¿Qué diablos me pasa? Capítulo 4

1289 Palabras
Punto de vista de Maximiliano: Estoy en el estudio, revisando las pruebas sobre la muerte de mi hermano en Alemania. A esos malditos no les bastó con separar a mi familia; también tenían que matar a mi confidente. Él era el único que entendía que, por tener un gusto distinto, no era menos letal que cualquier hombre hetero. Sí, soy Gay, y lo he mantenido en secreto toda mi vida. Mi único apoyo es mi amiga Cassandra, quien se hace pasar por mi pareja. Ella es lesbiana, y su novia es una de mis guardias, mi mano derecha: Kathia. Letal, una bestia disfrazada de una flor preciosa. Ella conoce nuestro pacto y lo respeta. Es fiel, una hermana de otra madre. Todavía recuerdo cuando la conocí. Yo tenía 20 años. Me habían herido en una calle de Viña del Mar y estaban a punto de rematarme. Ella, con una simple cortaplumas, mató al desgraciado que quería verme muerto. Me ayudó a curarme y a volver a casa. Cuando mi padre me vio, solo dijo: “Llévenlo y límpienlo.” Eso pasa cuando eres Gay en esta familia: otros deben salvarte porque para él, yo era una decepción. Al oírlo, Kathia se plantó frente a él y le dijo: “Peleó como un campeón. Si como padre no lo ves, eres un asco.” Desde ese día, ella es mi compañera, la única persona a la que confiaría mi vida a ciegas. Luego llegó Casandra, la loca del grupo. Un día apareció corriendo a mi casa para que la ayudara con unos cálculos... Resulta que estudié comercio exterior; ser el Don de la mafia lo exige, aunque en verdad siempre amé los números. La hice pasar y, cuando la presenté a Kathia, las perdí a ambas. Se enamoraron en segundos. Soy feliz por ellas, pero yo no podía hacer nada más que apoyarlas. Así nació la mentira de que Casandra era mi pareja. Aunque mi padre ya murió, sigo sin salir del clóset, pese a que mis amigas me insisten en que lo haga. De pronto, golpean la puerta. Es Carlos, el mayordomo de la casa desde que yo era niño. Él trabaja aquí desde siempre; es el único, aparte de las chicas, a quien realmente dejo entrar en mi vida. Es gracioso: todos piensan que soy un diablo, excepto ellos. Entra y me sonríe. —Hijo, han llegado los muchachos. Están en el hall esperándolo. Al escucharlo, una corriente me recorre todo el cuerpo. No sé por qué... o tal vez sí, pero no quiero admitirlo. Es solo mi sobrino, al que no veo hace… ¿cuánto? ¿Treinta años? Supongo que es normal sentir nervios; es sangre de mi hermano, y solo pensar en ellos —mi hermano y mi cuñada— me revuelve emociones que creía muertas. Despido a Carlos y quedo un momento escuchando mi propia mente intentando aclararse. Sacudo la cabeza y salgo del despacho. Cuando llego al comedor, veo a Sebastián recostado como si fuera el dueño del lugar. Me recuerda tanto a mi hermano: altivo, protector hasta la locura con su familia. Cuando supo que Teo regresaba, casi enloqueció. Observo como Teo le exige explicaciones a su hermano, pero carraspeo y ambos se tensan. Sebastián se endereza y me saluda como siempre. Camino hacia ellos y noto la rigidez de Matteo. Cuando me detengo frente a él, alza la vista… y dejo de respirar. ¿Cómo es posible que este ángel entre en mi infierno y lo ilumine todo con solo mirarme? Mi entrepierna empieza a reaccionar. Quiero tomarlo, sacarlo de ahí, llevarlo a mi estudio y follarlo hasta dejarnos sin aliento, hasta que no exista nada más que su cuerpo y el mío. Solo deseo tocarlo, sentirlo, marcarlo. El silencio en la sala era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Maximiliano no apartaba sus ojos de