ENEMIGOS EN LA PROPIA CASA

1215 Palabras
**RITA** Sonrió, y en un instante, el gigante de mi infancia brilló en sus ojos cansados. Era mi padre, mi protector, mi primer amor, recordándome que siempre sería su niña, amada y respetada, sin importar las tormentas. Le hablé de los hoteles, de cómo estaban funcionando como esperábamos, de las reservas que subían y del esfuerzo constante del equipo de Sergio, quien antes de irse a Inglaterra había dejado todo en orden. La confianza en esos detalles me ayudaba a mantener la estabilidad, a no sucumbir a la angustia. Mi padre asintió lentamente, con una lentitud que parecía costarle una energía inmensa, casi como si cada movimiento fuera una hazaña. Sin embargo, sus ojos estaban fijos en los míos, atentos, formando un puente invisible de comunicación que ninguna enfermedad podía romper. Sabía que me escuchaba, que cada palabra que salía de mi boca era un hilo que nos unía más allá de las palabras. Era un acto de amor silencioso y profundo. —Tu hermano y su familia tuvieron que volver a Inglaterra. Los negocios allá lo necesitan. Pero me prometió que regresaría pronto —murmuró, sintiendo esa pesada sensación de ausencias que siempre vuelven en momentos críticos. La distancia, aunque física, parecía un peso que enterraba un poco más su presencia en nuestras vidas. —Y Sergio también volverá. Ya sabes cómo es —dije en un tono más calmado, con una ligera nota de confianza. La familiaridad con mi hermano, con su carácter inquieto y su dedicación, era un consuelo en medio de la incertidumbre. Una sonrisa breve, casi un eco de las que solían adornar su rostro en tiempos mejores, apareció en sus labios. Esa pequeña curva, ese gesto que parecía insignificante, me produjo un alivio que superaba cualquier medicamento. Era un recordatorio de que, aun en esa fragilidad, aún conservaba su esencia, su humor, su manera de seguir luchando. —Al final… siempre eres tú la que se queda —expresó, con esa voz que llevaba un peso invisible, y el silencio que siguió fue el más pesado que había experimentado. Era una verdad desnuda, como una confesión que llevaba décadas guardando en su corazón: siempre soy yo la que se queda, la que sostiene la nave en medio de la tormenta, la que escucha los lamentos de todos, la que se asegura de que nada se hunde por completo. Y aunque ese peso a veces me abruma —como si cargara con el mundo en los hombros—. También encontraba en esa responsabilidad un sentido profundo, una razón para seguir. Era un propósito que nada más podía igualar: cuidar y mantener la esperanza, aunque a veces fuera solo para él o para mí misma. —No me molesta quedarme, papá —le dije, mirándolo a los ojos—. Me gusta estar contigo. Su risa seca, un sonido que era más vibración que carcajada, resonó en su pecho, vibrando con esa esencia de humanidad que no podía desaparecer, incluso en medio de la enfermedad. La compartí con él, con la garganta anudada por la emoción, porque en esos momentos, incluso en medio del caos, lográbamos encontrar una chispa de luz, una forma de bromear y recordar que, aunque el mundo fuera un lugar turbulento, aún quedaban instantes para reír y sentir. —¿Dónde está ella? —preguntó, rompiendo el silencio con esa pequeña necesidad de saber que ella seguía cerca, que también formaba parte de nuestro pequeño mundo en medio del caos. —Pasa en su dormitorio —me respondí con una sonrisa suave—, no la he dejado entrar para que te mejores pronto y tú sepas qué hacer con ella. Es un modo de cuidarla y cuidar también de ti. Me acomodé en la silla, apoyando la cabeza en el borde de la cama, observando su rostro envejecido, esas arrugas que narraban historias de una vida plena, de luchas y amores. En ese instante, por unos momentos, el mundo exterior desapareció completamente. No existían empresarios distantes, ni adversidades encubiertas, ni problemas que nos desgarran. Solo estábamos él y yo, en esa intimidad que ningún tiempo, ninguna enfermedad, podría alterar. Como siempre, en la sencillez de ese vínculo inquebrantable que nos mantenía juntos, en la quietud de ese espacio donde solo importaba que, en medio de la tormenta, aún nos quedaba la esperanza y el amor que nos seguía sosteniendo. El peso del silencio de la noche caía sobre la casa, una presencia densa y pesada que parecía absorber toda esperanza y luz. Me moví con cautela, la bandeja de medicinas en la mano, consciente de cada paso, de cada respiración en la penumbra. Papá, ya más tranquilo, podía hablar con un eco del hombre que siempre fue, aunque todavía necesitaba ayuda para conciliar el sueño y aliviar su sufrimiento. Lo observé por unos minutos, esperando a que su respiración se volviera más lenta y profunda, como un ritual silencioso que confirmaba su paz momentánea. Cuando el efecto del medicamento lo envolvió en un profundo sopor, me levanté con cuidado, dejando tras de mí solo el silencio absoluto y la paz de su descanso. Cada movimiento calculado, cada suspiro contenido, buscaba no perturbar esa frágil tranquilidad que habíamos logrado, en un contexto donde uno nunca sabe cuándo la calma puede romperse. Al salir de la habitación, el pasillo se extendía largo y oscuro ante mí, un corredor que parecía susurrar secretos en cada sombra. Un escalofrío recorrió mi espalda, una sensación que no lograba explicar del todo, pero que era tanto físico como psicológico. El silencio en esta mansión no era de paz, sino de intriga, de hambre contenida. Era un silencio que parecía observarme, con ojos invisibles, desde los retratos en las paredes, desde las sombras que se alargaban en las esquinas. Como si la casa misma guardara secretos antiguos, esperando ser desvelados. Y allí, como una estatua tallada en la penumbra, se encontraba ella. Marta. La espía. La sombra que Julia Elena había dejado plantada en cada rincón, en cada mirada, en cada susurro. Sus ojos, dos puntos oscuros y profundos, me observaban de reojo. Nunca me miraba de frente, siempre en perfil, en espera, en silencio. Sus palabras eran siempre neutrales, su voz un murmullo sin emoción, como un eco lejano que no quería ser entendido. Pero la conocía bien. Conocía su lealtad, su obediencia ciega a la mujer que la había contratado, sin cuestionar, sin dudar. —Señorita, ¿desea algo de comer? —indagó, y esa pregunta, tan banal en apariencia, me sonó, a veneno, una trampa encubierta. Como si cada palabra fuera una flecha dispuesta en la cuerda tensa de la tensión que permeaba la casa. Me detuve, crucé los brazos sobre el pecho, sintiendo cómo la sospecha se anclaba en mi interior. El sabor amargo de la duda subió a mi garganta, denso y familiar, como un recuerdo que nunca se desvanecía del todo. La escena parecía repetirse, como un ciclo sin fin, en el que la traición se escondía en cada gesto, en cada silencio. —Ni loca como algo que venga de ti —solté, con un tono que no buscaba suavizar, sino dejar claro que no confiaba, que no era ingenua ni tonta. La sinceridad de mi desconfianza era mi única arma en esta lucha silenciosa.
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