Desacuerdo

2333 Palabras
Esa tarde Regina, quien ahora era llamada Luna, decidió mantenerse recostada sobre la cama a pesar de que ya había despertado hacía varios minutos. Y es que acababa de tener uno de los sueños más difíciles del mes. Pasó en vela todas las noches de dos eternas semanas como era costumbre en ese extraño pueblo; sin duda aquellos nuevos hábitos comenzaban a mermar sus energías y optó por quedarse por un rato más para permitirse descansar y olvidar las pesadillas. Así, se mantuvo con los ojos abiertos, pensando en cómo su vida cambió dando un giro completo y bastante raro. De pronto se encontró observando el techo y recordó la forma en que se sentía en Isadora, con ese techo desdichado que parecía querer desplomarse cada noche sobre ella, aplastándola con maldad, asfixiándola en la solitaria habitación de su fría casa… Aún seguía sintiendo temor por eso, pero existía una mínima diferencia en este nuevo lugar: esta vez el techo que tantas noches la aterrorizó parecía moverse solo un poco, columpiándose indeciso… Era evidente que sus miedos no funcionaban de igual forma allí. —¿Y ahora qué hago? —se preguntó agobiada sabiendo que no sentía sueño y todavía faltaban un par de horas para que la vida fantasmal de esa gente comenzara—. ¡Necesito algo de sol! ¡No puedo vivir así! —Se sentía desesperada y recordó que en Isadora tenía la extraña costumbre de pararse frente a la mañana y cerrar los ojos por unos segundos; unos segundos que le daban fuerzas para seguir con su día, haciéndola creer que era libre igual que el viento que chocaba con su rostro. En ese momento sin duda lo requería con urgencia. Decidida saltó del lecho, esperando encontrar a alguien despierto para que la acompañase a dar un paseo diurno aunque fuera por un rápido momento. ¡En serio extrañaba el día! De inmediato se cambió la ropa de dormir, salió y recorrió el pasillo de las habitaciones, luego la cocina, el comedor, ¡todo!, pero nadie apareció para ayudarla. La mujer sentía la enorme necesidad de salir cuanto antes de la gran casa. Los encierros la ponían nerviosa y la volvían insufrible. Así que, como un acto reflejo, movió la puerta y descubrió que esta cedió al menor impulso; ¡estaba abierta y nadie vigilaba! Salió del lugar sin un ápice de duda y los rayos le cegaron la vista. Pudo darse cuenta de que ya estaba olvidando la luz del día y tuvo que cubrirse la cara con la mano para esperar a que sus ojos volviesen a acondicionarse. Al hacerse nítido el paisaje, descubrió lo solitario que se presentaba todo aquello: ningún alma deambulaba por las calles, nadie trabajaba ni salía de casa; entonces resolvió caminar aunque fuese a solas. Degustó el dulce aroma del pasto que tanto le gustaba, se regocijó con el tórrido sol, y pronto se percató de que tenía frente a sus ojos una alternativa; la oportunidad que quizá no se le iba a poder presentar otra vez: ¡podía irse! Nadie la cuidaba y el camino se encontraba libre y solo. Allí no había murallas que evitaran que se fuera, solo un montón de árboles rodeaban el lugar, árboles incapaces de impedirle el paso. Su mente comenzó a dar vueltas y a sopesar el dilema. Si se marchaba volvería a su vida y vería a su familia, a su hermana, a sus compañeros… Si no lo hacía se quedaría en otro sitio que en realidad no le parecía tan malo… Y estaba Alí, él también se estaba volviendo importante a pesar de haberlo conocido hacía poco menos de un mes. —¿Qué hago? —La desesperación nacía, pero entonces recordó las palabras de León. Seguro ellos buscarían cobrar venganza por su falta de palabra y ella no toleraría que insinuaran siquiera que sus promesas no tenían valor. Reflexionó en cómo sería su regreso a su casa, seguro no la recibirían con abrazos y una gran fiesta. El simple hecho de imaginar un desaire de quienes amaba le era insoportable. Entonces, mientras deambulaba por una calle cualquiera, regresó con calma a la casa que la hospedaba y se introdujo en su habitación, esperando a que el futuro la alcanzara. Pasaron algunas horas hasta que por fin comenzó poco a poco a oscurecer. Era como si el engreído astro se negara tajante a esconderse para hacerle el pasar del tiempo más difícil. Sin desearlo el