Capítulo 4

1983 Palabras
El reloj de mi escritorio marcaba la 1:00 p. m. La hora del almuerzo. Dos horas de libertad condicional. ​Me levanté de la mesa de juntas adyacente, sintiendo que mis músculos se habían atrofiado por la tensión. Había estado tan inmersa en la revisión del Archivo Gamma, tan absorbida por la discrepancia de siete cifras que nadie más había visto, que casi había olvidado el roce en la bóveda, el aliento de Ethan Pierce en mi cuello, la punzada de electricidad que había quemado mi piel donde su brazo había tocado el mío. ​Casi. ​Cada vez que pensaba en ello, mi garganta se secaba y el pulso se aceleraba de nuevo. Había encontrado el error, sí, demostrando mi valía profesional. Pero al hacerlo, había forzado una proximidad que me había hecho dudar de todo. No era solo su arrogancia; era el poder físico que emanaba de él, la promesa tácita de peligro. ​Ethan seguía en su escritorio, mirando sus pantallas, inmerso en su bloqueo de concentración. Podía sentir su mirada sobre mí, incluso cuando no me estaba mirando. Era como si hubiera dejado un sensor de presión en el ambiente, calibrado solo para detectar mi presencia. ​Tomé mi bolso, lo crucé sobre mi pecho como una armadura y caminé hacia la puerta. ​—Señor Pierce —dije, usando mi voz más plana y profesional—, saldré a almorzar. Volveré a las 3:00 p. m. ​Él levantó la vista. Sus ojos grises, oscuros como el carbón, se posaron en mí. No había ni una pizca de emoción, solo la fría evaluación de un hombre que controlaba cada variable. ​—Bien, Carter. No se retrase. Y no olvide que la Fundación Lowell espera esa llamada. ​—Lo tengo todo en la agenda —repliqué. ​Abrí la puerta y salí de la oficina ejecutiva, pasando junto a mi propio escritorio. Solo cuando el ascensor comenzó su vertiginoso descenso, solté el aire que no sabía que estaba conteniendo. ​El aire frío de la calle, mezclado con el olor a pretzels calientes y gases de escape, fue un alivio inmenso. Necesitaba un ancla, una confirmación de que la realidad no era un thriller erótico y financiero. Necesitaba a Olivia. ​Olivia Brown, mi mejor amiga y consejera vitalicia, era todo lo que yo no era: audaz, ruidosa, impulsiva y completamente feliz en su trabajo como diseñadora de interiores freelance. Nos encontramos en nuestro pequeño café habitual en Midtown, lejos del brillo corporativo de Pierce Corporation. ​Ella ya estaba allí, sentada en una mesa lateral, con un gorro de lana rosa y una sonrisa amplia que iluminaba el lugar. ​—¡Carter! ¡La mujer más profesional de Manhattan! —Exclamó, levantándose para darme un abrazo que me recordó que todavía era Alice, y no solo la asistente de un CEO glacial. ​—Necesito una inyección de normalidad, Liv —suspiré, dejándome caer en la silla y pidiendo un té helado. ​—Cuéntamelo todo. ¿Cómo es el Ice King? ¿Tan guapo como dicen? ¿Tan horrible como su historial de empleados? ​Cerré los ojos un momento, reviviendo el encuentro en la bóveda. El sándalo. El roce. La tensión en la mandíbula de Ethan cuando se dio cuenta de su error de siete cifras y de su error personal al contratarme. ​—Es peor. Y mucho más guapo —admití—. Olivia, es como una pintura al óleo perfectamente ejecutada, pero hecha de hielo. Es arrogante, controlador, y me puso una prueba de fuego profesional en la primera hora. ​Le conté sobre la orden de cancelar todas sus reuniones sociales, el mensaje sobre Daniel Hayes y, por supuesto, la infame reprimenda por el traje gris perla. ​Olivia me miraba con la boca abierta, sujetándose el rostro con las manos. ​—Espera. ¿Te dijo que tus curvas