Nico
“La red se tiende.”
La noche siempre tenía el mismo olor en ese barrio: humedad, cansancio y un rastro de miedo viejo que nunca terminaba de irse.
Perfecto para trabajar.
Llevaba tres días observando la rutina de Lía.
Tres días siguiéndola sin que ella se diera cuenta.
Entraba al bar a las cinco, salía casi siempre después de las once y media.
A veces caminaba con prisa.
A veces parecía arrastrar el alma detrás.
Pero nunca miraba hacia atrás.
Eso decía demasiado.
La gente así era fácil de romper.
Los que no miran atrás siempre creen que ya sobrevivieron a lo peor.
Sonreí.
—Qué dulce error.
Me apoyé en el coche, a unos metros de la esquina donde ella siempre doblaba.
No necesitaba acercarme.
No todavía.
Había aprendido algo importante observando a Gael todos estos años:
el poder no está en el golpe, sino en el cálculo previo.
Saqué el móvil y revisé los mensajes enviados.
Dos chicos del barrio —críos realmente— harían el trabajo sucio.
Ni siquiera sabían para quién trabajaban.
Solo creían que era un robo fácil, un “susto”, nada más.
Nadie los iba a extrañar si se equivocaban.
Yo no daba órdenes directas.
Solo sugerencias.
Y el mundo se acomodaba.
Miré la hora.
23:18.
“Casi.”
Ella siempre tardaba lo justo en cerrar caja y recoger las cosas.
Siempre apagaba las luces del bar en cierto orden: primero las del pasillo, luego las del mostrador, y por último la de la entrada.
Una rutina tan perfecta que rozaba la ingenuidad.
El viento cambió, trayendo el sonido de una lata moviéndose por la acera.
Los chicos ya estaban en posición.
Los había visto pasar hace un minuto.
Moviéndose como sombras mal entrenadas: demasiado ruidosas, demasiado ansiosas.
Pero la ansiedad también era útil.
La impulsividad asusta más que la fuerza.
Apoyé la cabeza en el respaldo del asiento y cerré un momento los ojos.
No hacía falta vigilar cada segundo.
Solo esperar el sonido adecuado.
El golpe.
El grito ahogado.
El forcejeo.
El miedo.
El miedo era un lenguaje vivo.
Y yo lo hablaba mejor que nadie.
Abrí los ojos cuando escuché las voces.
No era un ataque todavía, solo el comienzo del cerco.
Un empujón, un “oye, preciosa”, un intento de arrebatarle el bolso.
Nada mortal.
Nada que dejara cicatriz.
Solo lo suficiente para que ella entendiera que caminar sola ya no era una opción.
Que alguien la estaba midiendo.
Sopesando.
Probando sus reacciones.
Me incorporé en el asiento, sin apagar el motor.
No intervenía.
Ese no era mi papel hoy.
Solo evaluaba.
Estudiaba.
Si gritaba, si corría, si golpeaba…
Cada gesto suyo era una pieza más del puzzle que estaba armando.
Necesitaba conocerla antes de tomarla.
La vi, finalmente.
Su figura tensándose contra la pared, el brillo del miedo mezclado con la rabia.
Era preciosa incluso así.
Quizá más así.
Porque el miedo no la hacía pequeña.
La hacía peligrosa.
“Interesante”, pensé.
Muy interesante.
Cuando la escena empezó a torcerse, cuando uno de los chicos perdió la paciencia y la arrinconó demasiado fuerte, sonó un ruido diferente.
No de ella.
No de ellos.
Un ruido que reconocería en cualquier parte:
Gael.
El depredador que no debería estar ahí.
El que no sabía aún que estaba compitiendo.
El que confundía proteger con poseer.
Sonreí mientras observaba desde lejos cómo se desataba el infierno.
No por ella.
Por él.
En mi mundo, un hombre que actúa sin pensar ya ha perdido.
Gael acababa de entrar en mi juego sin darse cuenta.
Ajusté el retrovisor, encendí un cigarro y dejé que el humo llenara el coche.
Cuando el primer grito del chico sonó, bajé la ventanilla unos centímetros.
—Hoy no, muñeca —susurré, mirando la escena como quien disfruta de una obra de teatro—.
