La martiniana - Parte 1

2657 Palabras
El dos de enero recibí temprano un paquete. Se trataba de una caja grande de cartón bien cerrada con cinta adhesiva que pesaba. Adentro hallé una nota que decía: Con cariño para que nunca dejes de cantar. Descubrí que se trataba de un tocadiscos junto con el disco que Celina me mostró días antes y un cancionero. Saqué del empaque el n***o y delgado círculo. Su leve olor dulce me encantaba y me tomé unos segundos para admirarlo. Toqué con cuidado las estrías en espiral que contenían en ellas el arte de talentosos intérpretes. «¿Quedará mi voz plasmada en uno de estos?», me pregunté melancólica. Había dejado de creer en mí desde hacía demasiado tiempo como para recordar en qué exacto momento el sueño se empequeñeció tanto que dejé de verlo. Regresó solo gracias al destino que me puso de nuevo en la jugada, y ahora tenía enfrente la oportunidad de crecer como artista, de ganar una oportunidad que quizá me abriría grandes puertas. Perdí la cuenta de todas las veces que escuché las canciones mientras realizaba mi limpieza. A mi madre no le gustaba el desorden y mucho menos el polvo. Mantenerla contenta me brindaba ratos de paz que incluso mis hijos agradecían. Ella no se caracterizaba por ser una abuela amorosa, pero al menos se comportaba mejor con sus nietos de lo que se comportó conmigo. Después de la limpieza hice la comida, luego nos apresuramos a alistarnos. Los padres de Nicolás se regresaban a su pueblo y no volverían hasta nuevo aviso por los pendientes de don Álvaro. Los invité a comer y empaqué unos cuantos presentes como agradecimiento por haber ayudado tanto en la boda de Constanza, y por haber sacado del hoyo a Nicolás. Todavía quedaba mucho camino por recorrer para que él alcanzara una superación, la bebida era su principal enemigo, pero lo sobrellevaba mejor de lo que imaginé. Doña Teresa y don Álvaro llegaron a la casa a las cuatro de la tarde. Nicolás no fue y tampoco me avisó sus motivos. Sus padres partirían al siguiente día muy temprano, por lo que quisieron despedirse como era debido. Incluso fueron a visitar a Celina. Después de todo, ella era su sobrina y pasó a ser la consuegra de su hijo. —Muy buena la comida, como siempre —alabó doña Teresa después de darle varias probadas al pipían que le serví. Escuché que alguien gruñó. —A mí se me hace salada —intervino mi madre, con su acostumbrada voz que agudizaba para hacerse notar más—. Ya le he dicho que no se pase, que no ve que me hace daño. —Con la tortilla entre los dedos continuó comiendo, no sin antes hacer una mueca de desagrado. Me levanté enseguida. —Te puedo hacer una pechuga asada —le ofrecí. Sentí vergüenza al saber que la comida tenía sus fallas. —Ya déjalo así. —Tronó la boca—. Con hambre todo sabe bien. Volví a sentarme, confundida por su actitud, aunque no impresionada. Doña Teresa estaba sentada a mi lado y me tocó el dorso de la mano que dejé sobre la mesa. —Y dime, querida, ¿qué tal vas con lo del festival? —Me masajeó un poco con sus cálidos dedos y su mirada quedó fija sobre mí—. Nos encantaría ir, pero no vamos a poder. ¿Cuándo es? —El domingo veintiuno de enero a las diez de la noche. Una fecha y hora que me obligaba a tener presente porque mantenía un irracional miedo de olvidarlas. —¿Dónde será? —preguntó don Álvaro, después de darle un trago a su cerveza. —En un teatro que está en el centro. Está grande. Esperan bastante gente porque es a nivel regional. Doña Teresa simuló que tiritaba. —¡Qué nervios! Pero confío en que lo harás excelente, ya verás. —Si