PALERMO, ITALIA.
Una mujer bajó del auto aquella mañana nublada. Su largo vestido color crema era acompañado de largos tacones que resaltaban su estilizada figura. Su cabello lacio lo llevaba sujeto en una coleta alta y un bolso de diseñador decoraba su hombro. Caminó hasta la entrada del lujoso hotel y cuando estaba por doblar hacia el restaurante, la voz del Sicurezza la detuvo.
Santino iba detrás de ella. Eran las siete de la mañana.
—El señor me matará.
—Yo te di la orden. ¿A quién sirves?
—A ambos, Regina.
—Cualquier asunto que Leonard tenga que reclamar, que lo hable conmigo. Ahora estoy interesada en no llegar tarde—observó su reloj. Eran faltan dos minutos. Continuó su camino y cuando volteó hacia una de las mesas, observó a un hombre, con las piernas cruzadas, sentado
