Punto de vista HELENA
Hacía años que no cruzaba esas puertas. El mármol del vestíbulo seguía impecable, las lámparas aún brillaban con ese fulgor de imperio que mi padre había construido piedra sobre piedra. Pero lo que más pesaba no eran los muros, sino las miradas.
Algunos empleados me saludaron con una calidez casi reverencial, como si todavía viera en mí a la hija del patriarca, a la joven que alguna vez recorría estos pasillos tomada de su mano.
—Señorita de la Vega —murmuró un veterano de cabello canoso, inclinando apenas la cabeza. Sus ojos tenían respeto… y un dejo de nostalgia.
Pero otros no ocultaron su reserva. Me observaban con el ceño fruncido, como quien analiza un error que amenaza con repetirse. Escuché el murmullo, el cuchicheo apenas disfrazado. La escandalosa. La mujer que mancha el apellido. La que vuelve porque no queda más remedio.
Respiré hondo y avancé con paso firme, aunque por dentro cada mirada me pesaba como una cadena. No iba a regalarles el espectáculo de verme temblar.
Elevé la barbilla y dejé que el taconeo de mis zapatos resonara sobre el mármol como una declaración: he vuelto, y no pienso esconderme.
Punto de vista ISADORA
Helena entró al despacho con el mentón en alto, fingiendo seguridad. Creía que ese andar firme podía tapar lo que todos veíamos: la fragilidad detrás de su orgullo. Isadora se permitió una sonrisa breve; las hijas del patriarca siempre habían tenido demasiado fuego y muy poca estrategia.
—El estado de las empresas es delicado —comenzó con voz medida, acariciando los papeles sobre el escritorio como si fueran cartas ganadoras—. Los accionistas están inquietos. Tu padre ya no puede sostenerlos, y alguien debe tomar el control. Ese alguien eres tú.
Helena arqueó las cejas, incrédula.
—¿Yo? Después del “escándalo”, como ustedes lo llaman, ¿realmente crees que me van a entregar las riendas?
Isadora sonrió con calma.
—Precisamente. Eres mujer, vienes de un revuelo mediático… no puedes enfrentarte sola a un consejo de hombres que ya dudan de ti. Necesitas un respaldo seguro.
La puerta se abrió en ese instante, y entró Iván. Impecable, con traje oscuro y el mismo aire de suficiencia de siempre.
Helena soltó una carcajada amarga.
—¿Éste es tu respaldo? ¿El hombre que ni siquiera puede mantener su matrimonio en pie? ¿El que se divorcia a gritos en los tribunales?
Isadora no perdió la compostura. Esa era su ventaja: sabía dejar que la otra se quemara sola.
—Los divorcios pasan, Helena. Pero en la mesa de los accionistas no cuentan las cicatrices personales, sino el apellido y la apariencia de estabilidad.
Se inclinó hacia ella, con la mirada fija, dejando caer la daga con suavidad:
—Si quieres ganar en este terreno de hombres, hazme caso por una vez. Esto no es cuestión de amor. Es cuestión de poder.
Punto de vista HELENA
Cerré la puerta de golpe detrás de mí, con la respiración entrecortada. No había venido a pedir permiso, había venido a soltar la rabia que me quemaba por dentro.
—¡Isadora quiere que trabaje con Iván! —escupí, sin siquiera esperar a que Lautaro levantara la cabeza de los papeles—. Dice que sola no tengo ninguna posibilidad frente al consejo, que necesito un respaldo masculino. ¿Lo puedes creer? Después de todo lo que ese hombre me hizo.
Lautaro dejó la pluma con parsimonia, como si midiera cada gesto, y alzó la vista hacia mí. Sus ojos estaban llenos de esa calma irritante que me volvía loca.
—¿Y qué hiciste? —preguntó simplemente.
—Me reí en su cara —dije con amargura—. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¡No voy a permitir que me coloquen otra vez a su lado como si fuera una condena!
Él me observó en silencio unos segundos que se me hicieron eternos.
—¿Quieres la verdad, Helena?
—Claro que quiero la verdad —bufé—. No me sirve tu silencio.
—La verdad es que Isadora sabe cómo piensan esos hombres —dijo, con voz firme—. Para ellos, no eres más que la hija rebelde del patriarca. Y en su tablero, una mujer sola nunca gana.
Sentí que la sangre me hervía.
—¿Y eso es lo que piensas tú también? ¿Que no soy capaz de sostenerme sin Iván?
Lautaro se inclinó hacia adelante, sin apartar la mirada.