yo bien que decía: esa niña canta rebonito. —El bigote de don Álvaro se extendió con su sonrisa—. Mi hijo se sacó la lotería contigo. ¡El señor no pudo decir una mentira más grande! Nicolás se sacó un boleto todo pagado al desastre cuando salió conmigo en la madrugada de la casa de Celina, a escondidas y con solo su maleta porque yo no logré llevar conmigo ni un par de zapatos. —Gracias. Dios los oiga. De nuevo un gruñido, esta vez más audible. —Solo vas a hacer el ridículo. —Mi madre limpiaba con la cuchara el resto del pipían y no me observó en ningún momento—. Estás vieja, ya no te quedan esas cosas. —Viejos los cerros, y reverdecen —le rebatió doña Teresa, aunque lo hizo sonriente. Luego puso su atención en mí—. Ten confianza en tu talento. En mis hijos noté el temor de una reacción, pero mi madre continuó interesada en su plato. —Lo haré —dije. La canción estaba ensayada y los cuatro integrantes nos la sabíamos tan bien que incluso dormidos la interpretaríamos. No existían dudas de que al menos seríamos capaces de ejecutarla de manera correcta hasta el final. La comida terminó. Mis hijos abrazaron a sus abuelos. En tan poco tiempo se ganaron el cariño de los nietos que no vieron en años. Mi madre solo les dio la mano y fue todo. Llegó mi turno y me fue imposible no conmoverme. Era mala para las despedidas y más cuando de verdad pesaban. Con don Álvaro fue rápido, pero sincero. Nos deseamos buena fortuna y nos dimos un abrazo. Cuando llegó su turno, doña Teresa me estrechó fuerte. Entre su agarre me habló en confidencia: —Te voy a extrañar mucho, mucho. —Me percaté de que hubo un temblor en su voz—. Dale una que otra vuelta a mi hijo, por favor. Estándolo solo puede recaer. —No se preocupe. Si se le ocurre irse de borracho, le meteré unos buenos cinturonazos. Ambas reímos al mismo tiempo que lagrimeábamos. —Dale unos por mí —pidió mientras se secaba la cara. Nos soltamos y comencé a extrañarla apenas dejé de tocarla. —Buen viaje —le deseé. —Ten, es para que te compres un atuendo bonito y muestres al público lo que nuestro estado tiene para dar. —Dejó sobre mi mano una bolsita negra de terciopelo—. Buena suerte en el concurso, y con tu mamá. —Bajó el tono de voz—: Con ella la necesitas más. Sonreí para que mi madre ignorara nuestra charla. —No es necesario… —¡Nada! —dijo tajante—. Acéptalo. Es de corazón. La urgencia del llanto regresó porque ella se acordó de mí hasta el último minuto de su visita. —Se lo agradezco —apenas pronuncié, sosteniendo conmovida la bolsita. Los dos se subieron a su automóvil y después este avanzó. Me quedé parada en la acera, pensando mientras contemplaba las llantas rodando sobre la calle empedrada. ¿Qué de especial tenían algunos al ser engendrados para ir a dar a la cuna de una mujer tan amorosa como doña Teresa, o como mi tía Antonia? ¿Por qué algunos eran bendecidos con cuidadoras como ellas? ¿Por qué no tuve esa misma suerte?... Tantas preguntas indebidas que acaparaban mis pensamientos. La biblia decía que debíamos honrar a nuestros padres, pero hacerlo, en ciertas circunstancias, se volvía un reto difícil de cumplir. Onoria también partía al norte en dos días, pero antes de eso le pedí que me acompañara a comprar la vestimenta que usaría en el concurso, ya que su abuela lo financió. Esmeralda y Angélica se nos unieron a la mera hora. Constanza no nos acompañó porque en la llamada que le hice para invitarla me explicó que su esposo estaba sufriendo dolores de cabeza y no quería dejarlo solo. La comprendí. Para una mujer casada la prioridad