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Mientras Damián conducía rumbo a la empresa, el silencio entre nosotros estaba cargado de todo lo que no dijimos, pero que nuestros cuerpos gritaban. Yo mantenía la mirada perdida en la ciudad que se deslizaba por la ventana, aún con el leve cosquilleo en los muslos provocado por su mano momentos antes. Me gustaba cómo él sabía cuándo tocarme y cuándo no, cómo podía provocarme con un solo gesto, para luego hacer como si nada. Era cruel y delicioso.
El tono del teléfono interrumpió el momento. Él contestó y activó el altavoz sin decirme nada, como si supiera que yo iba a escucharlo igual.
—¿Damián? —La voz gruesa, grave, rugió a través del altavoz.
Era el señor Volkov. Y su tono no admitía demora.
—Aquí estoy —respondió él, con su tono firme pero respetuoso.
—Quiero que desayunen
