Capítulo 2

1416 Palabras
AMÉRICA Han pasado un par de días desde que mi familia me obligó a seguir con la farsa de ocupar el lugar de mi hermana. No quiero, no me gusta, pero odio ser la única que siente el deber moral de apoyar a la familia, que ha hecho todo lo posible para que yo salga adelante y que, al mismo tiempo, ha perdido un mundo con la muerte de mamá. Alene y yo éramos muy pequeñas cuando eso ocurrió. Un día, papá se puso frente a nosotras y nos dijo que James Henderson mató a mamá. Al parecer, estaba enamorado de ella, no soportó que quisiera a papá e hizo lo que hizo para luego suicidarse. Ahora me encuentro metida hasta la garganta en este embrollo de venganzas y caos familiar. Soy la única esperanza de vengarnos del hijo de James: Bryce Henderson, un joven magnate que heredó el poder y la fortuna de su padre. Mi hermana lo embrujó para casarse con él y dejarlo sin nada, lo cual está bien, pero ahora soy yo quien se va a casar. Esto me tiene al borde de la vida, porque soy un alma libre. A pesar de que Alene y yo somos gemelas idénticas, somos como el agua y el aceite. Ella es el agua, por supuesto: pulcra, moralista, perfecta, hermosa, la hija buena que sigue las reglas y me protege de todo. En cambio, yo soy el aceite: turbia, letal, fácil de encender y provocar caos, la oveja negra de la familia. Ambas somos altas y delgadas; yo un poco más. La diferencia que encontramos en la adolescencia es que, al parecer, yo me desarrollé más rápido que ella. Tengo más atributos; mis pechos son un poco más grandes, sin exagerar. En todo lo demás, compartimos el mismo color de cabello caoba oscuro y los ojos ámbar que tienden a casi un amarillo chillón. Ella mantiene el cabello corto por encima de los hombros, mientras que yo lo llevo largo hasta la cintura, con pequeñas ondas. —Todo está listo —la voz de mi padre me saca de mi estupor mientras termina de pagar la ropa aburrida de mi hermana. Tenemos veintidós años y, aun así, ella se viste como una maldita remilgada, lo contrario a mí. Para salir, tuve que ponerme unos jeans ajustados, unas flats blancas, un saco del mismo color y una blusa blanca de cuello largo, algo que me estresa, junto con algunas de sus joyas que Bryce le ha regalado en estos dos años que llevan saliendo. —¿Ya nos podemos ir? —resoplo con cansancio. Mi padre revisa la hora en su reloj de mano. —No, aún faltan algunas cosas —dice en un tono que no admite negociación. Mis pies me duelen de tanto caminar y estar de pie; necesito un respiro, así que recurro a la única salida libre que me queda. —Necesito ir al baño —detengo la caminata detrás de él. Mi padre me mira por encima del hombro sin dejar de caminar. —¿Ahora? —Sí —blanqueo los ojos con irritabilidad—. Tomé mucha agua. A mi padre no parece agradarle la idea; se lo piensa dos veces antes de soltar un largo suspiro. —Está bien, creo que podemos hacer una breve pausa de cinco minutos. Sabes que no me gusta dejar sola a tu hermana, mucho menos en el estado en el que está —arguye, manteniendo un silencio incómodo. Asiento. Lo entiendo, de verdad lo hago; amo a Alene, es una parte de mi ser, mi alma gemela, tal cual, pero sigo buscando una vía de escape para deshacerme de este nudo. Hago a un lado todas las sensaciones destructivas que me provoca pensar en la culpa y me dirijo hacia el área de baños para mujeres. Mi padre se queda en la zona de espera frente a algunas tiendas de perfumes. Me apresuro hacia el lavabo y me mojo el rostro con agua fría. Es tan agotador tener que fingir ser otra persona, y más cuando esto no te gusta. Retoco mi maquillaje tratando de alargar el tiempo lo más posible para que mi padre termine por desistir. Salgo y lo localizo sentado en una banca que da a la tienda de joyas favoritas de Alene. A través del vidrio lo