Sara
Los hombres son tan predecibles. Mi sonrisa no se borra, pero las ganas de salir de aquí corriendo son demasiadas, pues se comportan, cómo decirlo, mmm, como neandertales. Si hablan de deportes, voltean a ver a las chicas sin ningún disimulo. Así que creo que será con un contrato sobre la mesa que los volveré a ver. Limpio mi boca con mi servilleta y carraspeo; captó su atención y sonríen.
—Señores, creo que tengo que retirarme. Agradezco la invitación, pero tengo mucho trabajo en mi oficina, así que, si me disculpan.
Estoy por levantarme cuando uno de ellos me interrumpe.
—¿En la oficina? ¿Quiere decir que trabajas?
Yo lo miro con una ceja alzada y sonrío. Típico de ellos pensar que una mujer se puede dedicar solo a las compras y a gastar dinero.
—Claro, mi nombre es Sara Betancourt. Perdón por no haberme presentado antes, pero su plática era muy entretenida y no quería interrumpirlos.
Ellos abren los ojos sorprendidos y uno de ellos dice:
—Sara Betancourt, la diabla.
Yo sonrío y asiento; la verdad es que el apodo que me tienen me gusta.
—Creo que así me dicen. Sí, yo soy ella, pero como dije, me siento agradecida con ustedes. Perdón por el incidente, pero tengo mucho trabajo que hacer.
—Claro, por supuesto, nos imaginamos. Pero ahora que estás aquí y eres de esta ciudad, quisiera preguntarte si conoces a Arturo Villaseñor. Estamos tratando de trabajar con él, pero hay rumores de que su empresa está en números rojos. ¿Alguna vez has trabajado con él? ¿Lo conoces?
Yo sonrío y suspiro. Sería tan fácil decirles que lo conozco y que es un desgraciado, pero no, vamos a hacerlo aún más interesante.
—No, no lo conozco, o al menos no recuerdo haberlo conocido. Y hacer negocios, pues no sabría qué decir de su empresa, ya que, como dije, no la conozco. Pero si les interesa hacer un buen negocio, podríamos armar un buen contrato que nos beneficie a todos.
Veo cómo ellos se miran entre sí; sonríen, hasta su mirada se ve diferente. Yo extiendo una tarjeta sobre la mesa, que obviamente ya traía preparada. Sonrío cuando de inmediato la toman.
—Tengo que marcharme, pero estamos en contacto. Gracias por la comida.
Yo me pongo de pie y ellos hacen lo mismo. Me despido con una sonrisa y me doy la vuelta. Cuando salgo del restaurante, Jason ya se encuentra en el coche. Él me abre la puerta y yo ingreso. Cuando se sube, me veo por el retrovisor.
—¿Y bien?
—Pues parece que va a ser sencillo. Los hombres están enterados de que la empresa de Arturo está en números rojos. Todavía no están completamente convencidos de firmar con él. Me preguntaron si lo conocía.
—¿Y tú qué les dijiste? No me digas que se te ocurrió decirles que...
Ya lo interrumpo antes de que siga hablando. Por supuesto que no, me da vergüenza solo pensar que alguien se puede enterar que es mi exesposo.
—Les dije que no lo conocía y tampoco a su empresa, pero parece que ellos me conocen bien. Les ofrecí un negocio, todavía no les digo qué, pero se vieron demasiado interesados. ¿Cómo ves si hacemos que Arturo se entere de que sus posibles socios están interesados en trabajar conmigo?
Él me ve y niega, pero sonríe.
—¿Qué estás planeando, Sara?
Yo me encojo de hombros, restando importancia.
—Que me busque, que me ruegue y que, a pesar de eso, se dé cuenta de que, de igual manera, lo dejaré sin nada. Así que solo hay que esperar, esperar a que llegue a sus oídos que la diabla es la responsable de que su empresa esté a punto de irse a la ruina.
Él solo suspira y, niega. Yo volteo y veo por la ventanilla el paisaje. Cierro mis ojos y se vienen imágenes de aquella noche tan dolorosa, aquella noche que perdí lo más importante que tuve en mi vida, lo que más he amado. Esa noche se fue mi pequeño ángel.
Cuando Arturo nos sacó de mi casa, hacía mucho frío. La lluvia no paraba. Empecé a caminar por aquellas calles oscuras con mi bebé en mis brazos, con aquella manta ya empapada y con ese frío que calaba en los huesos. Llegué hasta una parada de autobús. Mis pies ya estaban cansados; había caminado mucho tiempo con mi pequeño. En esa parada encontré una pequeña banca que me podía refugiar de la lluvia, pero no del frío. Cuando me senté, destapé el rostro de mi pequeño ángel. Yo sonrío, pues se había quedado dormido a pesar del frío. Cuando acaricio su rostro, está helado; sus labios empiezan a tornarse azules. Yo trato de despertarlo, pero él no lo hace.
—¡Ángel, cielo, despierta, por favor. Ángel, mi amor, despierta!
Mis lágrimas empiezan a correr por mis mejillas. Yo volteo a ver para todos lados y no hay nadie a mi alrededor. Con las pocas fuerzas que me quedan, corro hacia el hospital. No sé cuánto tiempo camino, pero fue demasiado. Cuando llego a una pequeña clínica, apenas entro, caigo de rodillas y empiezo a gritar. Hasta desgarra mi garganta. Él no está bien, lo puedo sentir.
—¡Ayúdenme, por favor! ¡Ayuda, por favor! ¡Mi hijo está muy enfermo! ¡Ayuda!