era su marido. Mi madre eligió quedarse a descansar porque, según sus propias palabras, “mi casa le provocaba tremendo sueño”. Por recomendaciones de Esmeralda, llegamos a una tienda de ropa que recién abrieron en una plaza de la ciudad. En cuanto entramos me di cuenta de que se trataba de un negocio de ropa juvenil. Incluso la decoración y muebles eran modernos. Mis tres niñas, que de niñas ya no tenían nada, empezaron a revisar los tubos donde colgaban diferentes modelos. Onoria lo hacía despacio, Angélica revisaba los detalles con cuidado, y Esmeralda iba de uno en uno con velocidad; ella fue la primera en escoger. Sacó un vestido verde oliva que tenía un escote escandaloso. —Este, ¿qué te parece? —me preguntó con la prenda reposando sobre su brazo. —Demasiado atrevido. Mi hija refunfuñó y regresó a ver qué más podía encontrar. A mí nada me convencía. Después de un rato revisando, Onoria sacó un conjunto amarillo de falda y blusa. —¿Y este? —Lo alzó con ayuda del gancho. —Muy corto. Esmeralda se colocó encima un vestido rosado con las mangas acampanadas y se notaba que era entallado. —Este me gusta. —Le brillaron los ojos al decirlo. Angélica se apresuró a acercársele. —No venimos a comprarte a ti. Mi hija mayor le dio un manotazo leve a su hermana. —¡Ash! ¡Tú no te metas! —Siempre haces lo mismo, vas a querer que te lo compren… Ambas siguieron discutiendo, pero dejé de escucharlas. En un rincón, casi sin lucir y sin mayor decoración que un pequeño collar, encontré el atuendo correcto para la presentación. Se trataba de un conjunto de falda larga morada con detalles dorados, y una blusa campesina blanca. Sencillo, pero lo bastante lindo como para interesarme. —Señorita, ¿me muestra el del muñeco? La vendedora, que no parecía serlo por su informalidad en la ropa y el esponjado peinado, se acercó enseguida. —Por supuesto —me dijo amable. Esmeralda se posó a mi lado y me susurró: —Maniquí, mamá. Habla bien. Ignoré su absurda molestia. No estaba de ánimos para regañarla. La señorita volvió con el conjunto en menos de dos minutos. Me llevé una grata sorpresa cuando supe que tenía el veinte por ciento de descuento. No vacilé. Apenas confirmé que me quedaba, pedí que me lo empacaran. Un ajuste a la falda y estaría listo. Me di cuenta de que a mis hijas no les agradó del todo, aunque Onoria y Angélica lo ocultaron mejor, pero a mí sí y con eso me bastaba. Los días pasaron rápido luego de que mi hija se marchó. Todo parecía ir a un ritmo inusual, y sin que me diera cuenta ya era quince de enero. Quedaba menos de una semana para el concurso. Joselito no me visitó porque yo misma se lo pedí con ayuda de mi vecina. Solo logramos encontrarnos dos veces desde el regreso de mi madre, claro está que lo aprovechamos muy bien. No me sentía preparada para las críticas o la falta de decoro que sabía bien que ella tendría frente a mi nueva pareja. Una tarde que acomodaba los quesos en la canasta que Uriel y Angélica sacaban a vender, tocaron a la puerta. No esperaba visitas y una sensación desconocida llegó a mí antes de abrir. Se trataba de Alfonso, e iba solo. Se suponía que sus vacaciones terminaban hasta principios de febrero, por lo que no me pareció raro verlo. —Suegra —me dijo. Su vista no se quedaba quieta y jugueteaba con sus manos—. Mi madre quiere verla. Es… urgente. De pronto, se me vino encima el miedo de pensar que Celina estaba muriendo. Me dirigí enseguida por mi bolsa, le avisé a Angélica que terminara con los quesos y que atendiera a su abuela, y me dirigí hacia mi yerno. —Vamos. Fui