eran una distracción? ¿Literalmente? ​—Lo hizo. Y de la manera más fría y despectiva posible. Como si yo fuera un fallo en el diseño de su oficina. ​—Oh, Dios mío. Alice, eso no es profesional. Eso es... un reconocimiento. Es la prueba de que el CEO frío como el ártico se dio cuenta de que eres una mujer, no un robot. Y no le gustó, porque eso amenaza su control. ​—Él quiere control absoluto —dije, revolviendo mi té con frustración—. Me ha advertido de los secretos de la empresa y me ha ordenado no confiar en nadie, ni siquiera en él. Es un muro de advertencias. ​—Lo que me lleva a mi Teoría del Imán —declaró Olivia, inclinándose sobre la mesa con ojos brillantes—. ¿Recuerdas en física? Polos opuestos se atraen. Él es el polo Norte, frío y magnético, y tú, Alice, eres el Sur. Eres la empatía, la inteligencia emocional. Lo que él necesita, pero lo que más teme. ​—No necesito esto, Liv. No necesito drama. Necesito el sueldo, el seguro médico y la estabilidad. Estoy tratando de construir una vida después de... —Me detuve. El “después de” era la parte que siempre me costaba pronunciar en voz alta, el agujero n***o que había consumido mi pasado. ​Olivia, con su empatía característica, tomó mi mano. ​—Lo sé, cariño. Y este trabajo es tu oportunidad. Pero escúchame. Lo que pasó en esa oficina no fue sobre el trabajo. Fue una guerra silenciosa de voluntades. Y cuando él te advierte sobre Daniel, no es por Daniel; es por él. Está celoso. ​—¿Celoso? Por favor, Olivia. Me conoció hace cinco horas. ​—El deseo no respeta agendas, Alice. Y te diré algo. Ese hombre es una bomba de tiempo, y tú estás caminando justo hacia el detonador. ​Bebí un largo sorbo de té helado, sintiendo el escalofrío en la garganta. La bomba de tiempo. La descripción era acertada. ​—Además —añadió Olivia, con un tono más ligero pero decidido—, si te advierte sobre Daniel, eso significa que Daniel es tu única vía de escape. O al menos, tu único escudo. ¿Qué te dijo Daniel? ​Le conté la conversación en mi escritorio, incluyendo la mención a su madre, Victoria Pierce, y el "secreto" de Ethan. ​—¡Victoria Pierce! Ella es tan famosa como él, Alice. La Reina Madre. Controladora, socialité, siempre en la junta directiva. Si Ethan está cortando lazos sociales, probablemente sea para evitarla a ella. El secreto debe ser algo que Victoria le obligó a hacer, o algo que lo destruirá. ​—Daniel me invitó a almorzar. Un almuerzo profesional. ​Olivia me miró fijamente. ​—¿Y vas a ir? ​—No puedo. Viola la "discreción absoluta" de Ethan. ​—Precisamente por eso debes hacerlo, Alice. Si le demuestras a Ethan que su control se extiende más allá de su oficina, se convertirá en tu carcelero. Demuéstrale que puedes ser eficiente y que también tienes una vida. Y además, si Daniel es su rival, es la mejor fuente de información para entender el tablero de ajedrez en el que acabas de entrar. ​Su lógica era impecable. La calma en el caos no significaba sumisión, significaba estrategia. ​—Le enviaré un correo —decidí, sintiendo un subidón de adrenalina. Ya no era miedo; era desafío—. Una propuesta de almuerzo profesional para discutir las sinergias entre Pierce Co y Hayes International. ​—Eso es mi chica. Profesionalismo como arma. ​Regresé a la Pierce Corporation a las 2:58 p. m., dos minutos antes de mi hora límite. Mi corazón latía de emoción. Estaba entrando en el terreno de juego, no solo como empleada, sino como jugadora. ​Me senté en mi escritorio y, mientras el muro de cristal seguía transparente, revelando la figura concentrada de Ethan, abrí mi correo. Redacté el mensaje para