Punto de vista GASPAR
La idea surgió en plena noche, cuando el silencio se hacía más pesado que la culpa. Gaspar trazó el plan con precisión quirúrgica: una auditoría sorpresa al buffet, una revisión de cuentas en un paraje costero donde se alojaba uno de los principales inversores. Excusa perfecta. Necesitaba a Helena. Su objetividad. Su mirada firme. Su voz que no temblaba.
Pero sobre todo, necesitaba tiempo con ella. Lejos de los despachos de vidrio. Lejos de Iván.
—¿A qué viene esto? —preguntó Helena en la reunión del lunes, cruzada de brazos y con esa ceja alzada que podía desarmar una estrategia entera.
—El inversor quiere discreción —respondió Gaspar, sin pestañear—. Y tu nombre ya circula entre los clientes top. Confían en ti.
Samuel parpadeó. Hasta él notó el artificio. Pero Gaspar no retrocedió.
Helena bajó la vista a la carpeta con los informes preliminares. Luego la cerró con calma, como quien evalúa si vale la pena entrar en un juego que ya sabe manipular.
—Acepto. Pero bajo condiciones.
Gaspar enarcó una ceja. No por sorpresa, sino por costumbre. Helena ya no se sentaba a ninguna mesa sin barajar sus propias cartas.
—Escucho.
—Transparencia. Respeto. Y profesionalismo absoluto —enumeró, con voz de acero envuelta en terciopelo—. Ni una insinuación disfrazada de cortesía, ni un gesto fuera de lugar. Esto no es una tregua. Es trabajo.
—Hecho —dijo él. Su sonrisa era leve, apenas curvada, pero estaba cargada de subtexto.
Helena entrecerró los ojos.
—¿Qué es tan gracioso?
—Nada. Solo que me encanta cuando negocias. Me recuerda por qué eres la única persona que logra que esta oficina no me pertenezca del todo cuando estás en ella.
No hubo respuesta. Solo el sonido seco de sus tacones al salir.
Y un leve temblor en la mandíbula de Gaspar, como si firmar ese “trato” le costara más que cualquier fusión internacional.
Punto de vista HELENA
El hotel estaba frente al mar. Habitaciones separadas, agenda apretada, todo en orden. Pero en cada rincón flotaba la incomodidad. La vista desde la terraza era impecable. Como todo lo que Gaspar organizaba cuando quería demostrar control.
Helena mantenía la distancia con la destreza de una cirujana. No brusca, no fría. Precisa. Como si cada palabra suya fuera una incisión donde él no debía sangrar.
—¿Cena en la terraza? —preguntó Gaspar esa noche, apoyado con falsa despreocupación en el marco de su puerta.
Ella lo miró en silencio unos segundos.
Sabía que esto venía. Lo había previsto desde que leyó “auditoría externa en zona costera”. Conocía ese tono de voz, ese gesto medido con reloj suizo. Gaspar Doménech no improvisaba. Planeaba. Y esa invitación no era cortesía: era estrategia.
—No vine a socializar —respondió, cruzándose de brazos.
—No. Viniste a hacer bien tu trabajo. Y lo estás haciendo. Esto… solo es un descanso.
Un silencio breve. Tenso. Después, Helena asintió con la cabeza. Muy leve. Apenas perceptible.
No por educación.
Ni siquiera por interés profesional.
Sino porque algo en su interior —que no era razón ni defensa— le decía que en los ojos de él ya no leía soberbia, sino algo peor: ternura.
Y eso la descolocaba más que cualquier maniobra.
—Treta elegante, CEO. Espero que la cena esté a la altura —dijo mientras pasaba a su lado.
Gaspar no contestó.
Pero sonrió. No por victoria.
Sino porque, por primera vez, ella había cedido sin dejar de ser ella.
Punto de vista GASPAR
Esa noche, cuando el consejo directivo lo llamó por videoconferencia, supo que no sería fácil.
—Gaspar —empezó uno de los socios veteranos—, se habla demasiado de la señorita De la Vega.
—Se habla porque destaca —respondió él.
—¿Seguro que no hay otros motivos para tenerla tan cerca?
Gaspar sostuvo la mirada. Firme. CEO.
—No me interesa mezclar lo personal con lo profesional. Pero si tenerla cerca incomoda a alguien, que revise su propia ética. Porque yo tengo la mía intacta.
Silencio. Respeto. Pero también una g****a. Gaspar colgó la llamada con el ceño fruncido.
Se encerró en el baño. Frente al espejo, su reflejo le devolvió otra versión de sí mismo: más humana, menos blindada.
Flashback. Catorce años. Corbata prestada. Un juramento frente al cristal:
“No amarás. No confiarás. Las emociones no construyen imperios.”
