El apartamento de Nadia era un refugio caótico y acogedor en el corazón de Madrid, con paredes cubiertas de pósters descoloridos de conciertos pasados y el aroma persistente a café quemado y velas de vainilla que flotaba en el aire como un abrazo reconfortante. La luz de una lámpara de lava burbujeaba en la mesa baja, proyectando sombras danzantes sobre las tazas de té a medio beber y los cojines desordenados del sofá donde Luciana se había derrumbado al llegar, su cuerpo temblando aún por el shock de la habitación 130. Nadia, con su cabello revuelto en un moño improvisado y una sudadera oversized que olía a lavanda, había escuchado el relato entre sollozos ahogados, sus ojos oscuros brillando con una furia que se cocía a fuego lento. Ahora, con las manos plantadas en la mesa de formica rayada, la rabia de su amiga estallaba como un volcán contenido.
—Lo sabía. Sabía que esos dos no eran de fiar, ¡maldita sea! —La voz de Nadia ardía de rabia pura, un fuego que hacía que sus mejillas se enrojecieran y sus puños se cerraran con tanta fuerza que los nudillos palidecían, mientras golpeaba la mesa con un estruendo que hizo tintinear las tazas—. Debiste haber venido a mí antes, Luci. Yo me habría encargado de hacerlos pagar, de destrozarlos antes de que te llegaran tan cerca. ¡Qué par de desgraciados, serpientes con piel de cordero!
Luciana la miraba desde el sofá hundido, con una expresión de frialdad calculada que se había forjado en el trayecto de vuelta, una máscara de hielo que ocultaba la tormenta que se desataba en su interior: un remolino de traición que le arañaba el pecho, haciendo que cada respiración doliera como una puñalada. Sus ojos, hinchados por las lágrimas secas, reflejaban el vacío de quien acaba de ver su mundo invertido, pero debajo bullía una determinación nueva, afilada como un cuchillo.
—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —preguntó Nadia, su voz bajando a un tono urgente, inclinándose hacia adelante con las manos extendidas como si pudiera atrapar los fragmentos rotos de su amiga—. Estamos a solo tres días de esa farsa de boda. No me digas que vas a seguir adelante con esa estupidez, con ese circo de mentiras que te van a clavar como una daga.
—Por supuesto que no —respondió Luciana, su voz un susurro venenoso que se deslizaba como humo tóxico, cargado de una promesa oscura que le erizaba la piel a ella misma—. Pero tampoco me quedaré de brazos cruzados mientras esos dos desgraciados planean mi ruina y se ríen de mí en las sombras, tejiendo sus redes de codicia. Los haré pagar, ya lo verás. Se van a arrepentir de haberse metido conmigo, de haber subestimado a una Volkov hasta el punto de creer que podrían borrarme del mapa.
Nadia se levantó de un salto, su postura revelando una lealtad inquebrantable que se extendía como raíces profundas en la tierra, los músculos tensos bajo la sudadera como un resorte listo para saltar. Caminó alrededor de la mesa, el suelo de madera crujiendo bajo sus pies descalzos, y se arrodilló frente a Luciana, tomando sus manos frías entre las suyas cálidas y callosas.
—Tú solo dime qué hacer, y yo te ayudaré —dijo, su voz un juramento solemne, los ojos fijos en los de su amiga con una intensidad que cortaba el aire—. Eres mi mejor amiga, mi hermana de sangre y alma, y no te voy a dejar sola en esto, ni en mil tormentas. Somos un equipo, siempre lo hemos sido, desde aquellas noches de universidad robando cervezas en el parque.
Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Luciana, un rastro salado que quemaba su piel como ácido, rompiendo por un instante la máscara de acero que había construido. Se la enjugó con el dorso de la mano, sintiendo el peso de la vulnerabilidad que Nadia siempre había sabido extraer de ella, como un bálsamo en medio del veneno.
—Cuando todo esto termine —murmuró, su voz quebrándose en el borde de un sollozo contenido—, quiero irme de aquí. No quiero seguir en España, en esta ciudad que ahora huele a traición en cada esquina, a recuerdos falsos que me asfixian. Quiero irme muy lejos, a un lugar donde el sol no me recuerde sus sonrisas hipócritas.
Nadia frunció el ceño, sus cejas uniéndose en una línea de preocupación protectora, mientras se ponía de pie de nuevo y cruzaba los brazos sobre el pecho, el aroma de su loción de cítricos invadiendo el espacio entre ellas.
—¿Así que vas a abandonar toda tu vida por culpa de esas dos ratas? —preguntó, su tono un mezcla de incredulidad y cariño rudo—. ¿La empresa, las amistades, el legado de tus padres? ¿Todo por ellos?
—No es abandonarla, solo es un receso —explicó Luciana, enderezándose en el sofá con un suspiro que arrastraba el peso de años de responsabilidad, su mente ya volando hacia horizontes desconocidos—. He trabajado sin parar desde que me hice cargo de la empresa de mis padres, encadenada a reuniones y balances que me roban el aliento. Solo serán un par de meses, no es para siempre; un respiro para recomponerme, para recordar quién soy sin sus sombras. Y... quiero que vengas conmigo, Nadia. No lo imagino sin ti, sin tu risa que ahuyenta los demonios.
Nadia se rio con amargura, un sonido ronco que retumbó en su pecho como un trueno lejano, mientras se dejaba caer en el sillón opuesto, las muelles chirriando en protesta. Se pasó una mano por el cabello, desarmando el moño por completo, mechones cayendo como cascadas rebeldes.