Un médico viene corriendo hacia mí y toma a mi pequeño entre sus brazos. Un enfermero ya venía con una camilla. El médico de inmediato empieza a dar órdenes. Yo, de inmediato, me pongo de pie y empiezo a caminar detrás de ellos.
—¡Doctor, por favor, dígame qué tiene! ¡No reacciona! ¡Doctor, por favor, por favor!
El doctor no me dice nada y entran a una habitación, pero una enfermera me detiene.
—Señora, lo lamento, no puede entrar. Mejor, ¿por qué no vamos a la cafetería? Está empapada, hace demasiado frío. Un café le haría bien.
Yo empiezo a negar, descontrolada. No me podía ir; mi bebé estaba ahí y yo quería estar cerca de él. Sabía que algo no estaba bien, pues después de tener mucha fiebre, ahora estaba helado. La enfermera trata de tomarme de los hombros, pero mi mente solo está en mi bebé.
—Señora, señora, por favor, tiene que tranquilizarse. Ahorita un médico sale y le dice cómo se encuentra su hijo.
Ella se va y yo me recargo en la pared y me dejo caer. Me abrazo a mis piernas y cierro mis ojos, pidiéndole a Dios que no me lo quite, que lo deje a mi lado. Así me quedé, no recuerdo cuánto tiempo, hasta que el médico sale, pero en su rostro puedo ver que no son las mejores noticias.
—Sara, Sara.
Yo salgo de mis recuerdos, volteo a verlo, sonrío y limpio mis lágrimas. Él suspira, pero no dice nada. Se baja del coche y se acerca a mi puerta, y la abre. Yo bajo de este. Cuando estoy a punto de caminar hacia la entrada de la oficina, él me detiene y yo suspiro. De inmediato coloco mis gafas de sol y me volteo a verlo a los ojos.
—Estoy bien, Jason, no tienes de qué preocuparte. Solo son cosas que es difícil sacar de mi mente.
—Pero sabes que cuando necesites hablar, yo estoy para ti.
Yo sonrío y asiento. Él me suelta y yo me doy la vuelta y camino hacia mi oficina. Cuando llego, Melisa me ve sorprendida. Y la verdad es que no me gusta lo que veo en sus ojos; parece miedo, terror, se podría decir. Me acerco a ella y me paro enfrente, pellizco el puente de mi nariz, pues sé que realmente ha pasado algo.
—¿Por qué tienes esa cara, Melisa? Sabes que no me gustan los errores.
Ella se pone de pie y empieza a jugar con sus manos, un poco nerviosa. Yo suspiro con fastidio. Dios, ¿por qué habrá tanta gente incompetente en este mundo?
—Melisa, habla, por favor.
—Señora, yo lo siento, no pude evitarlo. Pero alguien le espera en su oficina. No me vaya a despedir, mire que necesito el trabajo.
Yo volteo los ojos con fastidio. No la voy a despedir solamente porque un idiota se toma libertades que no debe. No la dejo terminar de hablar y entro a mi oficina. Y efectivamente, está un hombre alto, muy alto. Dios, ¿pero cuánto mide? De espaldas, con sus manos en los bolsillos, su espalda se ve ancha y tiene muy buen trasero, redondo y duro. Mierda, ¿pero qué estoy pensando? Lo miro de arriba a abajo y, cuando termino de verlo, él se da la vuelta. Y, Dios mío, pero si a este hombre lo tallaron los mismos dioses. Él carraspea y me regala una sonrisa torcida. Yo me cruzo de brazos y lo miro con una ceja alzada. Cuando estoy a punto de decir algo, él empieza a hablar.
—Vaya, vaya, vaya. Me habían dicho que eras hermosa, pero parece que no te describieron muy bien. Pero sí, eres la mujer más buscada, o al menos por mí.
Yo suelto una carcajada y niego.
—Sabes, no me importa quién eres ni me importa qué haces aquí. Yo lo que quiero saber es con qué derecho entras aquí sin mi autorización, porque si no te has dado cuenta, esta es mi oficina. O en estas pocas horas que me fui, ¿algo ha cambiado que yo no sepa?
Él niega y se acerca a mí con aquella sonrisa en su rostro. Me mira directo a los ojos y me dice:
—Tienes los ojos más bellos que he visto en mi vida.
Yo agacho la cabeza y carraspeo. Me alejo de él y voy directo tras mi escritorio. Él me sigue con la mirada, pues la puedo sentir clavada en mi cuello. Cuando estoy frente a él, como dije, no deja de mirarme y la verdad es que me pone un poco incómoda.
—¿A qué vienes, a conquistarme? ¿Por qué pierdes tu tiempo?
Él toma asiento y cruza sus piernas sin ninguna preocupación.
—No sabes quién soy, ¿cierto?
Yo niego y tomo asiento, coloco mis manos encima del escritorio entrelazadas.
—La verdad es que no te conozco y, a menos que quieras hablar de negocios, que un hombre de negocios no actúa como tú, no me interesa quién seas.
Él suelta una carcajada y suspira.
—¿Siempre eres así de complicada?
—Y tú siempre eres un hombre grosero, sin educación, que entra a lugares donde no es invitado.
—Tienes razón y me disculpo por eso. Para que esté todo muy claro, tu secretaria trató de impedirlo, pero yo no la dejé. Pero es que, mujer, te vengo siguiendo desde Italia y no te encontraba por ningún lado.
Yo sonrío porque sé perfectamente de quién se trata. Mierda, ahora que tenía mi plan en marcha, llega este idiota. Espero solo que no lo arruine.