Fátima la miró con expresión de indignación apenas contenida, con sus ojos cafés brillando con ese fuego orgulloso que siempre aparecía cuando alguien osaba subestimar su posición. —¿Subordinada? —repitió con voz que subió ligeramente—. ¿Como tú? Marissa, adoptando una falsa modestia que era tan transparente como el vidrio, respondió con expresión que pretendía ser amable pero que sus ojos azules contradecían completamente: —Lo siento si fui muy directa, arquitecta Al-Rashid —dijo con tono medido, eligiendo cada palabra con cuidado calculado—. Pero así son las reglas aquí. No las puse yo, las pusieron su tío y su padre, el señor Hassan. El antiguo arquitecto tocaba antes de entrar y me avisaba a mí para hablar con el ingeniero Emir. Hizo una pausa deliberada, dejando que esa comparació

