Sofía.
Terminé de empacar todo para la hora del almuerzo. Guardé una manta de cuadros, algunos cojines que Camillo trajo por petición de Amos, y una provisión de vasos, cubiertos y platos desechables. Era la primera vez que me sentía abrumada por una mezcla de ansiedad y un nerviosismo dulce, la clase de temblor que solo produce la incertidumbre sobre la reacción de un ser querido.
El menú era sencillo, pero especial para nosotros: pizza de pepperoni —la favorita de los Martileni—, refrescos variados y, por supuesto, el pastel de chocolate que horneé la noche anterior, el preferido de Marius. Sería un almuerzo pequeño, íntimo, entre los ocho, en la terraza de la universidad, nuestro breve oasis privado.
Los hermanos menores no sabían nada de este plan. Habíamos decidido mantenerlo estri
