SIN BAJAR LA GUARDIA

1159 Palabras
**RITA** Finalmente, respiré hondo y acepté, con una voz que buscaba tocar un poco de esa calma que no tenía. “Está bien”, le dije, con la duda reflejada en mi mirada, y el temblor en mi voz. “Gracias”. Él no dijo más. Solo encendió el motor y, en silencio, comenzamos a avanzar hacia su apartamento. No me opuse, porque en ese momento sabía que era mejor una tregua, un refugio, aunque fuera temporal y en las circunstancias en que me encontraba. La noche cubría todo con su manto de incertidumbre, y sin importar qué pasara después, por ahora, la opción más segura era seguir adelante, confiando en aquel desconocido que, por alguna extraña razón, parecía preocupado por mí. Cuando salí del baño, envuelta en la toalla, levanté la vista y lo vi sentado en el sillón, con una expresión tranquila y calmada. Creí que ya se había ido, que había decidido dejarme sola. Pero allí estaba, mirándome con esa sensación de paz y seguridad que, en realidad, no esperaba encontrar en alguien que apenas conocía. Me quedé paralizada unos segundos, con el corazón latiendo con fuerza. ¿Había sido ingenua en pensar que él ya se había marchado? La intensidad de su mirada me hizo sentir vulnerabilidad, pero a la vez, una extraña sensación de comodidad. Como si, de alguna manera, esa presencia suya me diera una sensación de protección que no había sentido en mucho tiempo. —¿No te vas a ir? —pregunté, tratando de sonar más segura de lo que me sentía, aunque la voz me temblaba un poco. Él sonrió con una calma que parecía misteriosa y natural. Luego, con una ironía suave, respondió: —¿Por qué me iría si aquí vivo? Esas palabras me dejaron congelada, por un momento incapaz de entender completamente su significado. Su tono, la forma en que lo dijo, tenían una intención más profunda, como si intentara decir que no solo vivía en ese apartamento, sino que también en ese momento, en ese espacio, formaba parte de mí y de esa estancia. Me quedé mirando, sin poder quitarle los ojos de encima. La habitación parecía más silenciosa, solo se escuchaban mis respiraciones aceleradas. Sentí cómo un escalofrío recorrió mi espalda, pero también una extraña sensación de cercanía. Era como si, en aquel instante, el espacio entre nosotros hasta se hubiera reducido, creando una especie de vínculo inexplicable. —No puedo quedarme —dije, sintiendo que mis palabras eran una súplica desgarradora, una declaración de mi necesidad imperante de salir corriendo sin mirar atrás. Había tomado la decisión de no confiar en él, de no ceder ante la tentación de buscar un refugio temporal en su presencia, por más que en mi interior ardiera esa sensación de cansancio y vulnerabilidad. Mientras recogía mi ropa, cada movimiento parecía cargar un peso cada vez mayor, como si con cada pliegue encerrara un pedacito de mi miedo y de mi determinación de escapar. —Es tarde, ¿a dónde irías? —su voz era tranquila, casi como un susurro envolvente, intentando apaciguar mis temores—. Quédate, no te haré daño. No te haré nada. Sentí su mano extenderse hacia mí, un gesto que, en circunstancias normales, podría parecer amable, protector incluso. Pero yo me alejé, instintivamente, como alguien que teme que el roce pueda ser un desencadenante, una promesa de que lo que vino a buscar no es nada bueno. Mi corazón latía con fuerza, cada pulsación retumbaba en mi pecho, mezclando desconfianza y una extraña urgencia de huir. —¿Cómo puedo confiar en mi atacante? —pregunté, la voz temblorosa, pero cargada de resentimiento y desconcierto. Sus ojos se encontraron con los míos, y en ese momento, en su expresión, noté un cambio sutil pero determinante. La dureza que solía mostrar cedió, dejando entrever un destello de arrepentimiento. Una especie de vulnerabilidad que parecía competir con su fachada de templanza. —Eso fue un malentendido —murmuró, en voz baja, casi como si las palabras le pesaran en la lengua—. Solo fue un malentendido. ¡Lo siento! Sus palabras rompen la tensión en el aire, pero en lugar de restar peso a la situación, en cierto modo, la intensifican. La ironía en su declaración contradecía la realidad palpable de la noche y todo lo que había pasado. ¿Un malentendido? Un malentendido era tropezar y caer, no que un desconocido se aprovechara de mí, que usara la oscuridad como escudo para su agresión. La incredulidad me empujó a retroceder aún más, plantándome firme, con los ojos entrecerrados y el corazón acelerado. —No puedo quedarme si tú estás aquí. —Dormiré en el mueble, no tengo dónde quedarme también. ¿Tienes corazón para tirarme a la calle? Entonces, algo cambió en su semblante. La mirada enigmática que había despertado mi curiosidad desde que lo conocí se tornó en una expresión más suave, una ternura contenida que pareció atravesar su rostro en un instante. No dijo nada más, solo me observó en silencio, sus ojos reflejando un silencio profundo que parecía decir más que mil palabras. Una calma inquietante que contrastaba con la tormenta emocional que yo sentía. —Si te portas mal, me defenderé. —Tomé un cuchillo de la cocina del apartamento. —Tranquila, guarda eso, es peligroso. —Lo dejaré conmigo. Esa respuesta, esa afirmación de que todo había sido solo un malentendido, era como un golpe directo a mi mar de incertidumbre. Me encontraba desconcertada, pero también incrédula. La duda se convirtió en un velo que cubrió mi mente. ¿Qué secreto ocultaba? ¿Qué pretendía? A pesar de mi desconfianza, una sensación inusitada empezó a infiltrarse en mí. Era una especie de calma que no podía explicar, del todo, un reconocimiento de que, aunque el peligro era evidente y real, en esa oscuridad me sentía de alguna manera protegida, como si aquel desconocido, en su propia complejidad, tuviera una especie de razón que todavía no alcanzaba a comprender. Mi respiración se volvió más pausada y profunda. Me quedé en silencio, sopesando mis opciones, aún consciente de que cualquier decisión podía tener consecuencias irreversibles. La fría noche parecía su propia testigo, envolviendo esa escena en un manto de incertidumbre y esperanza, entretejidos con los hilos del miedo y la curiosidad. —Me quedaré en la cama entonces y tú en el mueble. —Está bien. —se empezó a quitar la ropa, y yo me acomodé en la cama, cubriéndome el rostro. Pensé en lo frágil que es la confianza y en cómo, en medio de la penumbra, a veces lo único que podemos aferrarnos es esa pequeña chispa de aquello que, aunque incierto, nos invita a seguir adelante. En aquel momento, en mi corazón, una duda persistía —¿debería confiar en lo que él mostraba ahora, o era solo otra máscara que escondería algo más oscuro? La noche, con su silencio pesado, parecía esperar mi decisión.
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