Justo cuando estaba a punto de levantarme sonó el timbre de mi teléfono.
Miré la pantalla y sonreí. En la pantalla ponía Space Needle: era mi mejor amiga, Mira Anderson y hacía más de un mes que no la veía. La había echado tanto de menos…
El apodo era un recuerdo de nuestra época universitaria en Seattle. Alguien había intentado insultarla llamándola así porque era muy alta y delgada y yo me había asegurado de reclamárselo. Ahora era un término cariñoso en lugar de un insulto.
— ¡Hola, tía! Acabo de aterrizar.
— ¡Genial! Justo a tiempo para aprovechar también el fin de semana. ¡Te he echado mucho de menos!
—¡Yo también!
— Te traje un poco de surströmming de vuelta.
— ¿Qué es eso?
— Arenque fermentado. Especialidad sueca.
—Eh… ¿De aquí viene el síndrome de Estocolmo? Ya sabes…Porque estuviste en Suecia. ¿Te retuvieron allí hasta que te gustó?
— Jajajajaja. Recuérdame que te pegue cuando te vea, por hacerme leer eso con mis propios ojos. ¿Nos vemos en un rato?
—¡Sí! Dame media hora, el Sr. Jorge Gordon me quiere en su oficina.
—Ugh…
El término “ugh” era correcto. Mira era muy consciente de lo exigentes que podían llegar a ser mis padres sin molestarse, la mayoría de las veces, sin comprobar que me iba bien.
Cuando estábamos en el instituto, habíamos empezado a llamarlos a los dos por sus apellidos, y a lo largo de los años se había convertido en una broma interna.
Armándome de paciencia, me aseguré, de forma nerviosa, de que mi peinado de negocios estaba bien y llegué al despacho de mi padre. Sólo esperaba que no volviera a pedirme que lo sacara de algún apuro.
Me di cuenta de que algo iba mal desde el momento en que entré y cerré la puerta.
Había una enorme pila de papeles sobre su mesa, junto con un montón que mi padre estaba triturando meticulosamente.
El despacho estaba polvoriento y cargado como si el equipo de limpieza no hubiera pasado por allí en semanas. Ahora que lo pienso, no recordaba haberlos visto desde poco después de Navidad, y ya estábamos en mayo.
Mi padre me sonrió y me hizo señas para que entrara, algo que ya era suficiente para ponerme nerviosa, pero entonces…
—Jane, cariño, ven. Siéntate. ¿Quieres café?.
¿Cariño? La última vez que mi padre había usado palabras amables al hablar conmigo había sido… ¿nunca?
Tanto él como mi madre siempre habían sido muy fríos, razón por la que ansiaba tanto el contacto con la gente. En cualquier caso, me dirigí a uno de los sillones de cuero que enmarcaban su escritorio y tomé asiento con cautela, esperando que se pusiera a gritarme.
—¿Has pedido verme?.
Fui al grano sin más preámbulos. Era sábado y había una enorme margarita con mi nombre esperando en algún lugar de un bonito bar de Chicago.
Lo que quisiera mi padre podía esperar hasta el lunes, sobre todo con lo mucho que había fastidiado aquella última venta.
—Sí, claro. Escucha, cariño, como te habrás dado cuenta, la empresa ha tenido problemas últimamente.
No me digas.
—Sí, lo sé. ¿Por eso has decorado el Hometsman con alfombrillas del contenedor?—. Pregunté con sarcasmo—. Los frentes de los cajones podrían haber sido de papel maché y no habrían notado la diferencia.
Sorprendentemente, en lugar de reñirme insistiendo en que conocía el negocio mejor que yo, como solía hacer, mi padre pareció avergonzado.
Cada vez era más curioso.
—Eso fue un Ave María—, admitió—. La empresa está a punto de quebrar.
La noticia fue todo un shock y me sorprendí a mí misma sin saber cómo sentirme al respecto.
Por un lado, por fin me libraría de la empresa de mi padre y podría seguir buscando un nuevo trabajo sin dejar mis obligaciones con mi familia. Por otro lado, seguía siendo un trabajo que estaba a punto de perder.
—¿Tan mal han ido las cosas?—, pregunté entumecida.
—Bastante, pero sin embargo, he conseguido rescatarlo.
Parpadeé, casi con un latigazo cervical por todas las emociones encontradas.
—¿Lo has conseguido? ¿Cómo?.
—Conseguí saldar todas las deudas.
—¿Cómo?—, repetí, sonando como un disco rayado.
—Eso ahora no importa. Tengo más noticias para todos nosotros.
Me sentía entumecida y, por alguna razón, mi ritmo cardíaco se aceleraba como si estuviera en modo lucha o huida. Algo iba muy mal.
Mi padre no era así en absoluto.
¿Estaba drogado? Peor aún, ¿había traficado con drogas y había conseguido saldar la deuda? ¿Cómo…?
Trague saliva.
—¿Sí? ¿Qué clase de noticias?.
—Bueno… Además de rescatar la empresa, por fin he conseguido encontrarte un marido adecuado.
Algo helado se extendió desde mi cabeza hasta mi columna vertebral y me costó formar palabras.
Al mismo tiempo, una carcajada intentaba trepar por mi garganta porque eso era… eso tenía que ser una broma, ¿no? Era absolutamente ridículo.
