Reggio Calabria. Lungomare Falcomatà.
Finales de agosto
El sol aún no ha terminado de salir del todo, y el mar despierta en calma, apenas mecido por la brisa del Tirreno. El paseo marítimo de Lungomare Falcomatà está casi vacío, salvo por corredores solitarios y uno que otro madrugador abriendo cafeterías.
Rocco Mancini, vestido con ropa deportiva negra y auriculares, corre con paso firme. Su respiración es controlada, su mirada fija, y su mente, aunque disciplinada, no deja de repasar nombres, posibles traiciones y consecuencias. Sobre todo, no deja de pensar en el traidor que está sembrando la miseria al interior de su organización.
Hasta el momento no han podido descubrirlo y empieza a perder la paciencia, además de que no ha podido dejar de pensar en la forma en la que Giovanni, uno de los hombres más antiguos y supuestamente más fieles de su padre, pudo ocultar una esposa y una hija durante casi treinta años.
Cada mañana, mientras se encuentra en Regio de Calabria, corre a la misma hora por el paseo marítimo y al estar solo con él mismo de compañía, piensa en lo que le depara el día y en las personas cuyas vidas dependen de él, de sus elecciones.
Le encanta la sensación de anonimato y libertad que siente al correr, el forzar su cuerpo a dar lo máximo, el respirar el olor del aire salino y escuchar el leve ruido producido por las olas del mar. Algo con lo que no está de acuerdo Salvatore, su mano derecha, quien piensa que al correr por el paseo marítimo sin seguridad a menos de cincuenta metros, se expone de manera innecesaria y se convierte en un blanco fácil para sus enemigos.
Pero hoy no ha podido disfrutar, como le sucede normalmente. No estará tranquilo hasta descubrir la forma en la que Giovanni logró ocultarlo todo durante tantos años. Sus hombres se encuentran comprobando toda la información que obtuvieron el día de ayer, después de su pequeña y pacífica conversación. Sin embargo, hay un asunto que le inquieta mucho más: el hecho de tener un traidor entre sus hombres, moviéndose de manera sigilosa y astuta.
Rocco se llena de furia, debe canalizar lo que siente o terminará con la vida de un pobre imbécil. Empieza a correr con mayor velocidad y potencia, exigiendo lo máximo a su cuerpo y decide que pronto tendrá la cabeza del traidor en una bandeja de plata, así el mismo tenga que ir a buscarlo y servirse.
A unos metros de distancia, maldiciendo en todas las lenguas que conoce y arrastrando una pesada maleta con una rueda rota, camina Caterina Di Luciano. Su cabello largo, n***o y ondulado aún huele a la cabina del avión en el que aterrizó en Regia. Aparato mecánico al que le tiene pavor.
Por alguna razón que su querida y fallecida madre y su ausente padre desconocían y nunca lograron descubrir a pesar de los psicólogos frecuentados y las terapias realizadas, Caterina sin una causa aparente, a menos que no contemos el trauma de abandono sufrido por la casi inexistente presencia de su padre, desarrolló una fobia a lugares cerrados y pequeños, contándose entre ellos los ascensores y por supuesto los aviones, a los cuales considera pájaros mecánicos utilizados para torturar a las personas, y a los cuales solo soporta en pequeñas dosis y pequeñas distancias.
Sin embargo, gracias a un aparato de estos, lleva más de veinticuatro horas sin dormir, puesto que no pudo relajarse durante las más de doce horas de vuelo desde Montreal a Regio de Calabria, vuelo en el cual por obligación, el bendito avión planeó sobre las acogedoras aguas del océano Atlántico y para beneficio suyo, tuvo que hacer conexión en Marsella y cambiar a un avión mucho más pequeño.
Así que, aparte de encontrarse cansada y en camino de la desesperación por la falta de sueño, su corazón lucubra entre una mezcla de furia, confusión y decepción. Sin poder decidir a cuál de las tres emociones dar prioridad.
Caterina continúa quejándose y tirando de su maleta a lo largo del paseo marítimo, sin prestar atención al sonido de los pájaros, ni a la refrescante brisa y el olor del mar. Su mente y pensamientos solo están en la capacidad de retener el eco de las imágenes que vio hace apenas unos minutos. A su novio de tantos años, en la cama con otras mujeres, ni siquiera con una, sino con varias, sin ningún rastro de remordimiento, es que ni siquiera la siguió.
Había música, cuerpos sudorosos, desnudos o a medio vestir, cocaína, botellas de licor y risas vacías. Un infierno personal tras un viaje que se suponía tendría que haber sido una increíble sorpresa de amor.
