Decidí ser valiente

2502 Palabras
[Capítulo 1: Decidí ser valiente] Punto de vista Rose Moscú, Rusia. Dos años después. La palabra obsesión es algo que actualmente me perturba muchísimo. No puedo escucharla sin que un escalofrío me recorra el cuerpo. Es un recordatorio constante de todo lo que perdí, de todo lo que fui y de lo que prometí nunca volver a ser. Han pasado dos años desde que vi por última vez a Nikolai Volkov, quien solía ser el Boss de la mafia rusa y a quien algún día, en un momento de ceguera emocional, le dije "te amo". Ahora esas palabras me parecen veneno en los labios, un error que me ha costado demasiado caro. Haber caído en un miserable juego, haber sido manipulada como una pieza más en su tablero, me hizo sentir débil, tan tonta y tan frágil, que cuando me vi lejos de allí, prometí que jamás ningún hombre tendría tanto poder sobre mí. Me costó mucho tiempo entender la magnitud de lo que viví bajo su influencia. Yo estaba tan enamorada de Nikolai que no me di cuenta de que vivía bajo su sombra, haciendo lo que él manipulaba sin que siquiera lo notara. Pero lo que él nunca supo —lo que nunca se imaginó— es que el entrenamiento que durante meses me exigió para sobrevivir en su mundo, ahora está sirviendo para algo mucho más importante: destruir ese mismo mundo. Los días en Moscú son cada vez más fríos. Incluso en primavera, el viento corta como si el invierno no quisiera irse del todo. Estoy en mi pequeña oficina, en un edificio que huele a madera vieja y café quemado. Es modesto, pero perfecto para lo que necesito. Las paredes están llenas de recortes de periódicos, mapas marcados con rutas sospechosas de tráfico humano, y fotos de mujeres sonrientes que alguna vez fueron rescatadas de una vida de explotación. Mi escritorio está cubierto de carpetas desordenadas, cada una con nombres y rostros que representan una lucha diferente. Mujeres jóvenes, niñas y, a veces, incluso hombres que terminaron atrapados en redes que destruyeron sus vidas. Algunas fotos son borrosas, tomadas desde teléfonos móviles o cámaras de seguridad, pero todas cuentan historias de dolor y desesperación. Historias que no deberían existir. Frente a mí, hay una carpeta abierta. En la primera página está la foto de una chica de apenas 18 años, con una mirada perdida y cicatrices en los brazos. Ella es una de las muchas que he ayudado a recuperar algo parecido a una vida normal. Su historia es brutal, pero no única. Y aunque cada caso me parte el corazón, también me da la fuerza que necesito para seguir adelante. Lidero una organización pequeña pero eficaz que opera bajo el radar. Nos dedicamos a desmantelar redes de trata de blancas y a ofrecer refugio a las víctimas. Es un trabajo que no solo consume mi tiempo, sino también mi alma. No hay días fáciles, pero sé que vale la pena. Hace dos años, mi vida era completamente diferente. Estaba en mi octavo semestre de ciencias políticas y relaciones internacionales, soñando con trabajar en embajadas, negociando tratados internacionales y representando a mi país. Irónicamente, Nikolai fue quien destrozó esos sueños... y quien me dio una razón más fuerte para seguir adelante. Después de entregarlo a las autoridades junto con Ekaterina, quien a su vez cumple una condena por complicidad pues no podía simplemente quedar impune, intenté regresar a la universidad. Quería recuperar mi vida, volver a ser la chica que amaba estudiar, que tenía un plan para el futuro. Pero algo había cambiado en mí. Las clases sobre diplomacia y relaciones internacionales se sentían vacías, como si ya no fueran suficientes. Todo lo que había visto y vivido en esos meses bajo el control de Nikolai me perseguía, especialmente cuando cerraba los ojos. Las caras de mujeres atrapadas en redes de trata, los gritos ahogados, las miradas llenas de desesperación... eran imágenes que no podía ignorar. Y que me hacían recordar a los primeros días que pasé en manos de Nikolai metida en un pozo, allí conocí al verdadero Boss, pero luego fingí que no era así. Ya nada, después de él era igual. Una noche, después de un día particularmente agotador en la universidad, vi un documental sobre tráfico humano en Europa del Este. Reconocí los lugares, las rutas. Y lo peor, reconocí algunos nombres. Fue entonces cuando supe que no podía seguir ignorándolo. Mi vida tenía que ser más que un diploma colgado en la pared. El cambio no fue fácil. Dejar la universidad fue una decisión que mis profesores y amigos no entendieron y menos estando tan cerca de graduarme. Ahora, mi oficina es mi campo de batalla, y cada caso que tomo es una victoria contra un sistema que creía invencible. Las mujeres que rescato, las que encuentro en burdeles, en almacenes escondidos, o incluso en mansiones de lujo, son mi razón de