rostro y los brazos en jarra. Me encogí de hombros y sonreí.
— A mí no me hace gracia.
— ¿Qué quieres que te diga? Pues sí, tengo estreñimiento psicológico, a todo el mundo le pasa. Además, para que salga tendrá que entrar, y no he comido nada desde el sábado por la mañana.