—Eh, alto ahí, chiquita —dijo, levantando una mano en fingida rendición, aunque sus ojos brillaban con afecto—. No soy una superempresaria como tú, con jets privados y cuentas que no tocan fondo. Además, estoy desempleada, ¿recuerdas? Podría acompañarte, claro, pero el poco dinero que tengo no me alcanza ni para un boleto de avión a la esquina, mucho menos a "muy lejos".
—¿Acaso eres tonta? —replicó Luciana, una sonrisa fantasma curvando sus labios por primera vez esa noche, el calor de la complicidad disipando un poco la niebla en su mente—. ¿Cómo crees que te haré gastar tu dinero, como si no supiera lo que cuesta cada euro para ti? Te estoy invitando yo, cubro todo: vuelos, hoteles, caprichos absurdos. Y cuando regresemos, con la cabeza clara, te buscaré un buen puesto en la empresa, uno que te haga brillar sin que te sientas como una intrusa. Por favor, acepta. Sabes que te quiero como si fueras mi propia hermana, la familia que elegí en este lío. Esta vez las cosas serán distintas, lo juro. Claudia y Stiven ya no estarán en el cuadro, no seguiré permitiendo que se beneficien del esfuerzo de mis padres, que chupen la sangre de lo que construyeron con sudor y sueños.
La mirada de Nadia se suavizó como mantequilla al sol, el fuego de la rabia dando paso a una ternura profunda que le arrugaba las comisuras de los ojos. Sabía que no podía negarse –no a Luciana, no a esa conexión que había sobrevivido distancias y dudas–, y el nudo en su garganta lo confirmaba, un calor que subía desde el pecho.
—Está bien —concedió, extendiendo la mano para apretar la de Luciana con fuerza, un pacto sellado en piel y promesas—. Te acompañaré en estas pequeñas vacaciones, donde sea que nos lleven. Pero primero, dime: ¿qué planeas hacer con la sanguijuela de tu prima y el degenerado de tu exnovio? ¿Y con esa farsa de boda que cuelga como una guillotina?
Luciana se inclinó hacia adelante, sus ojos ahora encendidos con un brillo calculador, el plan que había esbozado en el trayecto cobrando forma en su mente como una telaraña perfecta.
—Ya verás, Nadia. Ya verás —susurró, su voz un hilo de seda afilada—. Los haré pasar por la peor humillación de sus vidas, un espectáculo que les queme la piel y les robe el aliento. Se van a arrepentir de haberse metido con una Volkov.
El día de la boda
El salón de ceremonias exudaba un lujo ostentoso que rozaba lo vulgar, un palacio de excesos donde el mármol veteado de las columnas capturaba la luz de los candelabros de cristal como prisioneros relucientes, y las flores –rosas blancas importadas y orquídeas exóticas en arreglos que costaban fortunas– desbordaban jarrones de plata, su perfume empalagoso invadiendo el aire como un velo de hipocresía. La música de un cuarteto de cuerdas flotaba suave en el fondo, una melodía romántica que ahora sonaba hueca y discordante a oídos de Luciana, revolviéndole el estómago con cada nota como si fuera un veneno disfrazado de celebración. Todo irradiaba una falsa elegancia que le erizaba la piel, un telón de fondo perfecto para la farsa que estaba a punto de desmoronarse. En una sala privada adyacente, con paredes tapizadas en damasco rojo y un espejo de cuerpo entero que reflejaba su figura como una reina exiliada, Luciana esperaba con los brazos cruzados, el vestido de novia –un diseño de alta costura con encaje francés y perlas que pesaba como cadenas– colgando de un perchero como un cadáver elegante.
Claudia, ataviada con un vestido de cóctel que hacía juego con el ambiente –seda esmeralda que se ceñía a sus curvas como una segunda piel traicionera–, se acercó con pasos medidos por el pasillo alfombrado, su sonrisa un barniz de dulzura falsa que no llegaba a sus ojos, donde un destello de anticipación codiciosa parpadeaba. El taconeo de sus zapatos contra el mármol resonaba como un reloj contando los últimos segundos, y el aroma de su perfume –jazmín pesado y almizcle– se coló en la habitación como un invasor.
—Prima querida —dijo Claudia, su voz un ronroneo meloso que goteaba veneno sutil, deteniéndose a una distancia segura mientras escaneaba a Luciana con una mirada que fingía admiración—. Te ves hermosa con ese vestido, como una diosa salida de un cuento. Serás la envidia de toda España, de cada invitado que babea por un pedazo de tu mundo. Prepárate, ya casi es el momento de salir al altar. Stiven está impaciente allí fuera, paseándose como un león enjaulado, ansioso por ponerte el anillo.
Luciana le dedicó una sonrisa gélida, un corte de hielo que no se curvaba en calidez, sus ojos fijos en los de Claudia con la precisión de un depredador midiendo a su presa. El pulso en su sien latía constante, un tambor de venganza que ahogaba el bullicio distante de los invitados, y en su mente, el plan se desplegaba como un mapa de fuego.
—Adelante —replicó, su voz serena pero cargada de un filo que cortaba el aire, un paso atrás deliberado que la alejaba del veneno de su prima—. Sal y disfruta del show, Claudia. Les tengo una sorpresa preparada, un regalo envuelto en luces y verdades que no podrán ignorar. Este día será inolvidable, te lo prometo –grabado en sus almas para siempre