Hoy solo quería saber cuánto tardaba en llegar tu héroe.
Arranqué cuando Gael levantó la cabeza, buscándome sin saberlo.
Yo ya me había ido de la escena, pero no de ella.
Nunca de ella.
Lía
“Donde duele.”
El suelo todavía estaba mojado por la lluvia de la tarde.
Ese olor a asfalto húmedo siempre me ponía nerviosa.
Demasiados recuerdos.
Demasiados fantasmas.
Cerré la puerta del bar, metí las llaves en el bolsillo de la chaqueta y empecé a caminar.
El turno había sido largo.
Pero mi cabeza lo había sido más.
Gael, Óscar, el mensaje de la noche anterior…
Ni uno solo me dejaba respirar.
La calle estaba casi vacía.
Solo un coche aparcado cerca de la esquina, con las luces apagadas.
No le di importancia.
No podía permitirme ver peligro en todas partes.
A mitad de cuadra, escuché pasos detrás de mí.
No aceleré.
No miré.
No iba a regalarles el miedo.
El miedo se cobra caro cuando lo muestras.
— Oye, preciosa —dijo uno.
La voz joven, demasiado confiada.
Un niño jugando a ser lobo.
Sonreí por dentro.
No tenían idea.
—No tengo nada para vosotros —respondí sin detenerme.
El segundo se acercó más rápido.
Demasiado rápido.
Como si no fuera improvisación, sino un guion ensayado.
Intentó agarrar mi bolso.
Se lo dejé hacer.
Era más fácil medirlos cuando creían tener ventaja.
—Suéltalo —dije.
—Cállate y dánoslo.
Me giré despacio.
Lentamente.
Como alguien que ya ha peleado antes, que conoce el ritmo, el olor, el tacto del peligro.
El chico del bolso tenía la cara demasiado limpia para este tipo de juego.
Eso me asustó más que la amenaza.
—Te voy a dar un consejo —dije, clavándole la mirada—.
Si vas a robar, al menos ten los cojones de parecer peligroso.
Lo descoloqué.
Siempre pasaba.
Cuando no reaccionaban a tu miedo, reaccionaban a su propia duda.
El segundo chico intentó empujarme contra la pared.
Ahí sí me cabreé.
Pegué un rodillazo en seco, directo a donde duele.
El tipo soltó un gemido y cayó al suelo.
El otro retrocedió medio paso y luego intentó agarrarme del brazo.
Giré la muñeca y lo obligué a aflojar la presa.
Esa técnica no la aprendí en ningún gimnasio.
La aprendí sobreviviendo a un cobarde llamado Manuel.
Pero esta vez algo no encajaba.
Dos chicos nerviosos.
Dos movimientos torpes.
Una insistencia que no era natural.
No era un robo.
Era una trampa.
Y la sensación en mi nuca —esa presión, esa intuición— me dijo que alguien estaba mirando.
Alguien que conocía esa calle mejor que ellos.
Alguien que no había venido a robarme, sino a estudiarme.
El primero se recuperó.
El segundo se lanzó otra vez, con más torpeza que fuerza.
Me arrinconaron finalmente contra la pared.
Mi espalda golpeó el ladrillo frío.
Un déjà vu.
Un eco de algo que prometí no revivir.
—No me toquéis —dije, y la voz me salió más baja, más peligrosa de lo que esperaba.
El chico delante de mí tragó saliva.
Pero no retrocedió.
Estaba siendo empujado por otra fuerza.
Otra sombra.
Y entonces lo sentí.
Ese cambio en el aire.
La amenaza dejó de ser ellos.
Fue una presencia.
Un olor.
Un paso.
Gael.
No lo vi todavía.
Pero su rabia llegó antes que él.
La sentí como electricidad detrás de mí, como una tormenta entrando en la calle.
—¿Qué coño…? —balbuceó uno.
Y en ese instante entendí la verdad:
Esto no era un robo.
Era un mensaje.
Y el destinatario… no era yo.
Gael
“Sangre vieja.”
No quería dejarla sola.
Pero tampoco quería seguirla como un perro detrás de su sombra.
Ese era el maldito dilema: cada vez que me acercaba demasiado, ella se tensaba; cada vez que me alejaba, algo en el pecho me decía que estaba cometiendo un error.
