El timbre del departamento sonó con una insistencia que me revolvió el estómago. Estábamos en Canadá, en nuestra burbuja de paz, y lo último que esperaba era que alguien viniera a irrumpir esa tranquilidad que tanto me costaba recuperar. Amalia, que estaba en la cocina preparando café, me miró con el ceño fruncido. —¿Esperas a alguien? —Para nada —le respondí, secándome las manos en la toalla mientras caminaba hacia la puerta. Al abrir, me quedé fría. Allí estaba Robert, con esa pinta de niño bueno que siempre intentaba sostener, aunque detrás de su sonrisa tímida se escondía la sombra de Osvaldo. —Kendra… —me dijo con voz baja—. ¿Puedo pasar? Lo miré de arriba abajo con desgano, sin ganas de darle el gusto. —¿Y a qué debo la visita? ¿Vienes de parte de tu amo, Osvaldo? Porque si es

