La mañana siguiente llegó con una mezcla de emoción y nervios en el aire. Me desperté con el pensamiento inquietante de que había cruzado una línea de la que ya no podía retroceder. La oferta de Alejandro seguía martillando en mi cabeza, y cada vez que pensaba en sus palabras, el nudo en mi estómago se apretaba más. Había accedido a ayudarlo, sí, pero eso no significaba que confiara plenamente en él. Tenía mis dudas, y algo en mi interior me advertía que Alejandro Magno no era alguien que pidiera algo sin esperar mucho más a cambio. Y aun así, algo en mí quería darle esa oportunidad, arriesgarme en este juego peligroso que él había propuesto. Mientras me arreglaba para ir a la oficina, decidí que este asunto se debía manejar con frialdad. Si íbamos a hacer esto, debía ser bajo mis términ