Por eso, después de verla cerrar el bar, me quedé en la acera de enfrente.
Oculto entre las sombras, manos en los bolsillos, espalda contra la pared fría.
No quería molestarla.
No quería que pensara que la estaba vigilando.
Solo… no podía irme.
El barrio estaba demasiado silencioso.
Héctor había comentado más temprano, al servirme el café:
—Hoy hay gente rara por aquí. No me gusta el ambiente.
No habló de Lía.
No habló de peligros.
Solo dejó caer la frase con esa intuición suya que pocas veces fallaba.
Y yo, aunque no debía, la interpreté de una sola forma:
No la dejes caminar sola.
Así que eso hice.
Guardé mis pasos a distancia.
Caminé detrás de ella al ritmo de su sombra.
Ni rápido.
Ni lento.
Solo lo justo para no perderla de vista.
Hasta que escuché el primer ruido.
Un golpe corto.
Un cuerpo chocando contra algo.
Un insulto.
Mi respiración se congeló.
Y después, otra vez, el sonido que me atravesó como un rayo:
su respiración cambiando.
No era un jadeo de miedo.
Era ese sonido tenso que solo hace alguien que está peleando.
Corrí.
No pensé.
No respiré.
No existió nada más.
Cuando giré la esquina, el mundo se redujo a una sola imagen:
Lía, contra la pared, defendiendo su propio cuerpo como si su vida fuera un recuerdo de supervivencia.
Mi sangre estalló.
—¡EH!
Los dos tipos se giraron.
El más cercano no tuvo tiempo de reaccionar.
Mi puño le partió la boca antes de que soltara siquiera el bolso.
Cayó como un saco.
El segundo tembló, y entonces cometió el error de su vida:
intentó sacar un cuchillo pequeño, barato, inútil.
Lo agarré por la muñeca y torcí.
El chasquido del hueso me hizo arder la mandíbula.
No por él.
Por lo que casi le hacía a ella.
—Gael, basta —escuché su voz detrás.
No la miré.
No todavía.
La rabia me nublaba los ojos.
—Te dije que sueltes el arma —gruñí, apretando más la muñeca del chico, que gimoteó como un niño.
El muy idiota intentó zafarse.
Lo estampé contra la pared.
Escuché cómo el aire se le iba del cuerpo.
—¡Gael, ya! —esta vez su voz me atravesó la piel.
La miré.
Las luces pobres de la calle iluminaban su rostro.
No estaba llorando.
No temblaba.
Estaba furiosa.
Viva.
Entera.
Y ese simple detalle me rompió por dentro.
Solté al chico.
Se desplomó como si se desarmara en el suelo.
—¿Estás bien? —pregunté, y me odié por cómo me tembló la voz.
—Sí.
—No lo estás.
—Gael, he dicho que sí.
Quise tocarle la cara, pero no lo hice.
Quise abrazarla, pero tampoco me atreví.
Porque si lo hacía… no sabría cómo detenerme.
Entonces lo sentí.
El ruido suave de un motor arrancando.
Levanté la mirada hacia el final de la calle.
Un coche se alejaba con las luces apenas encendidas.
No vi al conductor.
No hizo falta.
Nico.
La lengua se me volvió hierro.
El pecho, fuego.
Él lo había planeado.
Él la había puesto ahí.
Él quería medir mis límites.
Y lo peor era que lo había conseguido.
—Gael —susurró Lía, tocando mi brazo con cuidado—. ¿Qué pasa?
—Nada —mentí.
—Mírame.
—Luego.
Necesitaba sacarla de ahí.
Necesitaba distancia para no romper nada.
Ni a nadie.
—Vamos —dije, poniéndole la chaqueta sobre los hombros como si hubiese sido mía toda la vida—.
No pienso dejarte aquí ni un segundo más.
Ella abrió la boca para protestar.
La cerró.
Y caminó conmigo.
Y ese simple gesto —ese “confío en ti” sin palabras—
fue lo que más me dolió.
Porque ahora sí sabía una verdad que antes no quería admitir:
Nico no solo la quería a ella.
Me quería destruir a mí.
Y acababa de encontrar la forma.