Sara
Cómo lo había dicho, permanecí casi todo el día en la oficina. Melissa entró a mi oficina y se despidió. Sé que la hago trabajar demasiado, pero así es como recibe su cheque a fin de mes, así que no debo tener ninguna queja, y ella lo sabe. Suena el teléfono de mi oficina y me saca de mis pensamientos, pero no lo contesto; mejor me dedico a terminar de firmar todo lo que tengo pendiente. Si no, mañana será lo mismo, así que ignoro las incontables veces que suena el maldito teléfono hasta que ya no puedo soportar más. “¡Ah, maldito teléfono!” Lo levanto y de inmediato les digo:
—Espero que se esté incendiando alguna de las empresas o que alguien se haya muerto, porque si no el muerto, será el que ha llamado incontables veces.
Se escucha una carcajada bastante sexy, no lo voy a negar, pero lo ignoro.
—Vaya, mujer, pero qué carácter. Lamento decepcionarte, no, no se está incendiando nada ni tampoco nadie ha muerto, gracias a Dios. Bueno, creo que por lo último que escuché, me temo que el muerto seré yo, ¿cierto?
Yo solo suspiro para relajarme y vuelvo los ojos. No voy a negar que su voz es encantadora, pero en estos momentos eso no me importa. Solo está colmando mi poca paciencia con su estúpida palabrería.
—Así es, así que dime quién habla y qué es lo que quieres. Mi tiempo es muy valioso.
Él suelta una risita que me exaspera. Dios, masajeo un poco mi sien, pues empieza a doler.
—Vaya, no tienes cinco minutos para mí. Mira que tu voz es extremadamente sexy; podría permanecer toda la noche en la línea, y ya no deberías ser tan enojona. Te pondrás vieja, aunque supongo que así te verás demasiado linda.
Yo sonrío. Este idiota que se cree llamarme vieja no sabe con quién se ha metido.
—Vieja, ja, vieja tu abuela.
Él no me deja terminar de hablar y suelta una carcajada.
—Supongo que sí, pero creo que he sacado su encanto, pues ella es bellísima.
Ahora la que lo interrumpo soy yo. ¿Pero qué estupidez es esta?
—No me interesa qué tan encantadora pueda ser tu abuela. Si no me dices en este momento quién habla, cortaré la llamada.
Él guarda silencio y suspiro. Ahora su tono se vuelve más serio y profesional.
—Está bien, dejemos este estúpido juego. Soy Alejandro Betancourt y te llamo porque me has estado evitando y necesito verte. Mierda, mujer, eres más difícil de lo que pensaba.
Yo niego, pues la verdad es que en estos momentos no tengo tiempo para verlo.
—Escucha, ahora estoy demasiado ocupada. Si te has dado cuenta, voy llegando a la ciudad y tengo demasiado trabajo. No importa lo que haya dicho mi madre, no firmaré absolutamente nada.
De inmediato cuelgo el teléfono. Mierda, me desespera este tipo. Después de colgar con él, llamo a Jason. Él de inmediato llega a mi oficina. Yo me pongo de pie y tomo mis cosas. Apenas entra, lo fulmino con la mirada y él solo suspira.
—¿Qué mierdas te dije respecto al abogaducho ese, que te dije que hicieras?
Sé que mi voz está más alta de lo normal, pero solo le pedí algo tan sencillo de hacer. Él asiente y yo empiezo a caminar hacia la salida. Él viene tras de mí sin decir una palabra. Cuando entramos al elevador, yo suspiro. No puedo disculparme, aunque debería; le hablé muy mal, pero trato de que mi tono sea menos autoritario.
—Jason, solo cuando te dé una orden, cumple. En estos momentos no tengo tiempo de tonterías.
—Lo sé, pero lamento informarte que son órdenes de tu madre. Tienes que firmar esos papeles, te guste o no. El abogado solo hace su trabajo, y yo también.
Yo asiento porque sé que tiene razón, pero me niego a aceptar que mi madre está enferma y que en cualquier momento puede partir. Si firmo esos papeles, estaría dispuesta a perderla, y si mi corazón ahora está lleno de odio, creo que con su partida ardería el mundo. Suspiro y asiento.
