Triana Navarro
Miro a mi alrededor sintiéndome cada vez más fuera de lugar. El humo artificial, las luces neón parpadeantes, el bajo vibrando en el suelo como si tuviera vida propia… y esa maldita sensación en el pecho que no me dejaba respirar. No quiero estar aquí. No quiero fingir que estoy bien ni por un segundo más.
Con decisión, giro sobre mis talones y empiezo a abrirme paso entre la multitud. Tomaré mis cosas, le mandaré un mensaje a Vale, y me largaré antes de que mi dignidad decida renunciar por completo y haga la locura de ir a reclamarle a Pablo.
Pero entonces ¡pum!, un empujón me desestabiliza y casi término de cara contra el piso pegajoso del antro. Un par de manos fuertes me sujetan por la espalda justo a tiempo.
—¿Estás bien? Lo siento… no te vi —dice una voz masculina, profunda pero cálida, con cierto nerviosismo.
Levanto la vista, molesta… pero la molestia se me queda a medias.
Frente a mí hay un chico, parece tener más o menos mi edad. Alto, delgado, pero con brazos marcados, como si cargara cosas pesadas por puro gusto. Lleva una polo azul oscuro que resalta su piel morena clara, unos jeans que le quedan indecentemente bien, y un reloj deportivo que no sé por qué me parece sexy. Su cabello es castaño oscuro, ligeramente despeinado como si se lo hubiera revuelto con las manos antes de entrar, y tiene unos ojos entre color miel y verdes que brillan bajo la luz del antro. Pestañas largas. Qué injusticia.
Trae una bebida en la mano. Hago un escaneo rápido con la mirada, en automático. Es atractivo, sí, pero viste con una informalidad que me choca un poco. Pablo siempre llevaba camisas bien planchadas, con ese aire de galán de revista…
¡No, Triana! ¡Sacúdete esa comparación ahora mismo! Sacudo la cabeza, como si eso espantara a los fantasmas de mi ex.
—Está bien, no me mojaste —respondo cortante, aunque con algo de vergüenza—. No pasa nada.
Intento continuar mi camino, pero su voz me detiene otra vez.
—¿Cómo te llamas? ¿Vienes sola?
Ay, no… el clásico. Me contengo de poner los ojos en blanco.
—Mmm… me llamo Triana. Vengo con mis amigos —digo, señalando con el dedo índice hacia la zona del segundo piso.
—Mi nombre es Fernando —dice, sonriendo de lado, con un hoyuelo sospechosamente encantador—. ¿Quieres un trago, Triana?
Su sonrisa es nerviosa, como si no estuviera del todo seguro de qué está haciendo. Aguzo la mirada. Conozco a este tipo de hombres. Los que sonríen bonito, pero solo quieren una cosa. Estoy segura de que tiene frases listas, emojis estratégicos en su w******p y que sigue a más influencers fitness de los que admite.
—No, gracias… ya me iba —respondo con tono educado pero firme.
Él me mira, confundido.
—¿Te vas a ir sola? Tus amigos aún están allá —dice señalando con la cabeza hacia arriba.
Miro en esa dirección… y claro. Mis ojos se topan con los de Vale, que me sonríe desde el segundo piso como si acabara de ver el tráiler de su comedia romántica favorita. Hace un gesto con los labios como si dijera “¡Qué guapo!” y levanta el pulgar con entusiasmo. Pongo los ojos en blanco tan fuerte que casi me duele la frente.
Sí. Sé perfectamente lo que está pensando.
—Sí… —respondo mecánicamente, aunque ya se me olvidó por completo el nombre del chico con el que hablaba. Mi atención se desvía cuando, de reojo, veo a Pablo caminando hacia el baño.
Una fuerza desconocida, quizá el enojo, quizá el m********o disfrazado de dignidad, se apodera de mí. Mis pies se mueven antes de que mi cerebro lo apruebe.
—Nos vemos —le digo al pobre chico, dejándolo plantado sin más explicaciones. Él apenas alcanza a levantar una ceja antes de que me aleje decidida, con la mirada clavada en el objetivo.
Justo antes de que Pablo empuje la puerta del baño, lo alcanzo. Le tomo de la camisa a la altura del brazo y lo jalo con fuerza. Se gira tan rápido que casi me estrello con su pecho. Mis ojos lo recorren en un segundo, como si verlo doliera y al mismo tiempo fuera inevitable.