la primera en salir y en subirme al coche. En cuanto cruzamos la ciudad, se lo pregunté directo: —¿Está grave? Alfonso asintió despacio con la cabeza. La mirada cristalina delató el tremendo pesar que lo controlaba. —Se niega a ir al hospital o al menos a una clínica —confesó—. Debe hacerse análisis, pero no quiere. —La barbilla le comenzó a temblar y apretó el volante—. No sé cómo convencerla. Si se nos va, será mi culpa. Estábamos en plena carretera, sin casas cercanas y con grandes cerros rodeándonos. Aun así, era necesario que interviniera. —Alfonso, detén el carro —le pedí segura. Él reaccionó con un frenón que rechinó las llantas y que por poco me impacta sobre el vidrio. —¡¿Qué?! —preguntó, asustado, y sus ojos azules se abrieron de par en par. Busqué enseguida un lugar donde no corriéramos peligro. Lo ubiqué de inmediato. —Acomódate ahí, hay un espacio. —Apunté hacia un lado donde quedaba un tramo de tierra libre. Alfonso accedió, aunque me di cuenta de su confusión. Cuando el coche quedó estacionado, se giró para verme. —Pero ¿qué pasó? Tocaba mi turno de ser una suegra molesta. —Debemos hablar —soné seria—. ¿Sabes para qué quiere verme tu mamá?, ¿te lo dijo? Él respiró hondo y dejó de sostener el volante antes de responderme. —La verdad es que le mentí. No la mandó traer. Vine por usted para que la haga entrar en razón. Ya me di cuenta de lo mucho que la admira y tal vez lo logre. ¡Eso no me lo esperaba! En el poco tiempo que llevaba conociéndolo no le supe de ninguna mentira o engaño. Para mí fue una pequeña decepción que punzó mi corazón, pero no demoré en comprenderlo. —Sé que no somos familia de sangre, pero pasaste a ser mi yerno —le dije sin dar rodeos—. Por eso, siento que tengo el permiso de ser sincera contigo. Lo que piensas es equivocado. Tú no tendrás la culpa de nada. Alfonso bajó la cara en cuanto terminé de hablar. —Soy responsable de su salud… Con el dedo índice hice que me viera de nuevo. —No, no eres responsable de eso. ¡Eres su hijo! —Le busqué la mirada—. Un hijo que la cuida con lo que sabe. La única responsable de su salud es ella. Si lo que quiere es parar. —Lo contemplé y me di cuenta de que parecía que le estaban removiendo el interior de forma violenta—. ¿Entiendes a qué me refiero? —Esperé a que me confirmara, luego proseguí—: Si ha elegido no insistir más en tratamientos, es por su propia decisión. La humedad en mis ojos llegó. Conocer lo que Celina pasaba también comenzó a afectarme. —Si pudiera obligarla —musitó con los dientes crujiendo. Ansiaba quebrarme, aunque lo evité a toda costa. —¡Pero no puedes! —soné firme. Después bajé el tono porque me percaté de que las lágrimas le empezaron a brotar—. Mira, ella te hizo en sus entrañas; te formó en su vientre. Alábala porque eres su creación. Eso dice Dios. Alábala, respetando lo que ha elegido. Alfonso se cubrió la cara, cruzando los brazos sobre el volante, y se hundió en ellos. —Es que no quiero que se muera —pronunció apenas entendible. Toqué su espalda encorvada. Ojalá yo hubiera sido una mujer más afectuosa con personas que no fueran mis hijos, pero me faltaba desarrollar mejor ese tipo de atenciones. Solo atiné a sobarlo despacio mientras sollozaba. —Lo sé. —En ese momento rodaron mis lágrimas—, pero si así debe ser, lo mejor es acompañarla y darle todo tu amor el tiempo que le toque quedarse. Permanecí así por más de diez minutos, en silencio, y acompañándolo en su dolor. El insondable dolor de estar a punto de perder a su madre.
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