—Pienso que eres capaz de ganarles, sí… pero no así, ardiendo en rabia. Necesitas estrategia. Primero aprende sus reglas, Helena. Y luego rómpelas en su cara.
Me quedé muda. Había venido buscando apoyo, un aliado que compartiera mi indignación. En cambio, me entregaba una daga fría que me atravesaba el orgullo.
Di media vuelta para irme, con las palabras martillándome en la cabeza. Y antes de salir, lo escuché murmurar en voz baja, casi para sí:
—Si alguien puede darles jaque, eres tú… pero tendrás que decidir si juegas o no.
Punto de vista ISADORA
El teléfono pesaba menos cuando sabía que al otro lado estaba Octavio. Hablar con él era como afilar un cuchillo: siempre salía con el filo más brillante.
—Todo va según lo previsto —dijo, cruzando las piernas con esa elegancia natural que tantas veces usaba como máscara—. Helena ya está contra la pared. Los accionistas no le darán un respiro. Iván es su única salida.
Escuchó la risa seca de Octavio al otro lado de la línea.
—Te lo dije, niña. Al final siempre escogen lo que parece estable. Y Gaspar… Gaspar se va a ahogar en su propio fuego.
Isadora cerró los ojos, saboreando la escena en su mente: Helena sentada al lado de Iván, resignada; Gaspar impotente, conteniendo la rabia ante un consejo lleno de hombres que nunca lo respetaron del todo.
—La pobre aún cree que el amor puede salvarla —murmuró, con un dejo de burla—. Qué ingenuidad tan cara le va a costar.
Octavio respondió con calma, esa calma de zorro viejo que a Isadora le fascinaba y al mismo tiempo la impacientaba.
—No subestimes a Helena. Tiene más del padre de lo que parece.
—Quizás —concedió ella, afilando una sonrisa—. Pero el padre ya no está en condiciones de mover piezas, y la hija todavía no ha aprendido a jugar.
Hubo un silencio breve. Después, Octavio cerró con la misma seguridad de siempre:
—Lo importante es que Gaspar pierda. Y con esto… ya está hecho.
Isadora colgó, satisfecha, aunque en el fondo sabía algo que Octavio parecía olvidar: en los tableros demasiado controlados, a veces una pieza se salía del guion y lo arruinaba todo.
Punto de vista HELENA
El salón de juntas era un mausoleo de poder. Las paredes revestidas de madera oscura parecían vigilarme, y las lámparas pesadas iluminaban las arrugas de los hombres que me observaban con desconfianza.
—Señorita de la Vega —dijo uno de los mayores, su voz arrastrada como un sello que dictaba sentencia—. Nadie cuestiona su apellido. Pero el apellido solo no basta. La empresa necesita estabilidad.
Otro se inclinó hacia adelante, con gesto severo.
—Y después de su escándalo reciente, usted no puede inspirar la confianza necesaria por sí sola.
Sentí que mi pulso martilleaba en las sienes. No era un juicio abierto: era una emboscada cuidadosamente preparada.
La puerta se abrió y entró Iván, impecable, con la misma sonrisa que me había perseguido en pesadillas. Se sentó a mi lado sin pedirme permiso, como si el puesto estuviera destinado para él.
—El señor Cebrián aporta experiencia —continuó el anciano—. Y, junto a usted, formará un frente sólido para mantener la calma en el Grupo hasta que su padre se recupere.
Mi risa fue amarga, más un escape que un gesto de humor.
—¿De verdad piensan que Iván es la imagen de estabilidad? —dije, con los ojos fijos en él—. Ni siquiera puede sostener su propio matrimonio.
Un murmullo incómodo recorrió la sala, pero nadie me defendió. Al contrario: cada mirada era un recordatorio de que estaba sola.
—No es su vida privada lo que nos interesa, señorita —replicó otro de los consejeros—. Es lo que representa. Y ahora mismo, representa la única forma de que usted tenga un asiento aquí.
La rabia me quemó la garganta, pero comprendí lo que pasaba: no era una invitación. Era una condición.
Respiré hondo, sintiendo la jaula cerrarse.
—Si eso es lo que el Grupo necesita —dije finalmente, con voz firme aunque el estómago se me encogiera—, lo aceptaré.
Los murmullos de aprobación llenaron la sala como una sentencia. Iván sonrió satisfecho, y yo apreté los puños bajo la mesa. No era un acuerdo, era una trampa disfrazada de apoyo.
Y mientras las voces a mi alrededor celebraban el equilibrio recuperado, dentro de mí juré que no volvería a ser la marioneta de nadie.