EL HERMANO PROTECTOR

1127 Palabras
**SERGIO** Nos abrazamos fuerte, con esa fuerza que solo existe entre padre e hijo cuando el tiempo y la distancia han creado un vacío que necesita llenarse de golpe. Años sin vernos cara a cara, comunicándonos solo por videollamadas pixeladas y mensajes de texto que nunca logran capturar la esencia real de lo que queremos decirnos. Negocios interminables, carreras que no se detienen, compromisos que me mantienen atado a una vida que elegí, pero que a veces se siente como una jaula dorada. La vida en Inglaterra me ha dado mucho, es cierto. El reconocimiento internacional, los contratos millonarios, la adrenalina de correr en los circuitos más prestigiosos del mundo, el respeto de pilotos que admiro desde niño. Pero también me ha quitado momentos como este, me ha robado los domingos familiares, las cenas navideñas, los abrazos espontáneos, las risas sin agenda ni cronómetro. “¿Cómo va todo en Londres?”, preguntó con ese orgullo paternal que siempre me emociona y me presiona a la vez. Sus ojos brillaban con esa mezcla de admiración y nostalgia que solo un padre puede tener cuando ve que su hijo ha conquistado el mundo, pero ya no es el niño que solía ser. “Bien. El equipo está sólido. La temporada pinta intensa”, respondí con la versión resumida y pulida que siempre ofrezco, esa que no incluye las dudas, los miedos, las noches de insomnio repasando cada curva mal tomada. No le conté que hace tres semanas casi me estrello en Silverstone por querer adelantar en una curva imposible, movido por esa arrogancia que a veces me ciega y me hace creer que soy invencible. No le conté que la velocidad me salva y me consume al mismo tiempo. Cada vez que me subo al monoplaza, siento que estoy huyendo de algo, pero también corriendo hacia ello. No le conté que hay días en que la soledad de vivir a 300 kilómetros por hora me parece menos aterradora que la soledad de vivir a velocidad normal. Me guardo eso, como tantas otras cosas. Sueño a veces que me estrello, no por accidente, sino porque es la única forma de sentir algo real. Extraño más la comida de casa que a las personas, porque admitir lo contrario sería reconocer que he priorizado mal. Rita apareció como un fantasma, su mirada de niña me transportó a mi rol de hermano protector. Algo le pasaba. Sus hombros tensos, la evasión de mi mirada, su forma particular de caminar, revelaban que luchaba por mantener el control mientras se desmoronaba por dentro. No dijo mucho, solo me dio las gracias con una voz que sonaba como cristal a punto de romperse, y subió a su cuarto con esa urgencia silenciosa de quien huye de algo invisible pero muy real. No necesitaba más información. Cuando Rita se encierra así, cuando busca refugio en su habitación como un animal herido, es porque algo la está rompiendo por dentro, algo que ella cree que debe enfrentar sola, pero que yo sé que no debería. Y yo, como siempre desde que tengo memoria, me quedé abajo, vigilando desde la distancia, midiendo cada sonido que venía del piso de arriba, cada silencio prolongado que podría significar que necesitaba ayuda. Protegiéndola, aunque ella no lo pida, aunque a veces mi sobreprotección la moleste, aunque desde Londres no pueda hacer mucho más que preocuparme a distancia. Es una responsabilidad que cargué desde niño, cuando mamá nos decía que los hermanos mayores tienen el deber sagrado de cuidar a los menores. Y aunque técnicamente soy el del medio, siempre me sentí como el mayor cuando se trataba de Rita. Siempre fui yo quien secaba sus lágrimas, quien ahuyentaba sus pesadillas, quien se enfrentaba a los niños que la molestaban en el colegio. La madrastra apareció poco después, flotando por la sala con ese perfume invasivo que siempre me parece demasiado dulce, demasiado artificial, como si tratara de cubrir algo desagradable. Llevaba esa sonrisa de catálogo que debe practicar frente al espejo cada mañana, esa expresión estudiada que nunca llega a los ojos. “Qué gusto tenerte en casa, Sergio”, dijo con esa voz melosa que usa cuando hay testigos, como si realmente sintiera alegría por mi presencia en lugar de la incomodidad evidente que siempre percibo cuando estoy aquí. “El gusto es relativo”, respondí sin siquiera dignificarme a mirarla directamente, manteniendo esa frialdad que he perfeccionado a lo largo de los años para lidiar con gente que no me inspira confianza. No me fío de ella. Nunca lo he hecho, desde el primer día en que papá nos la presentó como su “amiga especial” y yo la vi inmediatamente a través de su fachada. Desde que llegó a nuestras vidas, se ha creído dueña de todo: de la decoración de la casa que mamá había elegido con tanto cuidado, de las tradiciones familiares que ahora adapta a su conveniencia, de los silencios que solían ser cómodos y ahora se sienten cargados de tensión, de los espacios sagrados que no le pertenecen, pero que ha colonizado sin permiso. Y lo peor, lo que realmente enciende, mi furia silenciosa: ha intentado controlar a Rita. Ha tratado de imponer sus reglas, su visión de lo que una “señorita decente” debe hacer o no hacer, como si tuviera algún derecho moral o legal para opinar sobre la vida de mi hermana. Como si el matrimonio con mi padre le dieran autoridad sobre una mujer que ya es adulta y que tiene más integridad en su meñique que ella en todo su ser artificial. Pero mientras yo esté aquí, mientras tenga sangre en las venas y fuerza en los brazos, eso no va a pasar. Porque soy su hermano. El del medio, sí, pero el que siempre ha estado en medio de todo para asegurarse de que nadie la lastime. El que aprendió a leer sus estados de ánimo antes que las señales de tránsito, el que puede distinguir sus diferentes tipos de silencio, como un meteorólogo distingue tipos de nubes. He corrido en Mónaco bajo la lluvia, he navegado curvas a velocidades que harían temblar a cualquiera, he enfrentado pilotos que consideran que la pista es un campo de batalla. Pero nada, absolutamente nada, activa mis instintos de supervivencia, como ver que alguien trata de herir a Rita. Y si tengo que acelerar a fondo para sacarla de cualquier tormenta, lo haré sin dudarlo ni un segundo. Así como lo hago en cada pista, con la misma determinación férrea que me ha llevado donde estoy. No obstante, protegerla no es solo mi responsabilidad familiar; es mi carrera más importante, la única victoria que realmente importa, el único podium que me llenaría de orgullo genuino.
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