LIORA
Las “habitaciones” no son habitaciones.
Son un pequeño apartamento… demasiado amplio para un cuerpo que conoció diez años de jaula.
El silencio pesa, dulce y extraño.
Estoy de pie, clavada en medio de la sala, mirando como si todo fuese un sueño mal alineado.
Estoy afuera.
Libre.
Respirando.
¿De verdad salí?
Mi mente lo repite como un eco viejo que no termina de creérselo.
Hay una cama enorme.
Una televisión que parece ventana a otro mundo.
Ropa —mucha— y una bañera de hidromasaje brillante como un pecado prometido.
No he visto algo tan suave, tan mío, desde antes de convertir mi vida en sobrevivir.
¿Puedo quedarme aquí?
No quiero pensar en la palabra hogar, porque todavía duele. Mi manada está muerta. Mi padre… el castillo… fuego y gritos. Todo lo que fui.
Un golpe en la puerta me sobresalta. El corazón salta como si esperara correas y garras.
—Liora, soy Mara—voz suave, tibia—. Trabajo en cocina. El Alfa Ronan pidió que te subiera comida.
Voy a dejar la bandeja aquí afuera, ¿sí? Tómate tu tiempo.
Espero.
Larga, tensa, escuchando pasos alejarse hasta que el pasillo queda vacío.
Abro apenas la puerta, tomo la bandeja, la cierro rápido, seguro como un animal que recién aprendió a vivir sin barrotes.
El aroma golpea —miel dorada, grasa caliente, pan recién hecho— y mi estómago ruge con la ferocidad de quien ha conocido el hambre.
Huevos, tostadas, beicon, salchichas, panqueques, galletas, fruta… una fechoría de abundancia.
Como sin elegancia.
Sin vergüenza.
Con necesidad.
Cada bocado sabe a libertad.
Y libertad es un sabor peligroso.
Cuando termino, el baño me llama.
La bañera es inmensa, casi obscena. Puedo imaginar un ejército dentro, y sobra espacio.
Toco los mandos, un botón responde, un chorro de agua caliente me salpica el rostro como una carcajada del destino.
El vapor sube.
El agua hierve seductora.
Me despojo de la ropa de clínica, lenta, casi temblando.
La piel erizada.
No por frío, sino por memoria.
Me hundo.
El agua envuelve, quema dulcemente, derrite nudos antiguos en mi espalda.
Mi cabello blanco flota como un fantasma sobre la superficie —tan largo, tan pesado con historias que ya no quiero cargar. Quizá después… lo corte.
Cierro los ojos, y allí aparece él.
Ronan.
Verde bosque en la mirada, voz que manda sin gritar, manos grandes que me calmaron cuando yo solo sabía temblar.
No debería pensar en él, pero el pensamiento me encuentra igual.
Imaginarlo es peligroso.
Y delicioso.
Mi pecho se aprieta con algo que reconozco tarde:
deseo.
Diez años sin querer nada.
Diez años sin permitirle al cuerpo recordar lo que era placer.
Y ahora —aquí— algo despierta, lento como un fuego que encuentra oxígeno.
Me recuesto en la cama después del baño, sin vestirme aún.
La suavidad del colchón es un abrazo.
El silencio respira conmigo.
Mi piel aún tibia del agua.
Mis muslos rozan y el pulso baja al vientre.
Es tan simple como eso.
Tan humano.
Tan mío.
La mano sube por mi vientre despacio, temblando.
Mis dedos rozan mi pecho, el pezón endurecido bajo mi propia caricia, y un suspiro que no sale —porque no hablo— se queda atrapado entre mis dientes.
La otra mano baja y encuentra humedad.
Mucha.
Caliente.
Urgente.
Me toco despacio, círculos suaves, explorando una sensación casi olvidada.
El placer crece como una ola que promete arrastrar todo con ella.
Imagino sus manos, firmes, recorriendo mi cuerpo desnudo.
Su boca en mi cuello, mordiendo con paciencia cruel.
Su lengua atrapando mis pezones, tirando, provocando un gemido que solo existe en mi mente.
Lo pienso entre mis piernas, respirando contra mi piel, abriéndome con su boca como si yo fuera un juramento.
Metiendo un dedo dentro, luego dos —un dulce delito— imagino sus labios allí, devorando lento, reclamando algo que no existe… aún.
Bip. Bip. Bip.
El sonido corta el aire como una bofetada.
Me detengo.
Respiro duro.
¿En qué demonios estaba pensando?
El teléfono.
El que Ronan dejó.
Me incorporo, envuelta apenas en la toalla.
La pantalla brilla.
Su nombre.
Y un mensaje:
Ronan: Espero que tu mañana haya sido buena.
Que comieras. Que descansar te esté ayudando, Liora.
Mis dedos tiemblan, pero respondo.
Economía de palabras. Mi forma de hablar.
Yo: El desayuno… perfecto. Demasiado.
La bañera también.
Gracias.
Ronan: No necesitas hablar. Solo sanar. Descansa.
Yo: Intentaré.
Ronan: Buena chica.
Las palabras se deslizan como seda caliente por mi pecho.
Yo: ¿Por qué “lobita”?
Ronan: Porque eres pequeña.
Yo: Mides más de uno ochenta. Todos te parecen pequeños.
Ronan: Los alfas somos grandes. Debemos cargar más peso.
Seguro notaste los músculos.
Yo: Vi tres cambiaformas. Los tres parecen esculpidos por dioses aburridos.
Ronan: No compares músculos que no conozco.
No hay otros en esa conversación.
Sonrío sola. Ridículo.
Hermoso.
Yo: Me vestiré y dormiré un poco.
Ronan: Dormir desnuda funciona mejor. Igual te mandaré el almuerzo.
El mensaje termina allí.
Yo también.
Con el pulso todavía vivo entre las piernas.