**ALAI**
Mi corazón golpeaba contra mi pecho. Mi respiración estaba entrecortada. No iba a repetir la historia. No iba a dejar que otro hombre dictara mi destino. Todo lo que tenía que hacer era salir antes de que fuera demasiado tarde.
Mis manos temblaban mientras cerraba la maleta con fuerza. La adrenalina palpitaba en mi garganta, acelerando mi respiración, nublando mis pensamientos. No podía detenerme. No podía dudar. Tenía dinero, era suficiente.
Corrí hacia la puerta trasera, lejos de la vista de la calle, lejos del auto que seguía ahí, esperando, acechando. Mi piel se erizó al pensar en lo que podía significar. Él no estaba y podía irme sin problema. No iba a esperar para averiguarlo.
Tomé un abrigo grueso, el dinero, sin documentos, todo lo que podía cargar sin ser una carga. No había despedidas, no había nostalgia. Esta casa no era mi hogar. Solo había una cosa en mi mente: salir.
Con cada paso que daba hacia el exterior, el viento golpeaba mi rostro, recordándome que era libre. Pero no completamente. No todavía. Y si quería que esta vez fuera diferente, si quería que esta huida fuera la última, tenía que asegurarme de que nadie pudiera alcanzarme.
No iba a dejar que otra jaula se cerrara sobre mí. Y si este hombre creía que podía comprarme, entonces estaba por descubrir que no había cifra suficiente para contenerme. El sonido de la estación fue lo último que escuché antes de que todo se oscureciera. Un eco de pasos, voces mezcladas, el murmullo de un mundo que seguía su curso sin mí. Y después, nada.
Cuando desperté, la luz fue lo primero que me golpeó. Difusa, suave, filtrándose por cortinas gruesas. Me dolía la cabeza, un dolor punzante, profundo, como si alguien hubiera apagado mi mente y forzado a encenderla de nuevo.
Respiré hondo, tratando de aclarar mis pensamientos. Esta no era mi casa.
Era un dormitorio extraño, impecable, ajeno. Las sábanas bajo mis dedos eran suaves, demasiado lujosas para un lugar cualquiera. Las paredes tenían un color neutro, elegante. Una mesita con una lámpara costosa descansaba junto a la cama.
El aire olía a madera, a perfume caro, a algo que no reconocía. Cada célula de mi cuerpo se tensó. Intenté moverme, pero mi cuerpo se sentía pesado, como si aún estuviera atrapado en la niebla de la inconsciencia. ¿Qué pasó? ¿Cómo llegué aquí?
Mi garganta estaba seca, mi mente, alerta. Algo no estaba bien. Algo me decía que la huida no había sido suficiente. Y lo peor de todo… Era que no estaba sola.
El aire estaba cargado de humo, una niebla espesa que flotaba en la habitación con una calma que me aterraba. Me giré lentamente, mi cuerpo aún entumecido, como si el sueño forzado aún pesara en mis extremidades. Allí estaba él, de pie frente a la ventana, con el cigarro entre los dedos, la brasa roja iluminando sus nudillos.
Alto. Fornido. Su silueta era imponente, como si la mera existencia de su presencia pudiera aplastarme antes de que siquiera pronunciara una palabra. Pero no me miraba.
Como si yo no fuera algo que mereciera su atención inmediata.
—Despertaste.
Su voz era grave, profunda, cargada de una seguridad que no dejaba espacio para dudas. Tragué saliva, sintiendo el peso del momento sobre mi pecho.
—¿Usted de nuevo? —mi voz salió rasposa, mi garganta seca, mi mente aún dispersa—. ¿Por qué estoy aquí?
Él exhaló el humo con calma, sin girarse todavía, como si disfrutara alargar el momento, como si estuviera probando cuánto podía hacerme esperar.
—¿Querías huir? —la forma en la que lo dijo me heló la sangre. Lenta. Con una certeza absoluta—. De mí nadie huye —continuó—. Menos algo que me costó mucho dinero.
Mi corazón se detuvo por un segundo. Cada músculo de mi cuerpo se tensó, cada pensamiento en mi mente se agolpó en una única conclusión aterradora.