ser. Y aunque cada misión me acerca al peligro, sé que no podría vivir de otra manera. Mis días comienzan temprano. La mayoría de las veces estoy reunida con mi equipo, planificando rescates o analizando información que obtenemos de informantes. Las noches, sin embargo, son las más difíciles. Es en la soledad de mi apartamento cuando los recuerdos de Nikolai regresan con más fuerza. No importa cuántas veces intente convencerme de que fue solo un monstruo manipulador, no puedo olvidar los momentos en los que parecía humano. A veces me pregunto si realmente alguna vez me amó, o si todo fue parte de su retorcido juego de control. Pero incluso cuando la duda me carcome, me recuerdo a mí misma lo que prometí: nunca más seré la sombra de alguien más. El viento helado entra por la ventana entreabierta, trayendo consigo los sonidos de la ciudad: el tráfico distante, el murmullo de personas caminando apresuradas. Me levanto de mi silla, cerrando la ventana para ahogar el ruido. Mi reflejo en el vidrio me devuelve la mirada. No soy la misma Rose de hace dos años. Mis ojos ya no son tan inocentes, y mi postura es más firme. Mi próxima misión es mañana, tenemos programado un rescate en la región de Rostov del Don, una ciudad que lleva años siendo un nodo clave en el tráfico de personas. Hemos recibido información sobre un club nocturno que oculta tras sus luces de neón y su música ensordecedora un mercado de esclavitud moderna. Según los informantes, hay una mujer llamada Irina que ha estado allí durante tres meses. Veinticuatro años, cabello oscuro, y una mirada que, según nos cuentan, ya no refleja esperanza. Irina no es diferente a muchas de las mujeres que he rescatado. Su historia es tan común en este mundo que se siente casi como un guión repetido: un anuncio de trabajo falso, una promesa de una vida mejor en Moscú, y luego la traición, los golpes, el encierro. Pero no puedo permitirme pensar en ella como una más. Para Irina, este es su infierno, y yo planeo sacarla de él. Mañana volveré a enfrentarme a ese infierno, mañana volveré al campo, con mis manos llenas de mapas y mis ojos puestos en el objetivo. Irina necesita que alguien luche por ella, y yo estaré allí para hacerlo, pero al menos sé que no estoy sola. Las mujeres como Irina merecen la oportunidad de volver a vivir, de sentirse humanas otra vez. Y mientras yo respire, haré todo lo posible por darles esa oportunidad. A veces, cuando veo estos lugares, no puedo evitar pensar en él. En Nikolai Volkov. Su sombra sigue persiguiéndome, como un espectro que no puedo desterrar. Creí que dejarlo atrás significaría libertad, pero en realidad, lo llevo conmigo donde quiera que voy. Cada vez que descubro un burdel o un almacén donde mujeres son tratadas como mercancía, me pregunto cuánto de esto sigue existiendo gracias a él. ¿Cuánto de este sistema construyó con sus propias manos? Y, lo que es peor, me pregunto si alguna vez tuvo un atisbo de remordimiento. Decir que lo odio sería quedarse corta. Lo que siento por él es un torbellino que no puedo entender. Sí, lo odio. Odio la forma en que manipuló cada aspecto de mi vida. Odio cómo me hizo creer en él, en su amor. Pero, al mismo tiempo, no puedo evitar recordar los momentos en los que parecía humano, cuando sus ojos miel parecían sinceros, cuando sus palabras tenían peso. Ese pasado me atormenta porque, en algún rincón de mi mente, sigo buscando respuestas. Sigo queriendo entenderlo. Y aunque el miedo nunca desaparece por completo, lo utilizo como combustible. Este mundo puede ser frío y cruel, pero yo he aprendido a sobrevivir en él. Y si algo me enseñó Nikolai Volkov, es que la verdadera fuerza no está en el poder que ejerces sobre otros, sino en el poder que tienes para levantarte, incluso cuando todo parece perdido. Sin embargo, no toda Rusia es mala. En medio de este caos, he encontrado personas que me han devuelto algo de fe en la humanidad. Personas como Anya, una mujer que escapó de una red de trata hace cinco años y que ahora trabaja conmigo como consejera para las víctimas. Su cabello rubio siempre está recogido en un moño apretado, y aunque tiene una sonrisa cálida, sus ojos reflejan el dolor de alguien que ha visto demasiado. Anya fue vendida por su propia hermana para pagar una deuda de juego. Pasó siete años atrapada en un burdel antes de que lograra escapar. Ahora dedica su vida a ayudar a otras mujeres, ofreciéndoles apoyo psicológico y mostrándoles que existe una vida después del horror. Es mi mano derecha, y sin ella, este trabajo sería imposible. Luego está Sergei, un hombre que solía trabajar como chofer para la mafia antes de decidir que ya no podía ser cómplice. Su conocimiento de las rutas, de los lugares donde ocultan a las víctimas y de las tácticas de los traficantes, ha