—Maldito enano, qué idiota he sido al tenerle consideración por su estatura y solo utilizar zapatos bajos a su lado, es que me pasé de tonta con el enano del demonio.
Caterina es una mujer alta, no demasiado, pero si mucho más que el promedio y durante los años de noviazgo con Matteo, siempre utilizó zapatillas, zapatos de tacón bajo o bailarinas, a pesar de que ama los tacones; solo para que Matteo no se sintiera mal, ni acomplejado a su lado, porque con tacones se veía unos buenos centímetros más alta que él.
—Eso me pasa por ser tan considerada, sensible y boba, he aquí su agradecimiento. — Continúa murmurando mientras reflexiona sobre lo ciega que estuvo durante años, cuando las señales siempre estuvieron ahí, casi que mostrándose con luces de neón.
Matteo nunca la invitó a acompañarlo a uno de sus viajes a Europa, lo que ella vio como una fehaciente muestra de amor, puesto que él la conocía y no quería someterla al estrés que le causan los viajes en avión.
—Por supuesto, estúpida — se recrimina.
Su ahora exnovio, viajaba con frecuencia a Italia por razones laborales, o eso decía él tomando como excusa su trabajo en una multinacional; aunque por lo que acababa de descubrir, al parecer, aparte de su trabajo, tenía y tiene otro tipo de intereses que no la incluían a ella.
Caterina decidió viajar a Regio, el lugar de origen de sus padres y donde su ahora exnovio tiene un apartamento, después de que su madre muriera de manera trágica y de que ella fuera consciente que Matteo pasaba mucho más tiempo en Italia que en Montreal, así que encontró un trabajo en Regio, alquiló la casa de sus padres en Montreal, igual desde que se había independizado su padre nunca iba. Empacó toda su vida en una maleta y se presentó con una gran sonrisa y el corazón lleno de esperanza frente a la puerta de su novio, con el objetivo de sorprenderlo y no sentirse nunca más sola, aunque al final fue ella la sorprendida.
La maleta tropieza con una grieta del pavimento. Caterina lanza una maldición entre dientes en italiano y luego en francés. Y vuelve a sentirse en medio de una encrucijada cuando una lágrima se desliza por su mejilla y no logra comprender el motivo por el que llora exactamente: sí, por la rabia o por la humillación.
Y entonces sucede. Y sin poder evitarlo o al menos ser consciente de ello, en un instante su vida cambia para siempre, aunque ella no lo sepa de inmediato.
Rocco, distraído solo por una fracción de segundo al escuchar el tono de llamada de su teléfono, gira para evitar un grupo de ciclistas que aparece por la izquierda y choca de frente contra Caterina.
El impacto es seco y desproporcionado. Caterina no solo cae al suelo, sino que su maleta se abre, desparramando ropa interior, un cuaderno de notas, un libro de biología marina… y un frasco de arena en miniatura que rueda hasta los pies de Rocco, que se detiene en seco y se quita los auriculares.
—¡Mierda! ¿Estás bien?
Rocco observa un enredo de cabello n***o que contrasta con una piel pálida y pecosa vestida con un ligero vestido de verano
estampado en un fondo anaranjado.
Caterina, acomodándose el cabello con un gesto brusco, lo mira desde el suelo con el ceño fruncido.
—¿¡Parezco bien!? ¿Acostumbras a atropellar mujeres o solo hoy estás practicando?
Rocco la observa. Hay algo en su tono de voz, un acento de Montreal con tintes italianos, desgastado por la emoción, que le llama la atención y le recuerda a su sobrina.
Esboza una sonrisa por el recuerdo y no responde enseguida. Se agacha, recoge el frasco de arena y lo sostiene con cuidado.
—Y encima se ríe — Escucha que la chica murmura, pero la ignora.
—Esto casi se rompe. Es de algún lugar especial, ¿no?
Caterina, levantándose y limpiándose las rodillas, se cruza de brazos y lo mira furiosa.
—Es de una playa que ya no existe. Como mi relación. Como mi paciencia. Gracias por tu ayuda — espeta la chica de manera irónica cuando Rocco extiende la mano para ayudarla a levantarse, pero ella ya está de pie, algo que él no había notado al estar concentrado en el frasco de arena.
Sus miradas se cruzan por un segundo más de lo normal y Caterina se fija en el alto y musculoso hombre que ha tenido bien mandarla al suelo, debe rozar los treinta años, su barbilla cuadrada y su sombra de barba de dos días, su cabello oscuro y sus ojos grises como el color del océano en medio de una tormenta, la obligan a tragar con fuerza y fruncir de nuevo el ceño.
