CAPITULO I: LA PIZARRA DE CRISTAL

1254 Palabras
La rutina en el estudio de diseño de la Academia era una danza familiar que Jandey Matamba conocía de memoria, una sinfonía de paz que había aprendido a apreciar después de años de estruendo y supervivencia. Eran las seis de la tarde, y el suave zumbido de los ordenadores se mezclaba con el olor a tinta fresca y el aroma a café recalentado. Mientras revisaba los últimos bocetos digitales de sus alumnos—líneas limpias, conceptos audaces—una sonrisa satisfecha se dibujó en su rostro. La vida, pensó, finalmente había encontrado su ritmo y, más importante, su silencio. Jandey era un hombre alto, su figura esbelta y fuerte, marcada por años de trabajo físico y emocional. Su piel, de un tono ébano profundo, contrastaba con el pelo trenzado en rastas que caían sobre su cuello. Era americano de nacimiento, con la herencia de sus padres afroamericanos y la actitud de un londinense adoptivo. A sus veintiocho años , era un pilar en la Academia, un respetado profesor de Diseño Gráfico, un faro de estabilidad. Fuera de las ventanas del estudio, el bullicio de Londres comenzaba a decaer, tiñendo el cielo con un naranja melancólico que a él le recordaba a los atardeceres en el sur de la ciudad. Pero dentro de los muros de la Academia de Arte, el espíritu creativo nunca dormía. Este lugar no era solo su empleo; era su santuario, su refugio, el lugar donde su pasado difícil se había transformado en un presente pleno. ​Su mirada se detuvo en una foto en su escritorio. Un tríptico de sonrisas: Sergi, con su cabello rubio ceniza, sonriendo con los ojos claros que tanto le gustaban—claros y atentos, tan diferentes a los suyos—, abrazando a una pequeña Chloé de trencitas, riendo a carcajadas. La imagen era un ancla, un recordatorio constante de todo lo que había construido sobre las ruinas de su adolescencia. Chloé, su hija de diez años, adoptada en Sudáfrica. Recordaba vívidamente la primera vez que pisó esos pasillos, a los diecisiete años. Un chico recién llegado de los suburbios de Londres, donde la comunidad LGTBQ+ de Brixton se había convertido en su familia improvisada después de que su padre, Louis Matamba, lo echara de casa. Louis, un hombre de negocios conservador y profundamente religioso, nunca pudo aceptar la verdad. ​—Deshonras a esta familia. Deshonras mi fe— resonaban las palabras ásperas de su padre, incluso décadas después, cada vez que miraba su reflejo. Jandey había salido de esa casa a los trece años, llevando solo una mochila y la certeza helada de la traición. Vivir en la calle fue breve, pero brutal. Fue allí donde conoció a Brunella Simons, una chica trans, artista de la calle, que se convirtió en su mentora no oficial. Brunella, con su corazón de oro y su sabiduría callejera, no solo le dio un sofá para dormir, sino que le enseñó a navegar un mundo hostil, a afinar su arte y, sobre todo, a aceptar la belleza indomable de su propia identidad. Brunella fue quien insistió, con vehemencia y ternura, en que presentara su carpeta a la Academia de Arthur Gerard. ​—Tú tienes talento, Jandey. No dejes que la rabia de los hombres pequeños te consuma. Lucha con tus colores— le había dicho Brunella. ​Y así lo hizo. Consiguió el cupo y fue allí donde encontró a Sergi Sergueth, su otra mitad. Sergi, de Bielorrusia, había llegado con el trauma de un exilio autoimpuesto, buscando la libertad que su país le negaba. Un chico de constitución más delgada y un físico estilizado, parecido al de Katrina, aunque su cabello era rubio y sus ojos de un azul penetrante, que reflejaban una sensibilidad profunda. Al principio fue un amigo silencioso en el rincón de la sala de dibujo, luego un confidente, y después, su amor. Su conexión fue instantánea, una amistad forjada en la pasión compartida por el arte y en la comprensión tácita de las cicatrices del otro. Ambos habían sido rechazados por sus raíces: Jandey por su orientación, Sergi por buscar la libertad de expresión. A los dieciocho años, tomaron una decisión que desafió toda lógica: adoptaron a una niña. Chloé. Fue un acto impulsivo de amor y necesidad de pertenencia. La pequeña, abandonada en un orfanato, se convirtió en la razón de su existir, una fuente inagotable de luz y propósito. Arthur, que ya era su mentor, se convirtió en la red de seguridad, apoyando su inusual y precoz paternidad. Ahora Chloé tenía diez años, la misma edad que Patrick, el hijo de Arthur y Katrina, y eran inseparables, un dúo dinámico que jugaba al Fortnite y se inventaba mundos en el jardín de la hacienda Gerard. Jandey y Sergi se habían recibido de profesores, obteniendo puestos estables. Habían forjado una familia elegida con esfuerzo. Todo era un subidón de emociones, un sueño hecho realidad. Pero como una sombra silenciosa que se desliza por los pasillos, la noticia había llegado. La nueva asignación. Jandey tomó su teléfono y marcó. Al otro lado, Katrina contestó al tercer timbrazo, su voz usualmente firme, teñida de una impaciencia tensa. ​—Hola, Kat. Soy yo. ¿Alguna novedad sobre la... la llegada? ​—Llega mañana a primera hora, Jandey. Arthur está en reuniones todo el día. Quiere tenerlo lo más contenido posible. Pero ya sabes cómo es esto. ​—Lo sé. Pero me preocupa el ambiente. Él... Clerk. Ex militar. Esto no es la milicia. ​—Lo sé, amigo. Pero su currículum es impecable en gestión financiera, y la junta lo impuso. Arthur no pudo evitarlo. Necesitaban un "orden" después de nuestros... años salvajes. Y mira que Arthur está haciendo malabares. Él sabe que la reputación de la Academia está en juego, y tú y Sergi son parte fundamental de esa reputación, Jandey. Jandey rió, con un sonido seco. ​—Nuestros años salvajes nos dieron la Academia más creativa del país. ​—Sí, nos dieron nuestros mejores años Jandey ... En fin. Mira, Jandey, es simple. Él viene a cortar gastos y a imponer disciplina. Mantente profesional. Es un adulto, no un monstruo, eso creo...Aunque te confieso que si veo un solo uniforme camuflado, le digo a Arthur que le pida la renuncia, ¿de acuerdo? ​—De acuerdo —Jandey suspiró, la tensión cedió un poco ante la ligereza familiar de Katrina. Colgó, pero la palabra de Katrina y el propio miedo de Jandey resonaron en su mente: disciplina. Para hombres como Louis Matamba, y probablemente como Magnus Clerk, la disciplina era sinónimo de conformidad, y la conformidad nunca había sido una opción para Jandey. Se levantó, se acercó a la ventana y miró las luces encendidas de la Academia. Magnus Clerk. La antítesis de todo lo que la Academia, con su espíritu liberal, representaba. Su llegada prometía una nueva era, y el instinto de Jandey le decía que no sería una era de paz. Una pequeña alarma comenzó a sonar en su cabeza, un eco de viejos miedos que creía haber enterrado bajo años de estabilidad. Su vida, la familia que había construido con tanta lucha junto a Sergi, era como esa foto en su escritorio: hermosa, sí, pero increíblemente frágil. Una Pizarra de Cristal que el más mínimo golpe de prejuicio podía hacer estallar. -¿ Este hombre será como el profesor Gerard antes de conocer a Katrina, o será peor?- Jandey sorbió su café y se sentó a descansar antes de su próxima clase.
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