Todo mi cuerpo tiembla. Lo amo. Maldita sea, todavía lo amo. Pero él… él me mira como si fuera una desconocida. Su rostro está serio, imperturbable. Frío.
—¿Sigues viendo a esa chica? —le suelto sin rodeos, con la voz cargada de dolor contenido.
Él resopla, exasperado, como si yo fuera la que está rompiendo el equilibrio del universo.
—No quisiste perdonarme, Triana. ¿Crees que me voy a quedar en mi casa llorando por ti?
Sus palabras me golpean como un puñetazo directo al estómago. “Eso es exactamente lo que yo he estado haciendo, imbécil.” Me he pasado dos semanas enteras llorando en pijama, comiendo helado y viendo series estúpidas con finales felices que me hacen llorar más. Pero él… él estaba con ella. Como si no nos hubiéramos besado hace unas horas.
Siento el calor subirme a la cara. Me hierven las sienes. Me hierve el alma. Si no fuera porque sé que tiene un cinturón n***o en artes marciales, ya le habría plantado un derechazo en la mandíbula.
—Te odio… —bufé con la voz temblorosa, odiándome por estar al borde de las lágrimas justo frente a él.
Una sonrisa ladina se dibuja en sus labios. Esa maldita sonrisa que en otro momento me hubiera hecho derretirme.
—¿Segura? Ese beso en la graduación me dijo lo contrario.
Su burla me enciende aún más. Lo fulmino con la mirada. Odio cómo tiene ese poder de desestabilizarme con una sola palabra. Odio que siga sintiéndose tan cómodo en su papel de víctima con tintes de galán.
—Eres un mentiroso —escupo—. Nunca tuviste intención de formalizar nada conmigo, ni siquiera sé por qué asististe a mi graduación.
Él ladea la cabeza con ese aire cínico que siempre aparece cuando quiere fingir que todo es racional y maduro, como si el problema fuera mi “exceso de emociones” y no su falta de escrúpulos.
—Triana, yo te propuse dejar eso atrás. Pudimos seguir con los planes, tú decidiste que no, fuiste tú quien se alejó.
Abro los ojos como platos. ¿Cómo puede tener tanto descaro? ¿De verdad cree que el “perdón” viene con paquete de viaje y luna de miel? ¿Siempre fue así de cínico o fui yo la que estuvo viviendo en una fantasía romántica?
—¿Casarme contigo y aguantar que me pongas el cuerno cada vez que se te hinchen los huevos? —le grito, sintiendo cómo la furia me desborda.
Él me mira sin inmutarse, como si yo fuera una actriz en una obra que ya no le interesa.
—Hablamos cuando se te pase el coraje, Triana. Pareces una niña chiquita, siempre llorando… —suelta con desdén—. Eso siempre me molestó de ti.
Y sin más, empuja la puerta del baño y desaparece, dejándome ahí, sola en medio del pasillo, con los ojos vidriosos, las mejillas rojas y el corazón en ruinas.
¿Cómo se atreve?
¿Cómo se atreve a dejarme hablando sola como si fuera una escena de comedia barata?
Me quedo ahí, inmóvil, mientras la música del antro sigue vibrando desde lejos, como si nada pasara.
Me alejo del pasillo con paso firme, queriendo salir de ese maldito lugar con dignidad, aunque la dignidad ya esté medio rota y tirada por el suelo como mis expectativas amorosas. Pero justo cuando estoy por alcanzar la salida, algo dentro de mí se enciende. Una chispa traviesa, terca… y vengativa.
¿Y si me desquito? No como venganza dramática de telenovela, sino como el primer acto de libertad de esta nueva versión de mí: la Triana soltera, dolida pero no derrotada.
Mis ojos recorren el lugar hasta que lo encuentro. Ahí está: el chico de antes, sentado solo en una mesa, mientras sus amigos bailan como si no hubiera mañana. Tiene una mano apoyada en la mesa y la otra jugando distraídamente con el borde de su vaso. Me acerco, aunque la inseguridad me hace tambalear un poco. No lo conozco. ¿Y si es raro? ¿Y si tiene novia? ¿Y si es de esos que coleccionan números como estampitas?