hambre llegó y Luna salió de la habitación con dirección hacia la cocina, pero su andar y el silencio que reinaba fue interrumpido por murmullos, voces que venían de la oficina que estaba de paso. León hablaba con alguien más y aún era pronto para estar despiertos. Una enorme curiosidad la invadió y, titubeante, se acercó hacia la puerta cerrada. Jamás había husmeado como si fuese una entrometida, pero aquello no parecía ser una plática cualquiera. —¡Es una decisión tomada y no puedes cambiarla! —dijo León de forma determinante. —Pero ¿por qué? ¡No puedo permitirlo! ¡Tú más que nadie sabe que no puedo permitirlo! —pronunció otra voz. Luna lo identificó a la primera. Alí discutía con León y sonaba atormentado con sus palabras. —¡Lo siento! Tienes que decirle cuanto antes, será mejor así. Las cosas tienen un rumbo y no intentes cambiarlo. —El hombre fue autoritario a pesar de que Alí era uno o dos años mayor. —¿Cómo puedes? Pensé que era tu amigo, pero creo… que me equivoqué —musitó, apenas soltando las últimas palabras. —No confundas esto, ¡sabes que no se puede! Para sorpresa de Luna, el mismo sujeto que la encerró ahora se escuchaba un tanto agobiado. —Cometí un error y debo enmendarlo —continuó León—. Deja que se marche, no pertenece a este pueblo. Te lo pido como mi hermano que dices ser. La fraternidad entre los dos era más que obvia. Alí se quedó callado por un instante y luego habló con más calma: —Una razón que me lastima, pero nunca podrás entenderlo. De nuevo un breve silencio. —Es verdad —exclamó León más sereno—, no te entiendo, pero tú tampoco me entiendes a mí. Luego comenzaron a hablar con tal confidencia que le fue imposible poder comprender el cuchicheo. Luna deseaba entrar y averiguar el motivo de su discusión porque en el fondo sabía que ella tenía algo, o mucho que ver, pero decidió ser prudente y escuchar un poco más. —¿Qué se supone que debo entender? —preguntó Alí, levantando de nuevo el tono de su voz, y su interrogante no fue respondida—. ¿Sabes qué? ¡Olvídalo! Ya… olvídalo. Se escucharon pasos, pero hubo una interrupción. —Seré yo quien se lo diga si así lo prefieres —dijo León. —¿Ahora quieres mostrar benevolencia? ¿Lástima? ¡No, gracias! Tampoco me creas un cobarde. De nuevo los pasos resonaron en el suelo y Luna aceleró los suyos para llegar a la cocina. Tenía un mal presentimiento y se quedó inmóvil frente a la mesa de madera que en ese momento se hallaba vacía. Pasó tan solo un minuto, cuando reconoció la voz de Alí detrás de ella. Seguro la divisó en el pasillo y la siguió. —Qué bueno que te encuentro. Tengo algo importante que decirte —usó un timbre de voz que parecía ser átono. —Sí, adelante —le dijo sin más al darse la vuelta para mirarlo. Sintió que su corazón latía como un potro suelto corriendo por los claros. —Te tengo una buena noticia: desde hoy eres libre —Su rostro inexpresivo dejó en evidencia que no sentía emoción por lo que dijo. Luna se iba acercando a él con lentitud, pero la impresión de sus palabras la hizo detenerse, quedando a casi un metro de distancia. —¡¿Qué?! —Que te liberamos, puedes volver a tu casa —confirmó, bajando la vista—. ¿No te hace feliz la noticia? Ella se quedó pasmada. No lucía como alguien a quien se le sorprende con algo grato, más bien se notaba su incredulidad ante las distantes palabras de Alí. —Pues… sí. Solo que no pensé que pasaría algo así —manifestó, deseando parecer indiferente. —Ha pasado, y lo más preferible es que te vayas cuanto antes —puntualizó con una frialdad que la hirió. —¿Me estás corriendo? —El asombro fue mayor. Le clavó enseguida la mirada y esta vez no ocultó ni un poco lo que sentía. Fue como si le hubiesen lanzado un montón de pedazos filosos de hielo encima. —¡No! Es una petición que debo hacerte —contestó él, queriendo salir de allí lo más pronto posible porque sabía que en cualquier momento iba a arrepentirse. Luna comprendió de inmediato la situación. La conversación que había oído minutos antes le dio la respuesta y la ira acarició su interior. —¿Y por qué debes? Te lo ordenó ese… fantoche —dijo, refiriéndose a León—. Es él, ¿cierto? Dime que tú no tienes nada que ver. ¡Dímelo! —Sus ojos se encendieron con fiereza con la exigencia. —¿Acaso