mí, como si yo fuera un objeto que necesitaba memorizar. No decía nada. No se movía. Solo observaba. Y yo… yo sentía que mi alma estaba desnuda frente a él. —Mateo —dijo finalmente, su voz grave, profunda, casi un rugido contenido. Mi nombre, en su boca, sonaba distinto. Más pesado. Más prohibido. De pronto sentí la mano de Sebastián en mi hombro, como si intentara traerme de vuelta a la realidad. —Tío Maximiliano —saludó él, inclinando la cabeza. Mi hermano nunca le tenía miedo a nadie… excepto a él. Eso lo decía todo. Maximiliano no le devolvió la mirada. No apartó los ojos de mí. —Has crecido —murmuró, avanzando un paso. Solo uno. Y sin embargo, sentí que el aire se comprimía a mi alrededor. Su presencia llenaba el salón. Su olor, una mezcla de madera, cuero y algo oscuro… algo que me erizó la piel. —Y… cambiaste —agregó, sin especificar a qué se refería. Pero lo dijo con un tono que me revolvió el estómago. Sebastián carraspeó. —Ha sido un viaje largo, Tío. Venimos a— —No te hablé a ti, Sebastián —lo interrumpió con suavidad peligrosa. Mi hermano bajó la mirada inmediatamente. Yo tragué saliva. Maximiliano volvió a tomar aire, lento, como si saboreara mi nerviosismo. Y yo estaba nervioso. Más de lo que había estado en años. —Acércate —ordenó. Mi corazón se detuvo. Literalmente. ¿Me estaba hablando a mí? ¿En serio? Miré a Sebastián, buscando una señal. Él solo me asintió, casi imperceptiblemente, como diciendo: Hazlo. No tienes opción. Mis piernas parecían de plomo, pero aun así avancé. Un paso. Dos. Cada uno me hacía sentir más expuesto. Cuando estuve frente a él, levantó una mano. Instintivamente pensé que iba a tocarme… pero se detuvo a pocos centímetros de mi rostro, sin llegar a rozar me. Su respiración chocó con mi piel. Mi pecho ardió. —Eres igual a tu padre —dijo en voz baja—. Pero también… distinto. ¿Distinto cómo? ¿Distinto para bien? ¿Para mal? Su mirada bajó de mis ojos a mis labios. Y yo sentí una corriente eléctrica recorrerme de la cabeza a los pies. No había contacto físico, pero mi cuerpo reaccionó como si me hubiera tocado. —¿Te asusté? —preguntó, ladeando un poco la cabeza. No sabía qué responder. Porque sí. Y no. Y todo lo contrario. —N-no —mentí, sintiendo mi voz quebrada. Maximiliano sonrió apenas. Una curva peligrosa. Una sonrisa que decía “sé exactamente lo que te pasa”. —Mientes pésimo —susurró. Mi garganta se cerró. Él bajó la mano, pero no se alejó. Seguía demasiado cerca. —Deberías aprender a controlar lo que sientes, Mateo —dijo, con una seriedad que me perforó—. Aquí… cualquier debilidad se paga caro. Su mirada volvió a mi boca. Yo no sabía si respirar, si retroceder, si caer de rodillas. Mi cuerpo estaba hecho un desastre. —Y tú… —agregó, bajando aún más la voz, casi como una confesión oscura— Eres fácil de leer. Algo en mis piernas tembló. —Tío… —intervino Sebastián, con urgencia. —Después —respondió él, sin apartarse de mí. Sus ojos azules se clavaron otra vez en los míos, intensos, hirientes, peligrosos. —Bienvenido a casa, Mateo —murmuró… tan cerca que casi sentí su aliento rozarme los labios. Y antes de que pudiera responder, se alejó. Como si nada hubiera pasado. Como si no hubiera destrozado por completo mi equilibrio interno. Yo me quedé ahí, respirando entrecortado, tratando de entender por qué, diablos, su sola presencia podía hacerme sentir así. Y entonces lo supe: El verdadero peligro no estaba fuera. No era el enemigo de la familia. No era el misterio de mi padre. El verdadero peligro… era él.
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