Y sin embargo, allí estaba.
Punto de vista HELENA
A la mañana siguiente, Helena bajó temprano a caminar por la playa. Necesitaba aire, aunque le ardieran los recuerdos.
Una silueta la esperaba en recepción. Lucía.
—¿Podemos hablar? —preguntó la ex de Iván, incómoda.
—¿Aquí? ¿Ahora?
—Por favor. No vengo por él. Vengo por mí.
Se sentaron en un banco frente al mar.
—Necesito una abogada que no se deje comprar. Sé que Iván la fastidió contigo. Pero también a mí. Y no quiero que el divorcio me arruine más de lo que ya me destruyó el matrimonio.
Helena la escuchó. Con frialdad, pero sin rencor.
—Te ayudaré. Pero no porque me lo pidas tú. Sino porque me lo pediría cualquier mujer que alguna vez se sintió rota por un hombre que jugaba con vidas ajenas.
Lucía asintió. Con los ojos mojados.
—Gracias. Te juro que no sabía lo que él te había hecho.
—Ahora ya lo sabes. No repitas el patrón.
Punto de vista LAUTARO
El cristal empañado de la ventana ofrecía una visión difusa de la ciudad, como si hasta los edificios dudaran de su forma. Lautaro giraba el coñac en la copa con movimientos lentos, casi ceremoniales. La llamada había sido breve. Las intenciones, evidentes.
Gaspar Doménech, el joven CEO de mirada afilada y modales que se debatían entre el salón de una ópera y una pelea de bar, lo había llamado para hacerle preguntas que disfrazaban interés profesional, pero apestaban a otra cosa.
—¿Cómo está? —preguntó Gaspar, como si se refiriera a un cliente común.
Lautaro no lo dejó continuar.
—No soy tu secretario, Doménech.
El silencio al otro lado de la línea fue breve. Luego vino la confesión. Velada, como todo en él.
—Solo quiero saber si está bien.
Lautaro sonrió, esa sonrisa que no necesitaba compañía. Dio un sorbo pausado y apoyó la copa en el alféizar.
—¿Sabes qué creo? Que estás intentando entender a una mujer que ya decidió no explicarse más a nadie. Y eso… eso te está volviendo loco.
Gaspar no respondió, pero Lautaro lo imaginó apretando la mandíbula. Siempre se le notaba en la voz cuando algo no le gustaba.
—¿Qué harías tú si te gustara una mujer como ella? —lanzó al fin el CEO, como si la pregunta se le hubiera escapado sin permiso.
Lautaro no lo pensó mucho.
—Lo mismo que tú. Intentar no cagarla. —Hizo una pausa, bajó la voz—. Pero a diferencia tuya, yo sé cuándo una mujer vale más que mi ego.
La frase cayó como un golpe limpio.
Lautaro no esperó respuesta. Se volvió hacia la ventana, contemplando la noche que se abría paso como un telón. Levantó de nuevo la copa y giró el coñac con la seguridad de quien ya ha aprendido a perder… y a no arrastrar a nadie más en su caída.
—El problema no es Helena, Doménech —murmuró para sí mismo—. El problema eres tú. Y ese espejo que sigues evitando.
Punto de vista HELENA
Esa tarde, tras entregar los informes, Helena decidió nadar. El mar estaba bravo, pero necesitaba huir de pensamientos que la perseguían como gaviotas hambrientas.
Nadó mar adentro. Más allá de las boyas. Donde el agua era tan fría como su alma.
Y entonces el calambre.
El dolor la cortó en seco. Una pierna no respondía. Trató de bracear. No pudo gritar.
La cabeza bajo el agua. Dos segundos. Tres.
Unas manos. Firmes. Urgentes.
Gaspar.
—¡Helena!
La sacó del mar como si la vida se le fuera con ella. Jadeando. Temblando.
—Estás bien… estás bien… No dejaré que nada te pase, ¿me oyes?
Helena abrió los ojos. Apenas. El rostro de él borroso. La voz temblando.
Y antes de responder, se desmayó en sus brazos.
Punto de vista: GASPAR
La llevó al hotel envuelta en toallas. El médico la revisó. Nada grave. Solo el susto. El calambre. La deshidratación.
Pero Gaspar no se movió de la puerta. No se perdonaría jamás verla hundirse mientras él dudaba si acercarse o no.
Cuando ella abrió los ojos, por fin, murmuró:
—¿Por qué estás aquí?
Gaspar la miró. Esta vez sin defensas.
—Porque ya no quiero estar en ningún sitio donde tú no estés.
Y por primera vez… no buscó su permiso para decirlo.