Capítulo 15

1632 Palabras
Gael “El instinto.” Todavía sentía su voz dentro del pecho. “No pienso dejar que nadie me domine.” Cada palabra seguía latiendo en mis sienes como si no me las hubiera dicho ella, sino el eco de algo que llevaba años esperando oír. La había dejado marcharse, pero no me había ido. Me quedé en la acera, mirando las luces del bar apagarse una a una, con esa rabia muda que no sabía dónde colocar. Quise creer que podía dejarla en paz, que lo que me movía era simple atracción. Pero no era eso. Era otra cosa. Más peligrosa. Encendí un cigarro y me apoyé en la moto. La noche olía a lluvia y a metal oxidado, a la misma mezcla de deseo y advertencia que ella dejaba a su paso. Nunca me había importado nadie. Ni cuando trabajaba para Anselmo, ni cuando la sangre y el dinero eran lo único que valía. Hasta Lía. Con ella todo era distinto. No necesitaba protegerla. Ella podía hacerlo sola. Pero maldita sea… quería hacerlo igual. No por debilidad. Por instinto. Por algo primario que me recordaba demasiado a lo que había jurado enterrar. Recordé sus ojos cuando me plantó cara, la furia que contenían, el temblor que intentó ocultar. Había fuerza en ella, pero también heridas. Y yo… yo solo sabía moverme entre las dos cosas. Fumé hasta que el cigarro me quemó los dedos. La imagen de Nico cruzándome por la cabeza sin querer. Esa sonrisa suya de serpiente, su forma de mirar lo que no debía. Lo conocía, aunque aún no lo hubiera enfrentado. El tipo de hombre que disfruta oliendo el miedo en los demás. Y Lía lo había notado. Me subí a la moto, pero no arranqué. Sabía que estaba cayendo otra vez en un patrón del que siempre salía perdiendo: intentar cuidar lo que no quería ser cuidado. Pero algo en mí no aceptaba rendirse. —Si alguien se atreve a tocarte… —murmuré, más para la noche que para mí mismo—, lo mato. No era una promesa. Era la certeza del cazador que por primera vez teme convertirse en su propia trampa. Lía “Los ojos del depredador.” El reloj marcaba casi la medianoche cuando volví al bar. No había cerrado todavía; Héctor insistía en terminar de limpiar las mesas y revisar la caja antes de irse. Yo necesitaba hacer algo con las manos, lo que fuera, para no pensar. Todavía tenía en la piel el eco de la discusión con Gael. Su mirada. Su voz. Ese maldito pulso que me temblaba por dentro como si hubiera corrido una maratón. Intenté convencerme de que todo había terminado ahí, en la puerta, con su respiración mezclada con la mía y esa línea que ninguno cruzó. Pero la verdad era que nada había terminado. —Ve a casa, Lía —dijo Héctor desde la barra, sin levantar la vista—. Yo cierro. —Un minuto más —respondí, secando los vasos. No quería quedarme sola en mi cabeza. Fue entonces cuando lo sentí. Esa sensación de piel observada. No escuché nada, no vi movimiento, pero el aire cambió. Miré de reojo hacia las mesas del fondo y lo vi. Nico. Estaba sentado en penumbra, con una cerveza entre las manos. No bebía. Solo miraba. Esa mirada suya no era curiosa ni casual. Era una amenaza silenciosa. El corazón me dio un vuelco, pero no bajé la cabeza. No le iba a regalar el miedo. —¿Otra vez ese idiota? —murmuró Héctor, siguiéndome la mirada. Asentí apenas. —Déjalo. Se cansará. —No. —Su tono fue seco—. No pienso dejarlo. Apreté el paño entre los dedos hasta sentir el tejido humedecido. El pulso se me aceleró, pero mantuve la sonrisa de servicio cuando me acerqué a la barra. —¿Algo más, Nico? —pregunté con una voz que sonó más firme de lo que sentía. Él sonrió, despacio. —Solo observar. Una corriente helada me recorrió la espalda. —Pues observa rápido. Cerramos en cinco minutos. Sus ojos bajaron por mi cuello, por mi mano sosteniendo el vaso. —Me gusta cómo brillas cuando te enfadas —dijo, casi susurrando. —Y a mí me gusta cuando te vas. Héctor se movió por detrás, acercándose a propósito. Nico lo notó, sonrió y se levantó con calma. Dejó unas monedas sobre la barra, las justas, y se inclinó lo suficiente para que su voz me rozara la piel. —A veces las presas también buscan al cazador. El olor a su perfume barato me revolvió el estómago. No respondí. No le daría el gusto. Cuando la puerta se cerró tras él, solté el aire que no sabía que estaba conteniendo. —¿Qué mierda le pasa a ese tío? —gruñó Héctor. —Nada que no haya pasado antes —dije, aunque sabía que esta