Capítulo 6 "Buenaventura"

1916 Palabras
Durante tres horas interminables, Carlos escudriñó cada rincón del Bosque de Chapultepec. Al llegar, su mirada fue atraída de inmediato por el punto de acceso: el lugar donde Pípila había destrozado la reja era imposible de pasar por alto. El metal, retorcido como si fuera papel, formaba una puerta grotesca hacia la vegetación. Sin embargo, el acceso estaba bloqueado por un cordón policial y al menos cinco agentes que custodiaban la zona con expresión adusta. El parque, en su mayoría, estaba cerrado y desierto. Solo en las inmediaciones del zoológico se percibía un leve movimiento de guardias y cuidadores, como un eco de la vida normal que una vez hubo allí. Una vez dentro, seguir el rastro del gigante fue una tarea macabramente sencilla. La estela de destrucción era un testimonio mudo de su paso: árboles arrancados de cuajo, rocas desplazadas como si fueran guijarros, puestos de souvenirs reducidos a astillas y un impacto profundo en el Altar de la Patria, cuyo pilar mostraba una cruel fractura. El rastro de caos terminaba de forma abrupta cerca del Museo de Antropología, entre un grupo de locales comerciales que habían sido convertidos en un montón de escombros y recuerdos destrozados. Carlos siguió buscando, pero tres horas no fueron suficientes para abarcar la inmensidad del bosque. No había ni rastro del demonio humeante. La frustración comenzó a carcomerlo, mezclándose con el agotamiento y el peso de su culpa. —Necesito ayuda —murmuró para sí mismo, caminando con paso lento y pesado. Cada exhalación formaba un pequeño fantasma de vaho en el aire frío de la mañana. Tomó la decisión de regresar al punto de origen, al lugar donde Pípila había irrumpido en este mundo, con la débil esperanza de encontrar una pista que hubiera pasado por alto. El entorno era engañosamente apacible y pacífico. Se escuchaba el canto armonioso de las aves y la brisa suave meciendo las hojas, un cuadro de serenidad que contrastaba brutalmente con el torbellino de desesperación, desánimo y depresión que consumía a Carlos. Cerca del lago, su cuerpo cedió a la fatiga. Se dejó caer al suelo con un gesto de derrota total, sin importarle cómo su cabeza golpeó el concreto. El dolor físico era un eco lejano comparado con el que sentía en el pecho. Desde el suelo, miraba el cielo despejado, de un azul intenso, iluminado por un sol que apenas comenzaba a asomarse. Entonces, en ese momento de abatimiento, el cielo se encendió. Un destello cegador estalló justo sobre él, seguido de un estruendo ensordecedor que no parecía de este mundo. —¿Una explosión? —se preguntó, entrecerrando los ojos contra la luz intensa. Inmediatamente después, una onda expansiva invisible lo golpeó, tan sonora que sacudió los árboles y espantó a las aves, que alzaron el vuelo en una nube de pánico. Carlos se puso en alerta al instante, incorporándose como pudo mientras una lluvia de escombros metálicos y retorcidos comenzaba a precipitarse desde el cielo. —¿Un avión explotó? —se cuestionó, esquivando los fragmentos—. Pero deberían haber cuerpos… Como si el universo hubiera escuchado su pensamiento, una figura oscura se precipitó desde el cielo, estrellándose con un crujido siniestro entre los árboles cercanos al lago. Instintivamente, Carlos corrió hacia allí. Efectivamente, era una persona, terriblemente herida, con un casco que había milagrosamente sobrevivido al impacto, ocultando su rostro. El cuerpo yacía inmóvil, en una postura antinatural. No respiraba. —¿Qué sucedió? —murmuró Carlos, acercándose—. ¿Estás bien? Se sintió estúpido al decirlo; era obvio que no lo estaba. Si realmente había caído de una aeronave que explotó, las esperanzas eran mínimas. De repente, como un último y