—¿De qué habla? —susurré, aunque en el fondo temía la respuesta.
Finalmente, apagó el cigarro en el cenicero con un movimiento preciso, como si acabara de cerrar un trato, como si mi destino estuviera sellado en ese gesto.
Giró lentamente, y cuando su mirada se posó en mí, supe con certeza que mi libertad había sido una ilusión.
La jaula había cambiado de dueño. Pero seguía siendo una jaula. De nuevo en su casa. Tiemblo de miedo, de imaginarme el castigo por huir. Sus ojos están llenos de fiereza, y cada vez que intento comer su mirada, hace que me detenga. Siento que mi corazón se aprieta.
Él dice que no golpea a las mujeres, que no recurre a la violencia sin motivo… pero no puedo evitar desconfiar. Todo mi pasado me susurra que no puedo confiar en nadie, que en cualquier momento puede cambiar, que aun en los momentos en que parece tranquilo, algo puede salir mal.
Él se acerca lentamente, con calma, con la esperanza en su mirada. Me habla con suavidad, asegurándome que, mientras coopere, nada pasará. Sus palabras quieren tranquilizarme, pero mi miedo todavía me agarra fuerte. Pienso que quizás si hago lo que él pide, el día de mañana aún algo podría salir mal, que quizás, en un momento de ira, podría hacerme daño igual que Matthew.
Sé que dice que no golpea a las mujeres y que me dará tiempo para que me adapte, pero, aun así, la duda me corroe. Cuando llega la noche, el temor se vuelve aún más intenso. La oscuridad me envuelve y siento que todo puede cambiar en un instante. La idea de que él pueda hacerme daño, que tal vez en su enojo o en su desesperación, algo terrible pueda ocurrir, me mantiene alerta y paralizada.
Solo quiero que él entienda que no puedo confiar por completo, que mi pasado ha dejado cicatrices que aún duelen, y que cualquier señal de violencia, por mínima que sea, me hace retroceder. A veces siento que el miedo me aprisiona, y en esa oscuridad nocturna, me pregunto si algún día podré dejar de temer y confiar verdaderamente en él.
***
—Señora, es tarde, el desayuno está servido —escucho una voz femenina a lo lejos. Mis ojos están pesados y lucho por abrirlos. En ese momento, la realidad me golpea como una ola helada: ya no estoy en mi casa. Ahora pertenezco a otra persona.
Mis defensas se activan al instante. Me siento retroceder, arrinconada en la esquina de la cama, abrazando mis rodillas como si pudieran ofrecerme algún tipo de protección. Mi mirada se desplaza con rapidez por la habitación: es elegante, decorada con un gusto refinado, pero la luz que entra por las ventanas no logra disipar la sombra que pesa sobre mí. Cada rincón parece estar lleno de una calma que me resulta ajena, pero, al mismo tiempo, amenazante.
—¿Qué le pasa, señora?
La pregunta me sacude como un grito en la oscuridad. Mis ojos intentan enfocarse, pero el rostro de la mujer frente a mí sigue siendo una sombra imprecisa, borrosa. Me siento atrapada, como si un peso invisible me apretara el pecho. No logro entender por qué me llaman de esa forma.
—¿Por qué me dice, señora?
Mi voz suena más débil de lo que quisiera. Aún no estoy completamente despierta, no obstante, una inquietud fría se instala en mi pecho. Algo no está bien, algo se me escapa; sin embargo, no sé qué es.
—Usted es la señora de la casa, la esposa del señor.
La respuesta es un eco de una realidad que no reconozco, como si las palabras pertenecieran a otra persona, a un tiempo que no es el mío. ¿Esposa del señor? No sé a quién se refieren, pero esa afirmación resuena como una condena. ¿Soy yo esa mujer?
—¿Dónde está él?
La pregunta sale de mis labios antes de que pueda detenerla. Mi cuerpo se tensa. No quiero saber la respuesta, no quiero tener que enfrentar esa realidad. Pero el miedo, ese sentimiento que siempre se esconde en las sombras, me empuja a buscar una verdad que no deseo conocer.