Lía
"La piel en el cajón."
Me dejé caer en la cama todavía con la respiración agitada. No podía sacarme de la cabeza lo que había pasado afuera, lo que casi pasó.
Su boca. La mía.
Prometí nunca volver a caer en alguien como él. Alguien que respira peligro, que pertenece a ese mundo que me rompió. Y sin embargo, cuando lo tuve tan cerca, lo único que quise fue rendirme.
Me miré en el espejo.
Estuvimos a un segundo, a un suspiro, a un movimiento mínimo de perdernos en ese beso. Y lo detuve. O mejor dicho, me detuve.
Pero mi piel no lo entendió.
Todavía lo anhela como si hubiera ocurrido. Como si pudiera revivirlo con solo cerrar los ojos.
Abrí el cajón de la mesilla y ahí estaba, doblada como si pesara toneladas: la servilleta. Ese nombre escrito a mano: Gael.
Pasé el papel entre mis dedos y lo odié. Odié cómo me temblaba la mano al hacerlo. Odié saber que, aunque lo negara mil veces, ese hombre ya se había tatuado en mi piel sin haberme tocado apenas.
—La piel que me niegas… es la misma que arde por ti —murmuré, furiosa conmigo misma.
Cerré el cajón de golpe, como si esconder el papel pudiera apagar la llama.
Pero no. Esa llama ya estaba dentro de mí. Y no había vuelta atrás.
Gael
“La voz del patriarca.”
El taller estaba en silencio, roto solo por el golpeteo de una llave inglesa contra el metal. Había terminado de ajustar el último encargo cuando sonó el teléfono viejo que usábamos solo para él.
Anselmo Carrión.
Respiré hondo antes de contestar.
—¿Sí?
—Me han llegado rumores, Gael —su voz grave siempre sonaba como sentencia—. Tú y Nico habéis llamado demasiado la atención en ese bar.
Apreté la mandíbula.
—Me hice cargo. No volverá a pasar.
—No es eso lo que me preocupa. —Hubo un silencio breve, como si midiera cada palabra—. Dicen que hay una mujer en medio.
El corazón me dio un vuelco, pero no dejé que se notara.
—No tiene nada que ver con esto.
—Todo tiene que ver, muchacho. —El tono cambió, más cercano, casi paternal—. Te criaste en mis manos, y si te he confiado a Nico es porque sé que eres cabeza fría. Pero una falda puede costarnos caro.
Me pasé una mano por la nuca, odiando la verdad de esas palabras.
—Sé cuidar de lo mío.
—No lo olvides —gruñó Carrión—. Porque tú eres lo más parecido a un hijo que tengo… pero la familia siempre pesa más que cualquier mujer.
La llamada terminó sin despedidas.
Me quedé mirando el teléfono, con la certeza de que estaba mintiéndole.
Por primera vez, algo —alguien— pesaba más que la familia.
Lía
"Veneno en la barra."
El turno de la tarde siempre era un infierno. Gente entrando y saliendo, vasos que nunca alcanzaban, risas que me perforaban los oídos. Y en medio de todo ese ruido, yo intentaba convencerme de que era una noche más.
Hasta que lo vi.
El casco bajo el brazo, la chaqueta de cuero abierta, esa forma de caminar como si el suelo fuera suyo.
Gael.
Me tragué el resoplido y apreté la toalla contra la barra. Ni siquiera se había sentado aún y ya sentía mi piel erizada como si me hubiera rozado.
—¿Otra vez tú? —escapé antes de pensarlo.
Sus labios se curvaron en esa maldita media sonrisa.
—Me gusta el servicio.
—Pues aquí no regalamos nada —repliqué, clavándole la mirada mientras dejaba caer un vaso limpio frente a él con más fuerza de la necesaria.
Julia apareció a mi lado, recogiendo una bandeja. Su mirada iba de él a mí como si estuviera viendo un espectáculo privado.
—Tensión —murmuró apenas, creyendo que yo no la oía.
Casi se me escapa una carcajada amarga. Si ella supiera…
Gael apoyó los codos en la barra, inclinándose lo justo para que el calor de su cuerpo me alcanzara.
—No te pongas así, pelirroja. Solo vine a beber.
