Capítulo 2.

1826 Palabras
Horas más tarde, el mundo había vuelto a una apariencia de normalidad, aunque bajo la superficie todo en mí seguía vibrando con una energía nueva y desconocida. Estábamos en el estudio de Diseño Gráfico, un espacio amplio y luminoso con techos altos y un perpetuo aroma a trementina, fijador de carboncillo y café recalentado. La luz de la tarde entraba a raudales por los ventanales que iban del suelo al techo, iluminando los caballetes y las mesas de dibujo donde mis compañeros trabajaban con una concentración que yo era incapaz de emular. Mi propia hoja de papel permanecía obstinadamente en blanco, el carboncillo inerte entre mis dedos mientras mi mente reproducía en bucle la escena del pasillo. El profesor Davies, un hombre amable de mediana edad con una sempiterna mancha de tinta en la camisa, explicaba los principios de la tipografía con una pasión monótona que hoy no lograba captar mi atención. — Sigo sin poder creerlo —susurró Elizabeth desde la mesa de dibujo contigua, inclinándose hacia mí con aire conspirador—. Fue el guiño más descarado y espectacular que he visto en mi vida. Y te lo dedicó a ti, delante de todo el mundo. — Baja la voz, Liz, el profesor Davies te va a oír —musité, fingiendo retocar una línea inexistente en mi papel—. Y no fue para tanto, seguro que fue un tic nervioso o algo así. — ¿Un tic nervioso? ¿Valeria, lo viste bien? Ese hombre no tiene un solo hueso nervioso en su cuerpo. Transmite más seguridad en sí mismo que todos los profesores de esta facultad juntos. Fue una declaración de intenciones en toda regla. — ¿Qué intenciones podría tener el director de la universidad con una de sus estudiantes? Sé realista —repliqué, aunque mi corazón dio un vuelco al pronunciar las palabras. Mentira. No quieres que sea realista. Quieres que sea exactamente como Liz lo describe. — ¡Las mejores intenciones! —insistió en un murmullo apasionado—. Eres creativa, guapa, inteligente y provienes de una buena familia. Él es adinerado, poderoso y, por si no lo habías notado, está soltero. Es la trama de todas las novelas románticas que hemos leído. — Esto no es una novela, es la vida real —finalicé la conversación, sintiendo mis mejillas arder al recordar la intensidad de su mirada azul. Justo en ese momento, la pesada puerta del estudio se abrió con un suave chirrido, interrumpiendo la letanía del profesor Davies sobre las fuentes serif y sans-serif. Todos nos giramos, esperando ver a algún estudiante rezagado, pero la figura que se recortaba en el umbral hizo que un silencio absoluto cayera sobre la sala. Era él. Alistair. Se había quitado la chaqueta del traje, revelando una camisa blanca de algodón que se ceñía a la perfección a su torso y sus brazos musculosos. Llevaba las manos en los bolsillos de sus pantalones de vestir y nos observaba a todos con una calma que contrastaba con la repentina tensión que había llenado el aire. El profesor Davies se quedó con la palabra en la boca, parpadeando confundido hacia la imponente figura que acababa de usurpar toda la atención de su clase. — Profesor Davies, disculpe la interrupción —su voz llenó el espacio, una barítono grave y resonante que no necesitaba ser alzada para imponerse—. Soy Alistair Price, el nuevo director. ¿Le importaría si les robo a sus alumnos por un minuto? Solo quiero presentarme formalmente. — ¡Oh! ¡Claro, por supuesto, director Price! —tartamudeó el profesor, enderezándose y pasándose una mano nerviosa por su escaso cabello—. Adelante, todo suyo. Alistair asintió en agradecimiento y avanzó unos pasos hacia el centro del estudio, moviéndose con esa misma gracia felina y segura que había exhibido en el pasillo. Su mirada recorrió el aula, deteniéndose brevemente en los proyectos de mis compañeros, en las manchas de pintura del suelo, en el desorden creativo que nos rodeaba. Parecía analizarlo y aprobarlo todo en cuestión de segundos, su inteligencia brillando en esos ojos azules tan penetrantes. Luego, su atención se centró en los estudiantes, en nosotros, pero mientras sus labios comenzaban a hablarle al grupo, sus ojos me encontraron a mí, sentada en la tercera fila, y se quedaron fijos en mi rostro. El resto del mundo pareció desvanecerse en un segundo plano borroso, convirtiéndose en un mero telón de fondo para nuestro silencioso y exclusivo diálogo. — Buenas tardes a todos. Como ya he mencionado, mi nombre es Alistair Price —comenzó, y aunque su cuerpo estaba orientado hacia toda la clase, sentí cada palabra como si me la estuviera dirigiendo solo a mí—. He asumido la dirección de esta universidad con un objetivo claro: convertirla no solo en un centro de excelencia académica, sino en un semillero de creatividad, innovación y liderazgo. Valoro la pasión y la determinación por encima de todo. Pasión y determinación. Las palabras resonaron en mi interior, una descripción perfecta de cómo me sentía respecto a mi carrera y, en ese preciso instante, respecto a él. — No creo en las jerarquías inaccesibles —continuó, su mirada todavía fija en la mía, intensa y escrutadora—. Mi puerta siempre estará abierta para cualquier estudiante que tenga una idea audaz, un proyecto revolucionario o simplemente la convicción de que podemos hacer las cosas mejor. Quiero que vean esta institución no como un conjunto