La muy condenada se acercó más. El aroma a vainilla cálida me envolvió. Era suave, dulce… casi imperceptible, pero jodidamente tentador. Puso una mano sobre mi pecho, con movimientos lentos, como si explorara el ritmo de mi corazón. Yo le agarré la muñeca sin brusquedad, pero sí con firmeza. Y le hablé bajito, entre dientes, mirándola directamente a los ojos: —¿No tienes pudor, Catalina? Tu hermano puede venir en cualquier momento y vernos así. Ella encogió los hombros apenas. El gesto fue tan despreocupado que me dio rabia. —Eso no me importa —dijo con voz rasposa. Mis músculos se tensaron. Su cercanía no ayudaba. La forma en que me tocaba… como si tuviera todo el derecho. Como si yo fuera suyo. Agarró mi camisa con posesión, tirando un poco de ella como si quisiera desnudarme ahí mi

