El zumbido agudo de las ruedas de las camillas contra el suelo encerado era lo único que se oía entre el caos. El ambiente del hospital estaba cargado con el olor a desinfectante, metal y miedo. Las luces blancas del pasillo, frías e impasibles, bañaban los rostros pálidos y tensos del personal médico que corría de un lado a otro con precisión quirúrgica, pero con la angustia bailando en sus pupilas. —¡Llévenlo al quirófano uno, ya! ¡Está perdiendo mucha sangre! —gritó uno de los doctores, con guantes manchados y el ceño fruncido mientras sujetaba la camilla donde yacía Alan, inconsciente, cubierto por sábanas empapadas en rojo oscuro. Un reguero carmesí quedaba a su paso como una estela de tragedia. —¡Y a ella, a la sala de trauma leve! ¡La herida del brazo necesita limpieza inmediata!