sido invaluable. Aunque su pasado lo atormenta, se ha convertido en un aliado crucial en nuestras misiones. Y también están los policías. No todos, por supuesto. Rusia tiene una corrupción tan arraigada que sería ingenuo confiar ciegamente en las fuerzas del orden. Pero algunos destacan, como el oficial Dmitri Kozlov. Dmitri es joven, probablemente unos 27 años, con una mandíbula fuerte y ojos azul intenso que parecen atravesarte. Es uno de los pocos policías en los que confío, y aunque sé que me encuentra atractiva, no tengo cabeza para pensar en hombres. Solo hay un hombre en mi mente, y no voy a parar hasta destruir toda la mierda que él construyó. Justo ahora, estoy viviendo en modo supervivencia, por decirlo de alguna forma. Mi vida no es una vida glamorosa. Vivo en un pequeño apartamento en un edificio viejo, con paredes delgadas que dejan pasar cada ruido de mis vecinos. Mi ventana da a una calle estrecha llena de tiendas de flores y cafés pequeños, un contraste casi cruel con el trabajo que hago. Me gano la vida con donaciones y financiamientos que obtengo de organizaciones internacionales. No es mucho, pero lo suficiente para mantener el refugio y pagar a mi equipo. No tengo lujos, ni los quiero. Mi ropa es sencilla, práctica. Mi vida entera cabe en una maleta. ¿Tengo miedo? Sí. Vivo con el constante temor de que alguien toque a mi puerta con una pistola en la mano, dispuesto a silenciarme. Pero nunca dejo que ese miedo me detenga. Hay vidas en juego, y si tengo que sacrificar la mía para salvarlas, lo haré sin dudarlo. Porque nadie, absolutamente nadie, merece ser tratado como un objeto. A veces me pregunto si estoy haciendo las cosas bien. Si lo que hago realmente marca una diferencia o si solo estoy empujando una roca colina arriba, como Sísifo, atrapada en una lucha interminable contra un sistema que parece invencible. Pero entonces pienso en las mujeres que he visto sonreír después de ser rescatadas, en aquellas que han encontrado la fuerza para volver a empezar. Y sé que, aunque sea difícil, estoy en el camino correcto. No escogí esto por venganza, aunque a veces sea el motor que me impulsa. Lo hice porque soy una buena persona. Lo digo sin arrogancia, sino con la certeza de alguien que ha tenido la oportunidad de elegir y ha escogido el bien. Pude haberme rendido. Pude haberme convertido en una víctima perpetua, encerrada en mi propio dolor, pero decidí luchar. Decidí ser valiente. Nikolai Volkov solía ser el hombre más poderoso que conocía. El mundo temblaba a su paso, sus enemigos se arrodillaban, y yo... yo me enamoré de él. Ahora, él no es más que un hombre tras las rejas. Estados Unidos lo condenó, irónicamente el país al que representaba mi padre. La mayoría de las víctimas de Nikolai provenían de América, y las pruebas fueron irrefutables. El juicio fue breve, pero intenso, y aunque no estuve presente, seguí cada segundo desde la distancia. La prensa lo llamó "el fin del imperio Volkov". Ya no es el Boss. Ya no es el hombre intocable que todos temían. Ahora es solo un número en una prisión federal de máxima seguridad, lejos de Rusia, lejos de mí. Lo imagino ahí, en una celda gris y estrecha, con el tiempo como su único compañero. Es irónico que alguien que siempre tuvo el control de todo ahora no tenga nada. Es cierto que vivo con miedo. ¿Cómo no hacerlo? El trabajo que hago es peligroso, y cada día que pasa es una oportunidad más para que alguien decida silenciarme. Pero cuando pienso en Nikolai, mi miedo se desvanece un poco. Él está lejos, y aunque todavía siento su sombra, sé que ya no puede alcanzarme. El poder que alguna vez tuvo sobre mí se ha desvanecido. No soy la misma Rose que cayó en su trampa. He aprendido a reconocer mis propias fortalezas, a encontrar valor en cada paso que doy. Porque si hay algo que Nikolai nunca entendió, es que no necesito ser protegida ni manipulada. No puedo cambiar el pasado, no puedo deshacer el dolor que Nikolai y otros como él han causado, pero sí puedo evitar que se repita. Elegí este camino porque es difícil, porque importa, y porque es lo correcto. Y aunque a veces la duda se filtra entre las grietas de mi confianza, siempre regreso a la misma conclusión: soy libre. Libre para decidir, para luchar, para ser algo más que una ficha en el tablero de otro. Nikolai puede estar lejos, y aunque sé que su nombre aún tiene peso en algunos rincones oscuros del mundo, ese peso ya no está sobre mí. Ahora soy yo quien mueve las piezas, y mi próximo movimiento será uno que haga temblar las raíces de todo lo que él construyó. Con ese pensamiento, cierro la carpeta en mi escritorio y me preparo para dormir. Porque mañana será otro día en la guerra, y yo estoy lista para enfrentarla.
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