—¿Qué?—, conseguí balbucear bajo una pequeña risita incrédula.
—Un marido. Y uno bueno. Vamos, cariño, ya tienes veintisiete años. Ya era hora de que te casaras.
Sacudí la cabeza para despejar la niebla que amenazaba con tragarse los últimos vestigios de claridad que quedaban en mi mente.
—¿Te has vuelto loco?—, pregunté, con un tono bastante más alto de lo que pretendía. Estaba a punto de chillar—. Esto es la Edad Media, donde los padres eligen al marido de sus hijas. ¿Y si no quiero casarme? ¿Y si soy lesbiana?.
—¿Lo eres?.
—Pues no. Pero esa no es la cuestión…
—La cuestión—, enunció mi padre, poniendo las palmas de las manos firmemente sobre la mesa como para subrayar dicha cuestión—, es que eres mi hija y harás lo que yo diga sin avergonzarme.
—¿Estás drogado?—, vomité mis pensamientos anteriores pero me interrumpió de nuevo, agitando la mano desdeñosamente.
—Tienes que casarte con este hombre. Ya te he prometido con él.
—¿Sin preguntármelo? ¿Qué demonios…?.
—Marcus será estupendo para ti. Es un joven bastante rico que cuidará de ti. No te preocupes—, dijo sacando de uno de sus cajones lo que parecía un cigarro caro. Lo ignoré lo mejor que pude, concentrándome en la cara de mi padre esperando que me dijera que era una broma estúpida.
Me aclaré la garganta. —¿Marcus? ¿Qué clase de nombre es ese? Parece sacado de una película de mafiosos.
Mi padre permaneció en silencio. La incredulidad inundó mis sentidos mientras le miraba fijamente. No. No podía ser…
—Es el hijo de Alfredo Moretti.
—¿Moretti… el…?—. Tartamudeé. Conocía a los Moretti.
La mayoría de la gente probablemente no habría sido capaz de nombrar a un señor del crimen de la cabeza, pero Mira y yo nos habíamos aficionado a los podcasts de crímenes reales durante la pandemia y había uno en particular que trataba sobre el crimen organizado en Chicago que se había convertido en uno de nuestros favoritos.
Y los Moretti… Bueno, aparecían bastante a menudo como famosos por estar involucrados en el crimen organizado, aunque siempre se las arreglaban para mantenerse alejados de la ley.
—¿Te involucraste con la mafia?—, chillé cuando por fin conseguí formar palabras de nuevo, con la esperanza de que estuviera bromeando. Ahora estaba convencida de que seguramente alguien saldría de detrás de las cortinas y diría que todo eso era una broma de mal gusto.
—Son una familia muy buena—, dijo mi padre, pero no parecía convencido—. Les prometí tu mano a cambio de que pagaran el dinero para mantener a flote el Lakehome Group.
—No puede ser en serio—, grité conmocionada—. No voy a hacer eso.
—Lo harás si quieres volver a poner un pie en esta empresa.
—Jesucristo, ¿te oyes hablar? ¿Me estás prostituyendo con la mafia? ¿Qué coño, papá?.
No podía estar hablando en serio. No había manera de que eso fuera algo que estuviera pasando en la vida real.
—Harás lo que yo te diga porque eres mi hija y sigues viviendo de mi dinero en un apartamento que yo te he dado.
—¡Me pagas porque trabajo!—, contraataqué, indignada.
—El trato ya está hecho. Si nos retiramos ahora, habrá graves consecuencias. Nuestras vidas estarían en juego. ¿O quieres terminar como Lisa y Matthew Williams?.
Un nuevo terror me invadió al oír esos nombres. El caso Williams era uno de los crímenes más horribles y sangrientos que había ocurrido en el área triestatal de Chicago en los últimos cincuenta años.
La policía no había podido culpar a nadie en particular, pero era casi seguro que la pareja había sido asesinada después de involucrarse con gente muy peligrosa.
Quizá estoy dormida y estoy teniendo la pesadilla más ridícula de la historia.
Me pellizqué con fuerza y sentí que el dolor me subía por el brazo, confirmando lo que me temía: estaba despierta y eso era muy, muy cierto.
—No quiero hacer esto—, dije, con voz suplicante y lágrimas amenazantes.
Mi padre se levantó, agitando un dedo hacia mí como si fuera un niño que se porta mal.
—Harás lo que yo te diga….
Cuando por fin me di cuenta de lo que mi padre me estaba sugiriendo, también me puse en pie, mirándole fijamente.
—No soy una vaca en venta—, declaré, con lágrimas corriendo por mis mejillas.
Y con eso, me di la vuelta y salí furiosa de la oficina de mi padre, cerrando la puerta tras de mí. Recogí apresuradamente mis cosas y le envié un mensaje a Mira mientras estaba en el ascensor.
— Emergencia. Reúnete conmigo en Jumping Fox’s lo antes posible. Te lo explicaré en persona.
Para cuando el ascensor llegó al vestíbulo, la realidad de lo que acababa de ocurrir estaba empezando a calar hondo.
¿Cómo podía un padre hacer algo así?
Llegué a mi coche enfadada. No sabía cómo iba a salir de esa mierda de situación, pero había una cosa de la que estaba segura al cien por cien: no me casaría con Marcus Moretti aunque fuera la última persona en la Tierra.