—Está bien, acepto verlo, pero dale una cita dentro de un par de semanas. Ahora necesito que me ayudes con lo que te pedí. ¿Qué me tienes de eso?
Él sonríe y niega. Salimos del elevador y me abre la puerta del coche. Cuando estoy a punto de subir, él suspira.
—Con las noticias que te tengo, serás la mujer más feliz del mundo. No sabes todo lo que está pasando con tu esposo.
Yo lo miro a los ojos y sonrío. Me subo al coche y la verdad es que mis nervios me matan, pero mi rostro no lo demuestra, aunque él me conoce perfectamente.
—Habla.
Él asiente y su sonrisa no se borra.
—Tu esposo...
Yo lo corrijo antes de que siga diciendo esa estupidez. Aunque seguimos casados, no quiero ni siquiera escucharlo decir esa palabra. Dios, siento que mi bilis se revienta.
—Exesposo, que no se te olvide.
—Aún es tu esposo, pero está bien, no quiero que te molestes de nuevo conmigo. Tu exesposo está metido en muchos líos.
Yo lo miro con una ceja alzada, pues siempre fue muy responsable con su empresa y muy trabajador, o eso demostraba.
—¿A qué te refieres?
—Pues a que gasta más de lo que gana. Al parecer, a su novia le gustan todos los lujos y él ha gastado demasiado dinero en complacerla. Está en números rojos, tiene algunos contratos sobre la mesa, pero si no se firman para este mes, se tiene que declarar en quiebra, y no creo que a su querido suegro le haga gracia que se hable de esa manera de su futuro yerno.
Mierda, pero qué belleza. No pensé que sería tan sencillo destruirlo. Yo miro a Jason por el retrovisor y él solo asiente.
—Entonces supongo que sabes lo que tenemos que hacer. Mañana a primera hora quiero los nombres de esas empresas y hay que infiltrar a alguien en la empresa de Arturo, pues necesito que nuestros contratos sean aún mejor que ellos.
Hemos llegado a casa y él se detiene, me ve con una ceja alzada y suspira.
—Señora, ¿se da cuenta de que eso no será nada fácil?
Yo me bajo del coche sin darle oportunidad a que me abra la puerta y comienzo a caminar hacia la entrada de la casa, ignorando todos sus argumentos de lo que no puedo hacer.
—Sara, eso es espionaje industrial. Podemos ir a prisión. ¿Por qué no escuchas? Sabes las consecuencias que podemos tener. ¿No piensas en ti?
Yo me detengo y me volteo furiosa.
—¡No, no pienso en mí. ¿Y sabes por qué? Porque estoy muerta. Maldita sea, aquella noche que mi bebé murió, me fui con él. No me importa si voy presa, no me importa si con eso destruyo todo lo que ama. Tú no sabes de eso, pues jamás has tenido un hijo!
Mierda, cuando termino de decir eso, me doy cuenta de la estupidez que acabo de cometer, pues él y su esposa han intentado tener un hijo y no lo han logrado. Definitivamente soy un imbécil. Yo suspiro e intento hablar.
—Jason, yo...
Él niega y se ve dolor en sus ojos.
—Tienes razón, señora. Jamás sabré lo que usted siente. Sé todo lo que ha pasado y realmente me preocupa lo que le pueda pasar, pero solo haré mi trabajo y no volveré a intervenir.
Él se da la vuelta y empieza a caminar. Yo lo llamo y se detiene, pero no me ve a la cara.
—Lo lamento, sabes que no quería decir eso. Algún día ese pequeño llegará, lo sé.
Él suspira y en la misma posición me dice:
—Yo también lo lamento y sé que un día llegará.
Veo cómo sale de la casa y yo voy maldiciendo mil veces. Mierda, Dios, pero es que nadie se puede interponer en lo que planeo hacerle, y si alguien se interpone, no me importará también destruirlo, aunque sé que Jason solo se preocupa por mí. Cuando llego a mi recámara, tiro todo lo que traigo encima y de inmediato me meto a la ducha. La verdad es que lo necesito; mis músculos están tensos, pero como ya es mi costumbre, mis lágrimas empiezan a bajar por mis mejillas, mezclándose con el agua. Solo recordar a mi pequeño ángel. Dios, si solo él estuviera a mi lado, nada de esto estaría pasando. Aunque el desgraciado de Arturo me dejara en la calle, yo sería feliz, pero no, Dios tenía destinado algo diferente para mí.
