Sus labios están en mi cuello, tibios, ardientes, como si marcaran mi piel con cada beso. Descienden con una lentitud tortuosa por mis clavículas, haciendo que mi respiración se vuelva errática. Su boca roza la piel sensible de mis pechos, provocando que me arquee sobre él con un estremecimiento placentero, mientras le quito el sombrero de vaquero para colocármelo en la cabeza, como si esa pequeña acción sellara un pacto entre nosotros.
Mis caderas comienzan a contonearse con hambre, con una desesperación feroz, buscando fricción contra su erección que amenaza con romper los límites de sus pantalones. El roce es abrasador, eléctrico, y cada movimiento me lleva al borde. Cierro los ojos, jadeando, sintiendo que el deseo me consume y me desarma.
―Vaquero… vaquero… ―susurro una y otra vez,