no quieres irte? —Alí pareció alegrarse, pero fue discreto al expresarlo. —Sí, pero… ¡no!, no puedo. —La confusión que la abordó ante la duda la llevó a cuestionarse el porqué de su reacción. —Te he dicho que eres libre, ya nada te ata aquí, puedes volver a tu casa. La mujer se mantuvo callada por un instante y luego lo observó con seriedad. —Si regreso solo será para ser castigada por haber cometido tantas faltas. Me esperan malas noticias, no puedo volver. Alí no sabía cómo tomar el comentario, pero necesitaba saber más. —¿Y qué faltas cometiste? Ella no vaciló en responder y dio dos pasos hacia él para sonar más personal. —Haber venido sin más protección, haber arriesgado a los guardias, haber cruzado los límites prohibidos, haber aceptado un trato con un extraño, ¡haberme quedado viva!… ¿Para qué regreso si ya estoy muerta para ellos? —Entonces lo contempló con verdadera tristeza, logrando con eso que él se moviera de un lado a otro—. Ya no existo allá, por favor permite que me quede, no haré nada que los moleste. ¡Por favor! Esa era la primera vez que suplicaba por algo estando por completo consciente y ni siquiera sabía a ciencia cierta por qué no quería irse si ahora podía hacerlo. Alí se quedó en silencio por un instante que les pareció más largo. —Lo siento… —titubeó, pero debía ser claro—. Lo siento mucho, no está en mis manos. Discúlpame. Yo te daría todo lo que estuviera a mi alcance, pero ni para eso sirvo. Él se alejó, dándole la espalda con el corazón latiendo con rapidez. Comprendía que tenía que hacer que se fuera, pero no terminaba de aceptarlo. Hecha pedazos se dirigió hacia su recámara y un mar de sentimientos se volcó sobre ella sin saber cuál reconocer como auténtico. Quizá debía estar feliz al poder regresar a Isadora. Tal vez tendría que sentirse preocupada porque no sabía a qué se arriesgaba si volvía y debía ofenderse por la forma en la que la echaban. O tenía que estar triste porque comenzaba a acostumbrarse a vivir allí. En realidad era incapaz en ese momento de definir lo que le pesaba, pero aumentó la velocidad de sus pasos. Llegó hasta la entrada de su habitación y se imaginó entrando y desplomándose sobre la cama, llorando con los ojos hinchados de miedo, preocupación, tristeza, odio… Maldiciendo a más de uno por su dolor. Abrió la puerta con violencia y, cuando tuvo enfrente a la soledad, no hizo más que quedarse inmóvil e impotente por no poder ganarle a sus principios. Nunca debía dejarse vencer por nada, ni siquiera por los sentimientos. Así que, cumpliendo eso, tomó las fuerzas necesarias para enfrentarse a su destino. Pasaron menos de diez minutos cuando de pronto Alí apareció de nuevo, entrando gracias a la puerta abierta, esta vez más estoico. Ella se mantenía de pie cerca del borde de la cama. —Es necesario pedirte una disculpa por mi comportamiento —le dijo Luna convencida de lo que decía, acercándosele, y se detuvo muy cerca de él. —No te… —quiso hablar. —Déjame terminar —lo interrumpió—. Quiero agradecerte el que hayas sido tan bueno con alguien a quien ni siquiera conocías y que te hayas enfrentado a los tuyos por mí; jamás lo voy a olvidar. Gracias por todo. El joven la tomó de la muñeca, jugueteó con su mano un momento y luego comenzó: —Cuando te vi por primera vez fue como si siempre te hubiese conocido —dijo con voz suave—. Gracias a ti por darme un poco de luz en toda esta oscuridad. Se dieron un fuerte y cálido abrazo de despedida, tan fuerte que Luna sintió que le faltaba el aire. Quedaba una última petición y optó por dejarla salir. —Debo avisarte que te tienes que ir al comienzo del amanecer y sin despedirte de nadie. Por favor, hazlo por mí. ¿Lo harías? —Vio que ella asintió sin decirle más—. ¿Y me prometes que no dirás nada sobre nosotros, que nunca nombrarás ni por error que existimos? Él jugaba todavía con su mano y la dulzura de su voz la llevó a ceder. —Te lo prometo. —Se moría de ganas de saber por qué temían tanto que otros supieran de su existencia, pero no hizo preguntas porque sabía que no iban a ser respondidas. Alí se acercó para besarle la mejilla y le susurró al oído: —Solo te pido que no nos olvides.
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