El auto de Antonio se detuvo frente a la casa de Marian. Ella, con el corazón latiendo con fuerza, no dijo nada mientras él se inclinaba hacia ella, apoyando su mano sobre su rodilla.
—Ve a tu cuarto, cámbiate de ropa tranquila. Yo hablaré con tus padres primero, a solas —le dijo, con una mezcla de seguridad y nerviosismo.
Ella asintió, obediente, y salió del auto. Entró en la casa saludando a los presentes con la voz quebrada, y luego se encerró en su habitación. Se sentó en su cama, abrazando una almohada, mientras su mente viajaba a toda velocidad. ¿Qué sucedería después de ese día? ¿Realmente estaba lista para abandonar todo lo que conocía?
Pasaron algunos minutos, que parecieron horas, hasta que escuchó la puerta abrirse. Era su madre, Rosa, quien entró en silencio y se sentó a su lado. Marian, instintivamente, se enderezó.
—Bendición, mamá.
—Dios te bendiga, hija mía —respondió Rosa, con una voz serena, pero distante.
Se quedó un momento en silencio, acomodándose a su lado, hasta que finalmente habló:
—Marian, ¿estás de acuerdo con los planes de tu padre y Antonio?
La pregunta la tomó por sorpresa. Marian jugueteó con el dobladillo de su falda escolar, incapaz de mirar a su madre a los ojos. Finalmente, recostó su cabeza sobre el hombro de Rosa, algo que nunca antes había hecho.
—Mami, yo sí quiero irme. Quiero conocer la ciudad, aprender cosas nuevas, tal vez coser o estudiar belleza. Solo te prometo que seré mejor de lo que soy aquí.
Rosa permaneció en silencio, sus ojos claros se fijaron en un punto indeterminado, sin revelar emoción alguna.
—Ojalá, hija mía, porque la vida de la mujer no es fácil. Menos si es gobernada por un hombre.
Esas palabras hicieron eco en Marian, quien alzó la vista y respondió con firmeza:
—Mami, yo no nací para que ningún hombre me gobierne. Soy Marian Pérez, y aunque me parezca a mi padre, siempre seré mi propia dueña.
Por primera vez, Rosa dejó escapar una lágrima. Se la limpió rápidamente con el dorso de la mano, como si temiera mostrarse vulnerable.
—Marian, solo prométeme que estudiarás y que no tendrás hijos fuera del matrimonio. Es todo lo que te pido. Eres mi única hija, y no creo soportar verte hundida en el mismo infierno que yo he vivido por veinticinco años. Los hombres aman al principio, pero luego mienten y dañan. Nunca lo olvides. Siempre debes ser más fuerte que yo.
Las palabras de su madre, crudas y dolorosas, se clavaron en el corazón de Marian. Ella tomó las manos de Rosa, las besó con ternura y le prometió:
—Viejita, te juro que cumpliré todo. Y cuando quieras, puedes venir a vivir conmigo.
Ambas lloraron, esta vez sin gritos ni reproches. Era un llanto de despedida, pero también de aceptación. Aunque siempre habían vivido bajo el mismo techo, madre e hija habían sido como extrañas. Ese momento, aunque breve, fue un puente hacia la conexión que nunca antes habían tenido.
Juntas escogieron algunas prendas y pertenencias para el viaje. Cuando el sol empezó a caer, Marian se sentó con su familia a la mesa para la cena. Cada uno ocupó su lugar mientras Rosa servía los platos. Iván, en un gesto poco usual, le indicó a su esposa que se sentara con ellos, y luego habló:
—Marian, recuerda que ya conoces a un hombre malo porque te has criado con uno. Lo único que te pido es que, si Antonio te maltrata, regreses a tu casa. No le aguantes nada a nadie.
Marian lo miró incrédula. El mismo hombre que golpeaba a su madre le estaba aconsejando no tolerar el abuso. Su madre, en un gesto sorprendente, le dedicó una leve sonrisa a Iván. Marian, sin embargo, respondió con frialdad:
—Sí, señor. Así será.
Después de la cena, mientras el reloj marcaba las ocho, el auto de Antonio apareció frente a la casa. Marian sintió un torbellino de emociones. Salió a recibirlo, y él se bajó para saludar a su familia.
—Buenas noches —dijo Antonio, estrechando la mano de Iván y saludando a Rosa con respeto. Luego, se acercó a Marian, besó su frente y se sentó a su lado.
—Hola, princesa. ¿Cómo estás? Te extrañé mucho hoy.
Solo esas palabras hicieron que Marian sintiera cosquillas en el estómago.
—Hola, mi amor. Estoy bien, gracias. Yo también te extrañé mucho.
Antonio sonrió y, sin dudarlo, le dio un beso rápido en los labios antes de abrazarla. Luego, miró a Iván con seriedad.
—Señor Iván, la semana que viene viajamos el jueves. El miércoles le entregaré los camiones en perfecto estado.
Marian escuchó con el corazón acelerado. Tan pronto, pensó. Aunque el temor y la incertidumbre la embargaban, la emoción era aún mayor. Finalmente, se iría, dejaría todo atrás.
Iván asintió, satisfecho.
—Bueno, si el trabajo está listo, no hay problema.
Antonio miró a Marian con una sonrisa que parecía prometerle el mundo. Ella, ilusionada, pensó que jamás volvería a llorar. Qué equivocada estaba.