―¿Crees que sea conveniente que nos quedemos hablando aquí mismo? Me siento en una de las sillas frente a ella, dispuesto a escuchar lo que tiene que contarme. ―No te preocupes, hijo ―expresa calmada―. No escuchará nada de lo que hablemos. Asiento en respuesta. Miro hacia la puerta del baño y luego le presto toda mi atención. Comienza a relatar todas aquellas terribles y difíciles circunstancias por las que atravesó mi esposa, desde que despertó en aquella solitaria y fría habitación del hospital. La misma noche en la que supo que nos había perdido. Mi corazón se rompe. Aprieto mis puños y tiemblo de pies a cabeza. Maldigo una y otra vez por no haber podido estar con ella cuando más me necesitaba. Aunque es irracional que piense de esa manera, sobre todo, porque en esos instantes era