Daniel, formal, pero con una subcapa de intriga. ​Apenas un minuto después de enviar el correo, la luz del intercomunicador se encendió. ​—Carter. A mi oficina. ​Entré, mi blazer n***o impecable, mis ojos firmes. ​—Sí, señor Pierce. ​Él se levantó de su asiento. No había papeleo en sus manos. Simplemente se quedó allí, alto, oscuro, el aire vibrando con la misma intensidad que en la bóveda. ​—La reunión con la Fundación Lowell está a punto de comenzar. Es una teleconferencia cifrada. Y me he dado cuenta de algo. ​Su voz era baja, íntima, y por primera vez, no parecía preocupado por un error financiero, sino por una falla en la Matrix. ​—¿Qué cosa, señor Pierce? ​Dio un paso hacia mí. Luego otro. Se detuvo a menos de medio metro. Estaba demasiado cerca, la fragancia a sándalo era un asalto a mis sentidos. La tensión s****l que me había advertido Olivia me golpeó con una fuerza casi violenta. Era tan denso que casi me impedía respirar. ​—Durante el cotejo de documentos, noté que sus uñas son cortas y sin esmalte. Limpias. Profesionales —dijo, sus ojos, ese gris tormentoso, fijos en mi boca—. Pero están en carne viva en los bordes. Usted se muerde las uñas cuando está bajo presión, Carter. Es una debilidad. ​Me quedé helada. Me había estado mordiendo el dedo índice mientras hablaba con Olivia. Era un viejo hábito que regresaba bajo el estrés. Nadie lo había notado antes. Él, el CEO del mundo, había notado el detalle más pequeño y personal sobre mí. ​—Señor Pierce, no veo cómo mi gestión del estrés es relevante para la Fundación Lowell. ​—Todo sobre usted es relevante, Carter. Porque si tiene una debilidad que puede exponerse, eso compromete la discreción absoluta que me prometió. Y me compromete a mí. ​Inclinó ligeramente su cabeza. Y mi cuerpo, a pesar de mis protestas internas, sintió un deseo peligroso de acortar la distancia. ​—Lo controlaré, señor Pierce. No es un riesgo. ​Él dio el último paso, cerrando el círculo. Estábamos tan cerca que tuve que alzar la barbilla para mirarlo. Su sombra me cubrió. El calor entre nosotros era palpable, una niebla densa de deseo prohibido. ​—No. No lo hará. Es un instinto. Y los instintos... son imposibles de controlar —susurró, y esta vez, el tono no era de jefe, sino de un hombre al borde del abismo. ​—Usted me está demostrando que también tiene instintos, señor Pierce. Y sin embargo, los controla. ​Una línea se cruzó en ese instante. Su mirada se intensificó, dejando a un lado todo el profesionalismo, revelando el deseo crudo que había intentado ocultar. ​—Tenga mucho cuidado con lo que insinúa, Carter. Usted ha entrado en mi fortaleza. Y aquí, solo hay lugar para mi caos. ​Se alejó de repente, rompiendo la burbuja de aire electrificado. Caminó hacia su escritorio. ​—Ahora, prepárese. El teléfono de la conferencia sonará en tres minutos. Y póngase en contacto con el equipo legal para la revisión del contrato de Solara. No quiero que Hayes la distraiga con asuntos triviales. ​Volví a mi escritorio, mi mente en llamas. Abrí mi correo para revisar el estatus del mensaje enviado a Daniel. ​Un nuevo correo había entrado en mi bandeja. No era de Daniel. Era de Ethan Pierce. Sin asunto. ​Abrí el correo. Solo había una palabra, más una orden que una pregunta, y me dejó sin aliento, porque reveló exactamente lo que había notado: ​De: Ethan Pierce (CEO) Asunto: Cuerpo: ¿Ha respondido Hayes? ​No era una advertencia profesional, era la confesión de un hombre que no podía soportar la idea de que yo estuviera en la órbita de alguien más.
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