desesperado mensaje de vida, el cuerpo extendió una mano. Un gesto de supervivencia, aunque la mano colgaba de su brazo de una manera grotesca y aterradora. Un enorme escombro se estrelló en el centro del lago, salpicando agua que llegó hasta ellos. Otro fragmento, masivo y afilado, cayó a escasos cinco metros, una advertencia clara de la muerte que llovía del cielo. Sin pensarlo dos veces, Carlos se acercó para auxiliar a la persona, intentando quitarle el casco con cuidado para que pudiera respirar. Un golpe seco y contundente en la espalda lo lanzó por los aires antes de que pudiera lograrlo. Con un quejido de dolor—sus costillas rotas protestaron al unísono—, Carlos se incorporó con dificultad y adoptó una postura defensiva. Lo que vio lo dejó perplejo. Parecía sacado de una película de ciencia ficción: un robot humanoide, de un metal cromado y líneas agresivas, se alzaba frente a él. Su objetivo era claro: el herido. El autómata alzó su puño y, sin el más mínimo atisbo de compasión, lo dejó caer con fuerza brutal sobre la cabeza del superviviente, destrozando el casco en mil pedazos. Se preparó para asestar otro golpe. Carlos, con la adrenalina anulando su propio dolor, se abalanzó contra la criatura metálica. La derribó con facilidad—el robot era sorprendentemente ligero—, pero un golpe preciso en el estómago del muchacho le arrancó el aire y lo dejó tendido. El robot lo ignoró y continuó su ataque hacia el herido. Jadeando, Carlos se levantó y embistió de nuevo, pero esta vez el robot lo esquivó, le propinó un golpe en la espalda y lo levantó por encima de su cabeza mecánica, listo para arrojarlo como un desecho. En un movimiento desesperado, Carlos giró sobre sí mismo, se aferró al torso del robot y, con una patada circular y toda su fuerza, logró arrancarle un brazo de su socket en una lluvia de chispas y cables. El autómata cayó al suelo. La furia, contenida durante horas, estalló en Carlos. No estaba de humor para juegos. Asestó una serie de golpes rápidos y precisos. El robot, ahora discapacitado, intentó defenderse con su brazo restante, pero Carlos encontró una apertura. Un puñetazo final, cargado de toda su rabia y frustración, impactó en la cabeza del autómata, enviándola a volar lejos. El cuerpo sin cabeza se desplomó, inerte. —Maldita sea —escupió Carlos, jadeando. La escena, la violencia fría y mecánica, le obligó a recordar de inmediato a Pípila. Luego, su mente volvió al herido. Se acercó con aprensión, esperando que si había sobrevivido a una caída desde el cielo, quizá pudiera sobrevivir a un golpe de esa máquina. Lo que vio lo dejó sin aliento. Al retirar los restos del casco, descubrió el rostro de una joven. No mostraba signos de dolor; parecía dormir plácidamente. Su cuerpo, que momentos antes yacía quebrado, ahora parecía estar… recuperado. La sangre que la manchaba había desaparecido. Lo único que delataba el suceso era su ropa destrozada y el casco hecho añicos. Era como si una fuerza milagrosa la hubiera sanado. De repente, el sonido distintivo de un helicóptero se acercó. Era una aeronave de un noticiero. La lógica le gritaba que debía huir, pero cuando intentó hacerlo, sus pies se negaron a obedecer. No podía abandonarla. Ella era como él, alguien fuera de lo común, tal vez incluso de su mismo origen. Por puro principio, la cargó en sus brazos con cuidado y se ocultó entre la espesura, alejándose de la zona del impacto. —Kawai koinu… —murmuró la chica, semiinconsciente, mientras su mano acariciaba débilmente la mejilla de Carlos. Fue un contacto tan suave, tan inesperado, que le quitó el aliento. Luego, su mano cayó y ella volvió a desmayarse, dejando a Carlos con un nuevo misterio, un peso extra en sus brazos y una palabra susurrada que