veo eligiendo algunas que, estoy segura, son para ella, como una especie de premio por quedar inválida. Estoy caminando hacia él cuando alguien se interpone en mi campo de visión. Un tipo alto, de anchos hombros, con un tatuaje de un águila en el cuello, cabello oscuro y ojos verdes, me parece familiar. Comienzo a mover los engranajes de mi cabeza hecha un lío hasta que recuerdo que leí sobre él. Alene me hizo estudiar una carpeta que contiene fotos, información y más sobre las personas que conoce y que rodean el mundo de Bryce Henderson. —Alene —habla lentamente. Frunzo el ceño. Por un nanosegundo estoy a punto de decirle que mi nombre es América, pero recuerdo que estoy actuando como mi hermana. —Rupert —saludo, tratando de comportarme como ella. Rupert Jones es el mejor amigo de Bryce; se conocen desde la secundaria y son como siameses, inseparables. Aparte de ser su abogado, eso le da un plus para reforzar su trivial amistad. Sin embargo, Alene dijo que él es engreído, le cae mal y que debo alejarme de él todo lo que pueda, ya que parece un sabueso que puede olfatear las mentiras de los más expertos en mitomanía. Sin contar que es el abogado más famoso por su crueldad; no pierde un caso, y se sabe que si Jones te tiene en la mira, te jodes. Lo peor de todo es que, en este momento, me está estudiando con esos ojos verdes profundos. Detalla mi rostro y, por la fugaz mueca de desagrado que se dibuja en su expresión, deduzco que le cae mal mi hermana. El sentimiento es mutuo. —Cabello largo —arguye en un tono pesado—. Interesante. «Mierda, mierda». Me quedo estática; su aura es demasiado pesada. —Son extensiones —respondo, tratando de mantener la calma y colocando la misma cara de póker que suelo usar contra el mundo. El silencio que se crea entre nosotros es asfixiante, demoledor. Él sigue con la mirada fija en mí hasta que el timbre de su celular lo obliga a romper el contacto visual e inquisitivo. Saca el aparato de su bolsillo, frunce el ceño, teclea algo y enseguida lo guarda de nuevo en su chaqueta. —Un placer verte, Alene —su tono es áspero. —Igualmente... No espera a que termine; simplemente se da media vuelta y se marcha. Lo veo desaparecer por las puertas principales y me permito tomar una larga bocanada de aire. —América. Doy un respingo al sentir a mi padre a mis espaldas. —Tendrás que hacer el resto tú sola —me dice dándome su tarjeta de crédito—. Compra lo que sea necesario; yo me adelantaré a la casa. La nueva enfermera que estará al cuidado de tu hermana acaba de llegar. Abro la boca para decirle que lo mejor es que las compras terminen aquí, sin embargo, antes de que algún sonido pueda brotar de mi garganta, se marcha con las bolsas de las compras anteriores. —Joder. Sin más remedio, paso el resto de la hora lidiando con los malos gustos de mi hermana. Su móvil no ha dejado de sonar. Intercambiamos los aparatos porque el suyo es un modelo último modelo, regalo del pobre Bryce. La pantalla se enciende con una foto de ellos dos besándose. Decido ignorarlo como lo he hecho desde esta mañana, deteniéndome frente a una tienda de música, pero el teléfono sigue sonando y me pone de mal humor. —Debe ser interesante ser un cojonudo insoportable —susurro, rechazando su llamada. —¿Quién es un cojonudo interesante? El alma se me cae a los pies al escuchar la voz varonil, ronca y con tintes siniestros a mis espaldas. Trago grueso y lentamente volteo, cruzando mi mirada con un hombre que no tiene nada que ver con las fotos, porque este tipo es más alto que yo, delgado pero fornido, rubio, con ojos verdes y dos hoyuelos que sobresalen de su rostro como una bendición injusta en la anatomía masculina. Mis ojos se centran en los suyos y solo puedo decir una cosa: —Bryce.
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