Me incliné yo también, tan cerca que pude contar cada pestaña.
—Pues bebe y lárgate.
Lo dije con veneno, con esa voz que más de uno había tomado como una bofetada.
Pero él no se inmutó.
Se quedó ahí, tranquilo, como si todo lo que yo lanzaba rebotara en su piel. Y esa calma era peor que cualquier provocación.
Cuando se reclinó de nuevo en el taburete, me di cuenta de que estaba sonriendo. No con burla, no con chulería.
Con certeza.
La certeza de que lo que yo negaba con la boca me ardía por dentro.
Julia, al pasar otra vez con la bandeja, chasqueó la lengua y me susurró bajito:
—Si me mirara así, yo tampoco dormiría tranquila.
El vaso casi se me resbaló de las manos.
Gael
“Lo que no dice.”
Apoyado en la moto, observaba la puerta trasera del bar como un cazador que sabe cuándo llega la presa.
No me malinterpretéis. No es que ella sea presa, es que yo he sido galgo toda la vida: sé esperar, sé leer el terreno, sé reconocer el instante exacto en el que alguien baja la guardia.
Y ella lo hacía sin saberlo.
Lía me gruñía cada vez que me veía, pero sus ojos… Sus ojos hablaban otro idioma.
Cuando alguien quiere que lo dejes en paz, no sostiene la mirada hasta quemarse.
Cuando alguien no quiere nada contigo, no roza tu mano “por accidente” al dejar un vaso.
Cuando alguien no siente nada, no tiembla cuando el silencio se alarga demasiado.
Y ella temblaba.
No lo admitía, no lo iba a decir en voz alta. Ni falta hacía.
La piel la traicionaba.
Ese rubor en las mejillas, esa respiración más rápida cuando me acerco demasiado.
Podía jurar que incluso su pulso retumbaba cuando me pasaba cerca.
No soy un santo, tampoco un ingenuo.
He vivido entre sombras, sé cuándo alguien me miente.
Y Lía mentía cada vez que decía que yo no era su tipo.
Porque su cuerpo ya me había elegido.
Me pasé la lengua por los labios, impaciente.
Esta noche no podía quedarme solo observando.
Esta noche iba a probar qué tanto podía negarme.
El contenedor estaba en el callejón, lo sabía.
Y ella saldría.
Y yo la esperaría allí, justo donde las palabras se acaban y solo queda la verdad de los cuerpos.
Me acomodé contra la pared, encendí un cigarro y sonreí al imaginarlo.
Esta vez, Lía no iba a escapar con solo palabras.
Lía
"La piel que me niegas."
El turno había terminado, pero la rutina no.
A mí me tocaba sacar las bolsas de basura al callejón, esa parte ingrata del trabajo que olía a cerveza rancia y a humo de tabaco.
Empujé la puerta trasera con el hombro y el aire frío me golpeó en la cara.
Entonces lo vi.
Apoyado contra la pared, fumando como si el mundo le debiera paciencia, estaba él.
Gael.
—¿Otra vez tú? —bufé, dejando las bolsas junto al contenedor.
—Ya me echabas de menos —contestó con esa maldita calma suya.
—Lo que echo de menos es no tener a un cliente acosador esperándome cada noche.
Dejó caer el cigarro al suelo y lo aplastó con la bota. Luego avanzó. Paso a paso.
Mi corazón quiso retroceder antes que mis pies.
—No soy tu cliente.
—Peor me lo pones.
Me giré para volver al bar, pero su voz me detuvo.
—Dímelo a la cara, Lía.
Lo encaré, cruzándome de brazos para no mostrar que me temblaban las manos.
—¿El qué?
—Que no me quieres cerca.
Abrí la boca para soltar el veneno que siempre me protegía, pero él acortó la distancia.
De golpe, sin avisar.
Me quedé pegada a la pared, su sombra sobre mí, su mirada bajando a mis labios como si fueran un territorio que ya había reclamado.
—Lo que quiero es que me dejes en paz —mentí.
Él sonrió de lado, la sonrisa torcida que me rompía la defensa.
—No. Lo que quieres es que te bese.
El mundo se frenó ahí.
Su respiración rozó la mía, un segundo, medio segundo…
Yo cerré los ojos.