resonaba en la quietud del bosque. La luz del amanecer comenzaba a bañar la ciudad, una enemiga implacable que arrinconaba las sombras donde Carlos y su carga intentaban volverse invisibles. La oscuridad, su cómplice nocturna, lo había abandonado, dejándolo expuesto en un escenario de acero y concreto que ahora parecía amplificado, cada ventana una mirada potencial, cada transeúnte una amenaza. No le quedó más remedio que convertirse en un fantasma a plena luz del día. Avanzar se convirtió en una agonía meticulosa. Cada paso era un cálculo: la presión de sus brazos, ya entumecidos por el peso constante de la joven; la sincronización de su respiración con el rumor lejano del tráfico; la elección de cada esquina, cada portal, cada pasaje enrejado como un refugio temporal. Llevar a la chica ya no era un acto de fuerza, sino una prueba de resistencia, un recordatorio físico de la carga que ahora arrastraba tanto fuera como dentro de sí. Las casi cuatro horas que tardó en alcanzar la relativa seguridad de la casa del barranco fueron una lección extenuante de paciencia. Su ingenio se vio forzado al límite: se deslizó entre el vapor de las alcantarillas, se fundió con el bullicio de un camión de reparto que lo tapó momentáneamente, y se congeló en seco, pegado a las paredes, ante el más mínimo crujido o sombra ajena. Era una coreografía agotadora y tensa, donde un solo suspiro en falso, un solo gemido de la inconsciente que llevaba en brazos, podía desatar el caos. No se trataba de velocidad, sino de sigilo; no de huir, sino de escabullirse, gota a gota, a través de la indiferente normalidad de una ciudad que empezaba su día, completamente ajena al fugitivo y su misterioso secreto que se movían, con infinita lentitud, justo debajo de sus narices. Cuando Carlos llegó a la casa del barranco, con el peso de la chica inconsciente en sus brazos, Karen ya lo esperaba en el jardín, los brazos cruzados y el ceño fruncido. Lo había escuchado aproximarse desde que empezó a ascender por la pendiente de la calle, su respiración algo entrecortada delatando el esfuerzo. A su lado, Peach observaba con una curiosidad más serena. —¿Qué es lo que traes ahí? —preguntó Karen, con un tono cargado de mal humor. —Es una chica que... —intentó explicar Carlos, ajustando su carga. —¿Qué? ¿Qué? —lo interrumpió Karen de forma agresiva, clavándole una mirada penetrante. —Karen, deberías dejar que termine de hablar —intercedió Peach, intentando apaciguar el ambiente. Karen guardó silencio, pero no sin antes poner los ojos en blanco con una expresión de fastidio. Carlos entró a la casa y, tras cruzar el pasillo, observó a Kokoa sentada en la isla de la cocina, absorta en una laptop. Una duda fugaz cruzó por su mente: ¿de dónde habría sacado esa computadora? Ni él ni Karen tenían una. En la sala, justo en el centro, estaba Gina, la fortachona, sentada en el suelo en posición de loto y sumida en una meditación profunda. —Y bien... —insistió Peach, suavemente, para que Carlos retomara su explicación. El muchacho, sin detenerse, comenzó a subir las escaleras, seguido de cerca por las dos chicas. —Estuve en el Bosque de Chapultepec —relató, mientras ascendían—. No estoy seguro, pero puede que haya habido un accidente aéreo y... —¿Qué? ¿Te cayó del cielo? —interrumpió de nuevo Karen, con impaciencia. —No creo que sea lo que Carlos iba a decir —comentó Peach, incrédula—. ¿O sí? Carlos llegó a la puerta de su habitación con la intención de tender a la chica en su cama, pero un aroma familiar lo detuvo en seco, paralizándolo en el marco de la puerta. Era el perfume de Mara, una fragancia que aún impregnaba el aire y que le golpeó con la fuerza de un recuerdo doloroso.
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