de reglas y edificios, sino como una plataforma para lanzar sus sueños. Mientras hablaba, una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios, la misma sombra de sonrisa que me había dedicado en el pasillo. Fue un reconocimiento, una confirmación. Mi pulso se disparó, y sentí un calor que se extendía desde mi pecho hasta la punta de mis dedos. Estaba jugando, enviándome mensajes cifrados en un discurso público, y yo era la única que tenía la clave para descifrarlos. La audacia de su gesto me dejó sin aliento, una mezcla embriagadora de miedo y euforia. — Espero conocer a muchos de ustedes personalmente en las próximas semanas —concluyó, su mirada recorriendo una última vez a la clase antes de volver a posarse en mí por una fracción de segundo decisiva—. Gracias por su tiempo, profesor Davies. Continúe con su excelente trabajo. Y con un último asentimiento, se dio la vuelta y salió del estudio tan silenciosa y poderosamente como había entrado, dejando tras de sí un eco de su voz profunda y el sutil aroma de su perfume, que pareció quedarse flotando en el aire. La clase entera permaneció en silencio durante varios segundos, como si despertara de un hechizo colectivo, antes de que un murmullo excitado estallara por toda la sala. El profesor Davies, visiblemente nervioso, carraspeó un par de veces para recuperar el control, pero la concentración se había roto irremediablemente. La tipografía ya no le importaba a nadie; el único tema de conversación era, y sería durante el resto del día, el nuevo y magnético director. — Vale, retiro lo del tic nervioso —le susurré a Elizabeth, mi voz apenas un hilo de sonido. — ¡Te lo dije! —replicó ella con un chillido ahogado, sus ojos brillando de emoción—. ¡No te ha quitado la vista de encima en todo el discurso! ¡Clara, tú lo has visto, ¿verdad?! Se giró hacia nuestra amiga Clara, sentada al otro lado de Elizabeth, quien hasta ahora había permanecido en silencio, observando toda la escena con sus analíticos ojos marrones. Clara era la voz de la razón en nuestro trío, una estudiante de derecho brillante y pragmática que siempre veía las cosas desde todos los ángulos legales y lógicos posibles. Ella nos miró a ambas, primero a la euforia de Elizabeth y luego a mi rostro, que seguramente era un poema de emociones encontradas, y su expresión era seria, casi admonitoria. — Sí, lo he visto —confirmó con una calma que contrastaba con nuestra agitación—. Y tengo que decir, Valeria, que aunque Liz tenga razón y hayas entrado en las grandes ligas, también acabas de entrar en un campo de minas. — Oh, vamos, Clara, no seas aguafiestas —se quejó Elizabeth, dándole un empujón suave—. ¡Esto es emocionante! — Es emocionante, pero también es peligroso —insistió Clara, bajando la voz y acercándose más a nosotras—. Valeria, piensa con la cabeza fría por un segundo. Ese hombre es el director de la universidad. Tú eres una estudiante. Sí, ambos sois mayores de edad, tú tienes veinte y él treinta, legalmente no hay problema. Pero dentro de esta institución, él está en la cima de la cadena de poder y tú estás en la base. — ¿Y eso qué importa si hay… una conexión? —pregunté, la palabra sonando débil incluso para mis propios oídos. — Importa todo —declaró Clara con firmeza—. Una relación entre un director y una alumna es un abuso de poder ético de manual. Está terminantemente prohibido por el reglamento de la universidad. Si alguien se enterara, a él podrían despedirlo y a ti podrían expulsarte o, como mínimo, tu vida académica se convertiría en un infierno. La gente no vería una “conexión”, vería a una estudiante buscando favores y a un directivo aprovechándose de su posición. El peso de sus palabras cayó sobre mí, una dosis de realidad fría y dura que debería haberme asustado. Debería haberme hecho retroceder, analizar los riesgos y decidir que la prudencia era el mejor camino. La lógica de Clara era impecable, sus advertencias completamente válidas. El escándalo, las consecuencias, el desequilibrio de poder… todo era cierto. Sin embargo, mientras procesaba su discurso, una extraña y rebelde emoción comenzó a florecer en mi pecho, ahogando la voz de la razón. La idea del peligro, de lo prohibido, del riesgo, no me disuadió. Al contrario. Hizo que el pulso se me acelerara aún más, que la imagen de sus ojos azules se volviera todavía más nítida y atractiva. — Tiene razón. Ten cuidado, Val —añadió Elizabeth, su tono ahora más serio al ver la expresión de Clara. Pero sus palabras ya no me llegaban. El miedo se estaba transformando en un desafío. Su posición de poder no me intimidaba; me intrigaba. La naturaleza ilícita de esa atracción no la convertía en algo sucio, sino en un secreto excitante, un mundo privado que solo nosotros dos podríamos compartir, lejos de las miradas y los juicios del resto. Su advertencia, pensada para apagar el fuego, solo había conseguido avivar las llamas. La idea de que algo tan intenso pudiera estar mal lo hacía sentir increíblemente bien, convirtiendo una simple fascinación en una tentación casi irresistible. Él era el director, la figura de autoridad definitiva, y yo era solo una estudiante, pero en el lenguaje silencioso de nuestras miradas, las reglas parecían haberse desvanecido por completo.
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