Kimy me lleva a comer unos famosos sándwiches, que, como ella dice, si uno viene a Nueva Orleans y no come uno de ellos, no ha venido a Nueva Orleans.
Como me siento más en confianza, decido quitarme los lentes, que ya me están estorbando.
Ella le da la primera mordida a su emparedado y lo que hace con su lengua, es glorioso.
Repasa el contorno de sus labios, limpiando los restos de comida, con una sensualidad, que me provoca lanzarme encima de esta mesa y devorar esa boca, tan llena de insolencia, que ella tiene.
Alza la vista y sé que la he de estar viendo como un morboso depravado, porque mi mirada la incomoda.
—¿Cuándo regresas a Los Ángeles? —me pregunta.
Y agradezco que aleje mis pensamientos de esa boquita y los pensamientos que me embargan.
—Mañana por la mañana —le re