Muerdo mi labio, dudando.
¿Y si no importa? Estoy soltera. Libre. Esta noche puedo hacer lo que me dé la gana, incluso besar a un desconocido… o algo más.
—Hola… Alfredo —saludo, con una sonrisa nerviosa. No era Alfredo. Lo sé. Pero ya abrí la boca.
Él alza una ceja divertido y me lanza una mirada que me recorre de pies a cabeza sin disimulo.
—Hola, Triana. Mi nombre es Fernando, no Alfredo —responde con una sonrisa ladeada que le ilumina los ojos. Ahora que lo veo de cerca, es más guapo de lo que recordaba. Tiene la barba recortada en forma de candado, labios carnosos, mandíbula marcada, brazos fuertes y una espalda ancha que grita “maquina de abrazos aquí”. Viste simple, jeans y polo, pero tiene ese aire de seguridad descomplicada que lo hace atractivo.
Antes de que pueda decir algo más, mis ojos se desvían hacia el baño. Pablo. Viene caminando directo hacia donde estamos. El corazón me da un brinco traicionero. Actúo por instinto y me dejo caer en el asiento junto a Fernando.
—Sí, claro… Fernando. Perdón, lo había olvidado —digo, fingiendo una sonrisa encantadora que espero cubra mis verdaderas intenciones.
Él me observa divertido, pero no pregunta más.
—¿Quieres un trago?
—Sí, por favor —respondo, intentando sonar casual aunque mis nervios estén bailando cumbia por dentro.
Siento la mirada de Pablo clavarse en mí como una daga mientras pasa a nuestro lado. La tensión me recorre la espalda entera. Me obligo a no mirarlo directamente. En cambio, juego con la pajilla de mi bebida, fingiendo que no me importa, que estoy bien, que no tengo el corazón en carne viva.
Pero en el rabillo del ojo lo veo. Toma la mano de ella y se pierden entre la gente como si yo nunca hubiera existido.
Y ahí está. El golpe.
La humillación.
La rabia que me quema la garganta.
—Aquí tienes —Fernando me pasa una margarita recién servida por el mesero.
La tomo y bebo más de lo que debería, demasiado rápido, como si pudiera anestesiar lo que siento. Fernando comienza a hablarme de su vida: también es ingeniero, pero mecatrónico, se graduó hace un año, trabaja en una empresa que fabrica autopartes, ama los autos, tiene una hermana menor, le gusta el cine retro y los tacos al pastor.
Todo eso lo escucho mientras bebo… una margarita más. Y luego otra. Total, él dijo que invitaba. En algún momento dejo de contar cuántas van y empiezo a sentirme mareada, como si la pista de baile se hubiera metido en mi cabeza y girara con luces de neón.
—Creo que ya debo irme a casa… —murmuro, dejando la copa en la mesa—. Gracias por las bebidas.
Fernando sonríe, amable, sin rastro de molestia.
—¿Me das tu número, Triana? Podríamos salir otro día…
Asiento, fingiendo una sonrisa tímida. Me pasa su celular y, sin pensarlo demasiado, escribo un número ficticio. Lo siento, Fer. Eres guapo y encantador, pero no estoy lista para un “otro día”.
Busco a Vale y la llamo. Siento que si subo esas escaleras, voy a rodar como bolsa de papas. Le explico que me voy a casa y que pediré un taxi. Ella, por supuesto, se ofrece a acompañarme, pero le digo que no, que disfrute, que todo está bien.
—¿Quieres que te lleve? —Fernando me mira preocupado—. A esta hora, un taxi puede ser peligroso para una mujer joven como tú.
Levanto una ceja.
—¿Y tú no? Apenas y te conozco.
Él se ríe bajo y saca su cartera. Me muestra su identificación con una expresión divertida.
—Tómale foto, si quieres. No soy ese tipo de hombre. No me interesa llevarme a nadie a la cama, solo asegurarme de que llegues bien.
Lo miro, dudando.
—Eso dicen todos…
Pero en el fondo sé que no tengo energía para discutir. Además… ¿Qué puede pasar? Ya le di un número falso.
—Está bien. Sí, llévame, por favor.
Fernando sonríe como si se hubiera ganado un premio.