Capítulo 1

1133 Palabras
Respiré hondo y vi el autobús escolar parado frente a mí. Sólo unas cuantas burlas, las ignoraba y llegaría a mi asiento. No era tan difícil. Vamos, Jade, tú puedes. —Buenos días, Jade— me saludó amablemente el chofer del autobús cuando subí al vehículo. Me detuve frente a él por un segundo y bajé la mirada. —Buenos días, Fred— lo saludé tímidamente y caminé rápidamente por el pasillo del autobús para llegar pronto a mi asiento, el cual se situaba al lado de una ventana por la parte de atrás. Iba caminando con unos cuantos libros en mano cuando una chica que estaba sentada por el lado del pasillo me vio y sonrió de manera maliciosa. Ignoré el gesto, mas tan pronto pasé a su lado me caía torpemente, provocando que todos mis libros volaran lejos de mi alcance. —Ten cuidado, nerd— rió burlona y volteó para seguir charlando con sus amigas, inmediatamente perdiendo interés en mí. Tomé una bocanada de aire y me levanté. Era acostumbrarse, nada más. Burlas, zancadillas, risas, chismes, los típicos apodos de “rata de biblioteca”… Las burlas de mis compañeros se volvían diarias y casi predecibles, hasta el punto de no causarme el mismo daño que en un inicio. Las zancadillas y las risas burlones que se escuchaban por parte del resto al caerme, no causaban demasiado en mí. Luego de que todo el mundo escolar me tachara como “la nerd”, comprendí que tendría que aprender a lidiar con ello. Cogí mis libros, acomodé mis gafas y seguí mi camino, cabizbaja, hacia los asientos traseros, donde nadie se sentaba y podía estar tan sola y tranquila como yo quisiera. Primera regla estudiantil: no acercarse a la nerd. Interactuar con una chica como yo, de bajo perfil, sin popularidad, te rebajaba inevitablemente hasta el más bajo nivel de la cadena alimenticia. Estar junto a mí, era literalmente un s******o social, y perder la reputación no era algo en lo que los demás estuvieran interesados. Segunda regla estudiantil: tratar a la nerd como si fuera la más asquerosa basura. ¿Era necesario aclarar ese punto? No por nada eran las burlas constantes, o los malos ratos que estaba obligada a pasar. Los demás estudiantes no se esforzaban demasiado en humillarme, ya que yo les importaba tanto como una hormiga en el suelo, pero aparentemente les resultaba natural dejarme en ridículo, tan fácil como matar a dicha hormiga. Tercera regla estudiantil: no dirigirle la palabra bajo ninguna circunstancia. En resumen, morir antes que recurrir a mí. Solía tener una vida buena. Antes, cuando tenía unos cuantos amigos, a pesar de mi naturaleza tímida, que me cuidaban y querían por quién era, no por una simple etiqueta. Todo es más sencillo cuando se es un niño. No obstante, cuando cumplimos edad y entramos a la secundaria, aquellas amistades que se sintieron reales dejaron de importar. Lo único que importaba era el status social en la escuela, tu posición y tu reputación. Era frustrante presenciar cómo todo el mundo a tu alrededor giraba alrededor de cosas que solamente eran superficiales. Apoyé mi frente contra la ventana y un suspiro abandonó mis labios, empañando el vidrio. Sonreí y con mi dedo índice dibujé una carita feliz. Mi madre era una mujer soltera, más bien divorciada. Mi padre le pidió el divorcio cuando decidió que prefería a otra mujer antes que a su familia. Fue doloroso para ambas, algo de lo que me resultó difícil recuperarme. Mi madre jamás lo superó del todo, pero se esforzó por llevarnos hacia adelante, diciéndome que no dejara que otros me hicieran daño y que una sonrisa era el mejor escudo que podía haber. Confié en ella y en sus palabras. ¿Cómo no hacerlo? Ella sonreía a pesar de que mi padre nos había abandonado. Mis pensamientos se cortaron al momento en que escuché al conductor del autobús informar que ya habíamos llegado a la escuela. Cogí mi mochila, mis libros y salí de última del vehículo, como acostumbraba a hacer. Entré al edificio y caminé por los pasillos sintiéndome un tanto nerviosa. La verdad, caminar por el pasillo principal siempre generaba un indescriptible miedo en mí. Aquel pasillo hacía a cualquiera sentirse expuesto; todos pueden verte, hablarte, juzgarte, burlarse e insultarte por el más mínimo detalle. Eran cinco minutos de completa vulnerabilidad, una por la que yo probablemente sufría más que nadie. Atravesando el pasillo, me crucé con Guinevere Jones. ¿Quién en toda la secundaria no conocía a Guinevere y su reputación? Era la chica más popular, extrovertida y engreída que cualquiera tuviera la oportunidad de conocer. Obviamente excluyendo el hecho de que su pasatiempo favorito parecía ser el de humillarme y burlarse de mí diariamente. Por supuesto, una reina no estaba completa sin un rey. Su novio, James Blair, podía ser definido en tres simples palabras: atractivo, atlético y carismático. James era el chico por quien todas las chicas suspiraban desde el primer hasta el último periodo; yo no era una excepción. Nadie podía evitarlo, era perfecto, y la única persona en Eastminster que no me insultaba —aunque a veces, dudaba si siquiera reconocía mi existencia. Llegué al salón de clases antes de que sonara la campana y me senté en mi respectivo asiento, el cual quedaba en la última fila, a un lado de la ventana. No compartía escritorio con nadie —una ventaja de ser la marginada estudiantil. Las clases transcurrieron normalmente; como cada día recibí un par de burlas, zancadillas por parte de las porristas, mientras que el resto de los alumnos procuraba evadir mi mirada. Almorcé sola, por si es requerida una aclaración. Mis respuestas durante las clases recibieron más que un par de “cerebrito” por parte de mis compañeros. Finalmente, las clases acabaron entrada la tarde, cuando salía por las puertas de la escuela convenciéndome de que siempre podía ser peor. Regresé a casa en autobús, con la única diferencia de que esta vez no hubo nadie que me hiciera una zancadilla desagradable, lo que era ciertamente un favor del cielo. Al llegar frente al departamento que compartía con mi madre, vi una carta en la entrada. Desconcertada, me agaché para recogerla e ingresé al departamento. ¿Han escuchado el dicho “la curiosidad mató al gato”? Pues, en ese momento, solamente esperaba que me hicieran un bonito funeral, porque había abierto la carta de pura curiosidad. Una cualidad mía que de tanto en tanto me traía problemas. Al leer la misiva, una quebrada sonrisa llena de confusión se expandió en mi cara. Resoplé divertida, sobre todo renuente considerando todos los factores. No había manera, me convencí, sacudiendo la cabeza completamente desconfiada y escéptica. Simplemente no había manera. Que mi madre haya olvidado pagar la renta. Claro, pensé con sobrada ironía, preguntándome qué clase de error habían cometido esta vez para siquiera considerar que mi madre había fallado en el pago mensual. Sin embargo, conforme fui leyendo la carta, mi sonrisa empezó a desvanecerse. Realmente… ¿Existía la posibilidad de que fuera verdad?
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