Rocco por su parte, observa con detalle la cara de la chica, ahora libre de los gruesos mechones de su cabello; es joven, pero no adolescente, tal vez tenga unos veinticinco años, es muy atractiva, con unos profundos ojos oscuros y unos labios llenos y húmedos. Es más alta que la media, aunque no logre estar a la altura de su metro con noventa y seis centímetros; y no es muy delgada, o por lo menos, no como las mujeres con las que acostumbra reunirse cuando se encuentra muy frustrado, tiene las curvas necesarias para perderse en ella, tanto, que podría llegar a ser peligrosa.
Rocco en un acto reflejo, baja la voz, meditando sobre lo que la mujer acaba de decir.
—No elegimos cómo empieza el día, pero sí cómo termina.
—Pues este empezó como una mierda. Espero que no termine igual, aunque si me dejo guiar por lo que acaba de pasar, no estoy segura de ello.
—Entonces elige bien. — Le dice él sin dejar de mirarla.
Caterina parpadea, sorprendida por la respuesta. No sabe que acaba de escuchar la esencia del hombre frente a ella, su filosofía. Lo que sí sabe, es que acaba de elegir la emoción que predomina en medio de su coctel de sentimientos y emociones que la embargan y esa emoción es la furia, porque el gran idiota presente frente a ella, se atreve a juzgarla y a darle consejos después de ir distraído y hacerla caer al suelo.
—Elige bien tú y fíjate por donde caminas, no vayas empujando a la gente y tirándola al suelo, aunque mirándote, no me cabe duda de que esa debe ser tu típica manera de actuar.
Rocco se queda mirándola con fijeza, mientras ella termina su explosión de palabras insultantes y descubre que, de alguna forma, la mujer ha dado en el clavo, aunque él nunca ataca sin permitir que las personas elijan. No le gustan las injusticias.
—¿Necesitas ayuda con eso? — En lugar de responder a la diatriba de la mujer, señala la maleta abierta.
Las mejillas de Caterina se calientan, sobre todo al darse cuenta de que la mirada del hombre se concentra en un juego de tanga y un corcel blanco, lleno de encaje y cintas que compró expresamente para utilizarlo la noche de su llegada a Italia con el enano maldito.
Caterina se repone con rapidez y prefiere atacar, respondiendo de manera sarcástica.
—Solo si me ayudas a meter todo esto y, ya que estamos, a olvidar las últimas veinticuatro horas.
De inmediato, la chica se arrepiente de lo que acaba de decir. Podría parecer una mujer desesperada y que se le está insinuando sin ninguna vergüenza, porque, por supuesto, por nada del mundo, está haciendo eso.
Luciano suelta una media sonrisa. No podría ayudarla a olvidar aunque quisiera, pero sí la ayuda a guardarlo todo.
Su mirada se detiene durante un segundo en su garganta, lugar donde la chica traga con fuerza y el movimiento hace que se la imagine en otra situación en medio del paseo marítimo. Sacude la cabeza, se reprende internamente y sigue recogiendo en silencio. Rápido. Preciso. Como alguien que sabe cuándo hablar y cuándo simplemente estar.
Cuando terminan, sus manos se tocan y Rocco siente una descarga eléctrica que lo sorprende por un segundo. Asiente y se aparta.
—Que tengas un mejor día, signorina.
—Ya sería un milagro. — responde ella, tocando con suavidad el lugar donde sus manos se rozaron y observando su musculoso cuerpo.
Él se aleja trotando, sin mirar atrás, intentando poner en orden sus trastocados pensamientos. Ella lo observa por un buen momento, hasta que un grupo de hombres vestidos de forma extraña para estar trotando, pasan por su lado y de inmediato cae en cuenta de algo. Ni siquiera se dijeron sus nombres.
Se inclina al observar un objeto en el suelo y descubre uno de los auriculares del hombre, que por fortuna no fue destruido por la avalancha de hombres; lo mira con curiosidad y por un momento se siente mal por él y porque lo haya perdido, puesto que está segura de que no volverá a verlo, a menos que tenga como rutina correr todos los días por estos parajes.
¿Sería muy extraño si lo esperase al día siguiente y le entregara el audífono? Se pregunta, pero luego es consciente de la hora en la que el hombre corre y de que ella se encuentra sin un lugar donde dormir y muerta del sueño. Así que, seguro, no volverán a verse.
Pero el destino ya los tiene escritos, y el encuentro que parece tan solo un accidente… es solo el inicio.