++++++++++++ Amaneció. O eso creo. En esta habitación las cortinas son tan gruesas que no dejan pasar ni el alma del sol. Pero el reloj me avisa con su pitido infernal que ya son las ocho, y como no me queda otra opción, me arrastro fuera de la cama como un koala con jet lag. Después de ducharme —y discutir mentalmente conmigo misma sobre si la vida tiene sentido sin chocolate en las mañanas— me vestí. Jeans. Camiseta básica. Las botas negras que me hacen sentir como si pudiera patear el trasero del mundo. Nada fuera de lo común, pero cómodo. Y sí, lo acepto, me eché un poco de perfume. Salí de mi habitación al trote lento —ese que simula energía, pero en realidad es flojera elegante— y al llegar a la cocina me lo encuentro. A él. Al muy fresco, muy tranquilo, muy “me importa un pepino

