CAPÍTULO 30

1286 Palabras
—Discúlpeme un momento —pidió la joven, poniéndose en pie para poder alejarse de ese sitio que, de alguna manera cruel, le asfixiaba. Alessandro, viendo a Roberta salir de la sala cabizbaja, se sintió un poco angustiado. Es decir, ya lo había decidido. Alessandro eligió, por el bien de sus hijos, que ahora eran hijos de esa mujer, y también había decidido no volver a hacerla sentir insegura y mal, pero seguía fallando en eso y no entendía el porqué. —Te lo advertí —soltó Roberto, caminando hasta ese hombre que seguía jugando con los cabellos de Estrella que se aferraba con fuerza a sus piernas—. Te dije que ella era la única Rebecca Morelli del mundo, así que, ¿por qué no la estás amando? —Ella no es Rebecca —declaró Alessandro con el ceño fruncido—. No puedo amarla. Por supuesto, fingiré amarla en público, como ya lo he hecho antes, pero, al menos en mi casa, quisiera poder descansar de esa farsa. Roberto sonrió, pero no divertido ni feliz, lo hizo de pura ironía, y casi burlándose de un hombre que no parecía entender las intenciones de lo que él ordenaba, pues, definitivamente, no era una petición lo estaba haciendo. —Escúchame bien, Alessandro Bianco —pidió el hombre mayor, acercándose al rostro de su yerno para que, de esa forma, no pudiera apartar su atención de él—: tienes una sola cosa qué hacer, y eso es amar a mi hija y hacerla feliz igual que a mis nietos, eso, claro, si no quieres quedarte sin nada, incluyendo a mis nietos. El cuerpo de Alessandro se estremeció. Dejar que ese hombre se lo llevara todo parecía ser una buena solución para su estado mental; es decir, él ni siquiera se sentía ya capaz de disfrutar de todo eso por lo que siempre había luchado por tener, porque siempre solo lo quiso por una razón: hacer feliz a la mujer que amaba, y ella ya no estaba. Aun así, pensar en que perdería su última conexión con la mujer que amaba le apachurró el corazón, por eso, cuando menos lo acordó, tenía a la pequeña Estrella entre sus brazos, aferrándose a su cuello luego de que, por fin, su padre le abrazara de nuevo. Y fue eso lo que despertó a Alessandro de su apatía, sentir de nuevo los brazos de su hija rodeándole, y sentir su pequeño corazón tan cerca del suyo, lo sacó de ese estado de estupor en que estuvo tanto tiempo y que no le permitió ver nada de todo lo malo que estaba haciendo. —Chase también quede un abazo —dijo la niña cuando el mencionado comenzó a llorar, aparentemente, de la nada—, estraña tus abazos, poque ya no nos abazas tanto. Alessandro lloró un poco más. Escuchar de su hija semejante reclamo le había partido el alma, por eso caminó hasta su hijo, al cual no le había prestado demasiada atención desde que nació; no, no le había prestado la más mínima atención, así que no podía atreverse a decir que no era demasiada cuando ni siquiera había alcanzado a ser suficiente. El hombre levantó a su hijo en brazos luego de dejar a Estrella en un sillón, entonces llevó a su hijo hasta su pecho y le dio un beso en la cabeza. —No sé qué está pasando en tu cabeza —declaro el mayor en esa sala tras suspirar un tanto aliviado—, pero esto no es una simple advertencia, ya no lo es, Alessandro. O pones de tu parte o me llevaré a mi hija y a mis nietos conmigo, y jamás los volverás a ver. Alessandro, aterrado por lo que escuchaba, se estremeció de nuevo, y aun así no pudo prometerle a ese hombre que amaría a esa joven. —Aunque me lo pida, y yo sepa que es lo que debería de hacer, no puedo amar a esa mujer, porque ella no es mi mujer —reiteró Alessandro y Roberta, que había decidido volver a ellos cuando escuchó el llanto de su hijo, sintió cómo la última parte integra de su corazón se hacía diminutos pedacitos. —Alessandro Bianco —comenzó a hablar el hombre, sintiendo la furia comenzar a arder en el fondo de su estómago, pero Roberta no le permitió decir nada, e incluso logró que dicho malestar se desvaneciera cuando lo interrumpió y dijo lo que tenía para decir en dicha situación. —No necesita, amarme, señor Bianco —aseguró Roberta, devolviendo sus pasos hacia el hombre que abrazaba con ternura a su segundo hijo—, me bastaría con que los amara a ellos, y con que dejara de despreciarlos simplemente porque ahora ellos son míos. Alessandro, que se quedó sin aire cuando la joven comenzó a hablar, sintió de nuevo unas encomiables ganas de llorar, así que solo agachó la cabeza y se disculpó repetidamente con ese bebé que no quería dejar de besar, de cargar y de amar para siempre. —¿Estás segura? —preguntó Roberto Morelli y la joven, que no sabía que era una Morelli, de verdad, asintió dejando rodar las que, esperaba, fueran las últimas lágrimas por ese sujeto que seguía hiriéndola sin siquiera darse cuenta. Y es que era así, para Alessandro ella no era nada, casi todo el tiempo, y el poco tiempo que sí le prestaba atención parecía detectarla como una molestia o una amenaza, así que el corazón enamorado de la joven había recibido demasiados daños. Pero era tiempo de rendirse. Ya no quería tener que sufrir por él, por eso había decidido dejarlo de amar, aunque no se imaginó que sería tan difícil hacerlo porque, si fuera cosa fácil, ya no le dolerían esos desprecios que él le hacía. —Yo solo quiero estar en paz —aseguró Roberta, sentándose en el sofá en que Estrella estaba, abrazándola con fuerza y sonriéndole un poco—. Mi meta no es él, de todas formas, ni siquiera su dinero. Roberto la miró contrariado, era como si de verdad ella se estuviera rindiendo con ese hombre al que, definitivamente, había amado con desesperación, había sido tan claro que incluso él lo había notado. » Ellos me dieron un escape cuando lo necesitaba —recordó la joven, sonriendo a la niña que le sonreía—, y me dieron una hija preciosa que amaré para toda mi vida, junto a Chase, ahora. No necesito nada más. Y, aunque el comentario de la joven no lo estaba excluyendo a él directamente, Roberto Morelli sintió que era así, por eso no pudo evitar morderse los labios y replantearse el decirle la verdad. No podía dejar de pensarlo ahora, pero, definitivamente, Roberta no se tomaría a bien saber que era su hija, una hija abandonada; o al menos eso era lo que Roberto creía que Roberta pensaría porque, aunque él jamás se enteró del embarazo de la madre de esa joven, él no había estado en su vida jamás, mucho menos cuando ella más lo necesitó. —Sí así lo quieres, está bien —aseguró el hombre mayor—, pero, de corazón espero que jamás olvides que eres Rebecca Morelli ahora, y que eres mi hija y haría cualquier cosa por ti, y por ellos, así que no vuelvas a llorar por ese idiota, mejor búscame cuando él te moleste, yo me encargaré de que deje de hacerlo, te lo prometo, así deba hacer que él deje de respirar. Roberta sonrió, eso le sonaba a una broma y, asumiendo eso, se quedó tranquila; a diferencia de Alessandro que pudo detectar perfectamente la amenaza implícita en el comentario de ese hombre.
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