Cuando salgo de la ducha, mi madre ya se encuentra ahí. Yo me acerco y beso su mejilla. Cuando estoy a punto de alejarme para ir al vestidor, ella toma mi mano. Yo sonrío y me pongo a su altura.
—Lo sé, madre. Sé lo que me dirás. Supongo que tu querido sobrino te llamó.
Ella niega y suspira.
—No lo hizo, pero te conozco y sé muy bien que te reúsas a firmar, hija. Algún día...
Yo niego y tomo su rostro en mis manos.
—No, madre, no puedes dejarme sola. Tú eres mi fortaleza. No quiero que lo vuelvas a repetir.
Ella sonríe y limpia algunas lágrimas que bajan por mi mejilla y asiente.
—Está bien, no volveré a repetirlo, pero por favor, firma esos papeles.
Yo me pongo de pie y me dirijo a cambiarme para descansar.
—Te prometo que lo haré, solo dame tiempo. Tengo demasiado trabajo.
—Sara...
—Lo haré, madre, lo juro.
Ella solo sonríe y yo me acerco para ayudarla a llevarla a su recámara. Cuando termino de acomodar todo, voy a la mía. Definitivamente ha sido un día muy agotador. De inmediato me acuesto y apenas cierro los ojos, caigo en un profundo sueño.
Mi pequeño ya está dormido en el sillón de nuestra sala. Estoy tomando algunas cosas, pues si Arturo cumple su amenaza, tendré que marcharme y no tengo a dónde ir. De pronto, escucho que mi pequeño empieza a toser. Me acerco un poco y él está sudando. Dios mío, cuando toco sus mejillas, está ardiendo en fiebre. ¿Pero en qué momento? Corro a la cocina y empiezo a llenar un balde de agua, pues necesito bajar su fiebre. Empiezo a colocar algunas compresas en su frente, pero no veo que esto mejore. Él abre sus hermosos ojos y me sonríe.
—Mami, me duele mi cabeza.
Yo de inmediato vuelvo a colocar otra compresa.
—Lo sé, cielo, pero ya verás que pronto te sentirás mejor.
Él no dice nada más y vuelve a cerrar sus bellos ojos. Afuera hay una tormenta que parece que el cielo se caerá de un momento a otro cuando escucho que se abre la puerta de un golpe. Y es él, el hombre que alguna vez amé con tanta fuerza que hubiera dado todo porque fuera feliz. Ahí parado, con sus ojos rojos inyectados en sangre, se acerca a mí y me toma por el brazo, lastimando. Yo me quejo, pero parece que él no escucha nada. Me pega a su rostro y me dice con los dientes muy apretados:
—Te lo advertí. Te dije que no te quería en mi casa. Ahora, lárgate.
Yo niego. Si me voy, mi pequeño ángel se pondrá peor.
—No puedo, Ángel, está enfermo. Mañana me iré, te lo prometo.
Él me avienta y yo caigo al suelo. Me señala.
—Toma a tu mocoso y lárgate ahora mismo. No me importan tus pretextos.
—Arturo, pero...
—¡Mierda! Hazlo ya.
Yo, de inmediato, me pongo de pie y tomo a mi pequeño en mis brazos. Lo cubro con una pequeña manta y empiezo a caminar con paso lento hacia la salida de la casa, pero él me vuelve a tomar del brazo y me arrastra hacia fuera.
—Maldita mujer, de una vez termina de largarte.
Cuando me saca a la calle, puedo sentir el agua helada y el frío calar hasta los huesos. Mi pequeño se acomoda en mi cuello, pero, ¡mierda!, no puedo protegerlo.
Me levanto con mi corazón latiendo tan fuerte que pareciera que se fuera a salir. Limpio mis lágrimas y me abrazo a mis piernas. No, no me importan las consecuencias que tenga que enfrentar; él tiene que pagar, y muy caro.