vez era distinto. Nico ya no era solo una sombra. Era un peligro que sabía mi nombre, mis rutinas… y mis miedos. Gael "Los colmillos." Sabía que Nico no tardaría en hacer alguna estupidez. Desde que Anselmo lo había metido en los “negocios”, su mayor talento era arruinar lo que tocaba. Y hoy había tocado lo que no debía. Lo esperé en el callejón, justo al lado del bar. No porque quisiera encontrarlo, sino porque sabía que pasaría por allí. Ese era su estilo: provocar, sonreír, y esconderse cuando las cosas se torcían. La puerta se abrió y, efectivamente, apareció. Chaqueta cara, sonrisa torcida, el mismo perfume importado que usaba cuando se creía importante. —No deberías estar aquí, Nico —le dije, antes de que cruzara la esquina. Se giró despacio. —Vaya, el perro fiel de mi tío. Pensé que te habías jubilado. —Pensé que tú habías aprendido a no cagarla —contesté, acercándome—. Pero veo que no. —Solo tomé una copa. —No con quién. La sonrisa le duró un segundo más. —¿La camarera? —alzó una ceja—. No me digas que estás celoso. Me contuve, pero el pulso ya me golpeaba en las sienes. —No es celos. Es advertencia. —¿Advertencia? —rió, incrédulo—. No te confundas, Gael. Tú trabajas para la familia. Yo soy la familia. —Eres el idiota que puede hacer que tu tío pierda todo —le dije, sin apartar la mirada—. Y si sigues jugando con esa chica, te juro que ni él podrá salvarte. El golpe vino después de su sonrisa. Un derechazo directo que me rozó la mandíbula. Respondí antes de pensarlo. Lo empujé contra la pared y lo sujeté por el cuello de la camisa. —No vuelvas al bar. No la nombres. No te acerques —gruñí. Sangre en su labio, pero seguía riendo. —¿Te estás enamorando, Gael? Qué pena. Nadie sobrevive mucho sintiendo algo en este negocio. Lo solté. Cayó al suelo, todavía sonriendo. —Ya veremos cuánto duras tú después de esto —le dije, antes de girarme. —No te equivoques —me lanzó a la espalda—. Las presas siempre vuelven al cazador. —Sí —murmuré—, pero tú olvidaste que a veces el cazador no es el más fuerte. Salí del callejón sin mirar atrás. Sabía que había cruzado una línea. Y que, cuando Anselmo se enterara, alguien tendría que elegir entre la sangre y la lealtad. Lía “Tinta y fuego.” El agua caliente golpeaba mi espalda como si quisiera borrar el día, pero nada se iba del todo. Cerré el grifo y me quedé quieta, escuchando el goteo. Ni el ruido del bar, ni las palabras de Héctor, ni la mirada de Nico habían salido de mi cabeza. Y, entre todo eso, seguía él. Gael. Su voz, su sombra, su maldita manera de mirarme como si me conociera antes de haberme visto. Me envolví en una toalla y caminé hasta el espejo del dormitorio. El vapor del baño se pegaba al vidrio, deformando mi reflejo hasta que apenas pude reconocerme. Pasé la mano y la imagen volvió nítida: mi piel, mis marcas, mi historia. El primer tatuaje, justo en la clavícula, era una palabra pequeña: Respira. Me lo hice después de Manuel. No por moda. Por necesidad. Era la única orden que podía cumplir cuando todo dolía. El segundo, una línea negra que cruzaba mi antebrazo. El límite. El recordatorio de no volver a dejar que nadie me diga quién soy. El tercero, en la cadera: un símbolo celta que Óscar dibujó una noche, cuando aún creíamos que el dolor se curaba con tinta. Dijo que representaba equilibrio. A mí me recordaba fuego. Toqué cada trazo con los dedos, despacio, como si leyera un libro que solo yo podía entender. No eran cicatrices. Eran advertencias. Cada línea decía: no vuelvas allí. Pero algo en mí ya estaba caminando en esa dirección. Miré mis ojos en el espejo. Seguían siendo los mismos, aunque la mirada no. Ya no había miedo, solo esa mezcla peligrosa de curiosidad y deseo que me hacía sentir viva y culpable al mismo tiempo. Pensé en Gael. En la forma en que su voz me temblaba por dentro. En cómo me encendía y me asustaba a partes iguales. Y pensé en Nico, en su sombra pegada a la puerta del bar, en su perfume, en el veneno que escondía su sonrisa. Uno me incendiaba. El otro me asfixiaba. Y yo, atrapada entre ambos, tenía que decidir si huir o quedarme a ver quién terminaba ardiendo primero. Apoyé la palma sobre el espejo y susurré sin voz: —No olvides lo que prometiste. El reflejo me miró como si supiera que esa promesa estaba a punto de romperse.
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