Asiento en silencio, nerviosa, como si eso fuera suficiente para contener la tormenta que se está gestando dentro de mí. Mi mano tiembla ligeramente cuando alcanzo el vaso de agua y lo vacío de un solo trago, buscando un ancla, algo que me devuelva el control que estoy perdiendo. El frío del líquido no alivia nada. Solo amplifica el temblor en mis dedos. Me levanto de la mesa al mismo tiempo que ella. Caminamos una al lado de la otra hacia la sala, pero la distancia entre nosotras va más allá del espacio físico. No nos miramos. No decimos nada. Somos dos figuras conocidas que, por un momento, se sienten como completas desconocidas. O quizá siempre ha sido así, y lo olvidamos. La sala nos recibe con ese aire denso de las conversaciones que nunca se han tenido. Ella elige un sillón. Yo, el

